Cuando la Sociedad Filarmónica apuesta por un joven artista, conviene no perder la cita. Esta es una de sus tradiciones, renovada con un pianista conquense de 23 años, Mario Mora, que ya se produce como brillante solista antes de concluir el posgrado en Londres. Su recital causó general sorpresa. Salió de norma al empezar con algo tan candente como el último cuaderno de la Iberia de Albéniz. Sin necesidad de calentamiento gradual, arrancó serenamente para entregarse pronto, con pulsación poderosa, al ataque de gran calado, la precisa definición de los motivos y la ceremonia de copla y danza que funde la complejidad armónica, los ritmos ceñidos y la sensualidad impresionista en el crisol de la técnica trascendental. Muy explícita la tensión del canto en Jerez, repetitivo como espiral melódica de una sola idea y exigente de las variables expresivas del fijismo ritual -oriental- que nunca se agota. Finalmente, la expansiva Eritaña, una de las más difíciles de la suite, fue en la lectura de Mora ardiente epifanía del baile en la atmósfera del vino y el deseo. Inesperado entendimiento, por maduro, de la obra fetiche del piano español, al margen de que la exaltación sea pasajero sobresalto, y del instinto dramatizador que incurre en alguna violencia.

El pianista remató la primera parte con la Rapsodia española de Liszt, muy bella en las nada rapsódicas variaciones sobre la folía de España con que comienza, y después entregada a todas las maldades pirotécnicas de un pianismo de bravura inalcanzable sin la técnica de primerísimo orden que luce este chaval.

La segunda parte fue para la no menos tremenda Sonata en si menor, de Liszt, otro paradigma de dificultad pero en serio. Además de su escalofriante seguridad en los escollos que parecen brotar de cuatro manos, Mario Mora desplegó en los movimientos lentos un lirismo soñador de mucha clase. La pulsación contenida y la legatura poética que piden las divagaciones lisztianas pusieron de manifiesto la faceta creativa que le garantiza un futuro arrollador. Esa articulación tocaría el cielo con el bis concedido, el divino Intermezzo Op.119-1 de Brahms. El atleta del teclado dejó ahí muy clara su vena íntima, su personalidad. La espléndida generación de los Iván Martín, Javier Perianes, Luis Fernando Pérez, Javier Negrín, etc. ya tiene a sus espaldas otra que les pisa los talones.

Certera elección de la centenaria Filarmónica, que las pasa moradas en el capítulo presupuestario y necesita de todo el amor de la ciudad para llegar con salud a los doscientos años. Hay que mojarse.