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Bienvenidos al silencio

La historia de los niños que no hablan y las preguntas sobre la sociedad posindustrial en una obra nacida para ser una aplicación móvil

Bienvenidos al silencio

Nombrar algo es investirlo de poder. La palabra posee esa inmediata relevancia ontológica. Traer el ser a la vida, dotarlo de sentido y significado, independientemente de que lo aludido sea un concepto, como la justicia, un objeto, como una silla, o un organismo, como un ácaro, e independientemente de que en su origen todo lenguaje responda a un convenio estipulado entre una comunidad de usuarios. Dada esta premisa, resulta complejo imaginar cualquier tipo de experiencia fuera del recinto del lenguaje. Esto es: contar algo sin el amparo del idioma, expresar emociones sin servirse de las reglas gramáticales, construir normas de comportamiento, levantar una visión del mundo, revelar un acontecimiento que suceda en las afueras de la palabra.

Qué sucedería, entonces, si existiera un grupo de personas que desde su nacimiento se recluyeran en el silencio, que nacieran en un ámbito de silencio no se sabe si por efecto de una tara genética, como una suerte de conspiración demiúrgica o como arquetipos ilustrativos de cierta metáfora contemporánea a propósito del fracaso en la comunicación. Este es el punto de partida de La historia silenciosa, una novela escrita a seis manos por Eli Horowitz, Matthew Derby y Kevin Moffett. Cabe señalar que el libro no nació como una obra destinada a la imprenta, sino como una aplicación móvil, lo que hace de ella una de las primeras manifestaciones artísticas que propone un recorrido inverso: no del texto canónico a las pantallas de plasma, sino del ámbito de la tecnología interactiva a la vieja, siempre renovada vida de la fábula sobre papel.

En una Norteamérica contemporánea aunque vagamente apocalíptica, una especie de compuesto entre las alucinaciones tecnológicas de J. G. Ballard y el catálogo de excentricidades de David Foster Wallace, comienzan a nacer niños silenciosos. Su historia, por razones obvias, no puede ser narrada por los protagonistas, sino que es contada por quienes los rodean: padres amantes aunque desorientados, científicos que quieren devolver a los niños al redil del lenguaje, alucinados mesías que advierten en el fenómeno a los mensajeros de una nueva parusía, nihilistas que encuentran en el silencio una clave escatológica. La novela recorre los distintos estadios que, como sucede con cualquier fenómeno extraordinario, la peripecia de los silenciosos regala: el asombro inicial da paso al prejuicio; el prejuicio se convierte en admiración; la admiración se transforma en rutina; la rutina deviene paranoia; la paranoia estimula la violencia; la violencia encuentra como antídoto otras formas simbólicas de agresión.

La historia silenciosa es adictiva, pero es también profunda. Sus excesos episódicos, su clima narrativo caricaturesco, a menudo hiperbólico, no rebaja el interés de la alegoría propuesta. Imágenes como la de la playa de Coney Island ocupada por una multitud de muchachos silenciosos poseen un poder hipnótico y una formidable estatura conceptual. Y el final del libro, con su abismal propuesta, nos devuelve amplificadas algunas de las preguntas más urgentes de la sociedad posindustrial, entre otras si la palabra sigue siendo el criterio rector en nuestra interpretación y comprensión del mundo.

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