Con acabados pulidos o rugosos, la madera nunca agota su elocuencia en manos de Juan López Salvador. Muchas de sus formas o, por así llamarlas, composiciones, emiten novedad personal. Las grietas y hendiduras, las incisiones geométricas o las excavaciones amorfas que serializan su geología en cromática rojiza o negra, nunca apagada, completan el microcosmos de una expresión privativa, intensamente individual. El escultor contornea su lenguaje en soledad, sin influjos notorios, autosuficiente en su poderoso magnetismo. Lleno y vacío enlazan su discurso con sólidos contundentes pero no espesos, o con movimientos de cadencia visible y casi audible en la lógica de su orden y armonía. Sumando piezas de la propia colección a otras muy recientes, la muestra Cataclismo designa una poética definida y original.

Encontramos así una de esas ocasiones que dispersan la calima ambiental de la cultura y el arte. La exposición de López Salvador en La Regenta viene a ratificar la luz de la creación allí donde la sórdida realidad de la cultura preterida, despreciada, no testimonia otra cosa que incompetencia. La desazón por tanto error, el desánimo ante tanta necedad ceden su triste protagonismo al de la euforia de una certidumbre creativa que proclama verdad donde todo es falacia. A dirigentes que se limitan a repetir "no hay dinero" habría que invitarles a reintegrarse en la vida civil, puesto que en la política son absolutamente inútiles sin dinero. Eso es, al menos, lo que dan a entender sin pudor alguno. Pero la razón monetaria no tiene ni nunca ha tenido mucho que ver con la razón creativa. Sean como fueren las coyunturas, el talento no descansa. Cataclismo verbaliza con su dicción profunda un concepto a escala del mundo y, con él, la vitalidad del arte cuando todo es decadencia.

He tenido la suerte de visitar la exposición acompañando al maestro Chirino, cuyos comentarios ante los bloques de madera esculpida de Juan López Salvador no podían ser más admirativos. También ante algunos hierros en los que creí ver el vuelo del maestro, como el espléndido trazo de un horizonte desde la playa que recuerda el gesto espacial de los aeróvoros, del que ni siquiera sobra la figurativa vela que el artista introduce como guiño de ironía, a la que tan dado es en la aparente severidad. Extraordinaria experiencia la de observar a un consagrado que degusta la obra de un colega de edad mediana. Vivimos en La Regenta, prácticamente solos, un momento digno de la Atenas que imaginamos como atmósfera de arte y saber. López Salvador y sus masas cortadas, sus trazos aéreos, sus colores densos en cráteres, acantilados, grietas, disyunciones y otros símbolos, nos comunicaban la eternidad clasicista en la explosión cataclísmica de la modernidad vivida en Canarias. Ante esta luz, la mediocridad política es densa tiniebla.