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Una apertura al mundo

Cada vez son más las personas que recurren a las caminatas como una forma activa de meditación. Sólo hay que poner un pie delante del otro

Estar en el mundo es, según una frase de El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, poder caminar por un maravilloso cuento. Es, además de un elogio de la existencia humana, una de las claves para alcanzar la felicidad. La felicidad no es algo que exista fuera del mundo, tampoco es algo que tengamos que esforzarnos por obtener. No depende de que logremos nuestras metas o de que solucionemos nuestros problemas. Aunque pudiera parecer al contrario, las circunstancias de nuestra vida no necesitan cambiar para que seamos felices, sino se trata más bien de encontrar un tiempo y un espacio para caminar, ya que, como escribe David Le Breton, "el caminar es una apertura al mundo".

De andar como experiencia de libertad, como acto propicio para la reflexión y la comunión con todo lo que existe, con todas las maravillas que nos brinda la vida, nos habla una serie de libros publicados recientemente: Andar, una filosofía (Taurus), de Frédéric Gros; Un paseo invernal (Errata naturae), de Henry David Thoreau (el primero que habló de los beneficios de las caminatas en su célebre Walden, sin menospreciar las tertulias filosóficas ambulantes de Aristóteles o Platón en la Grecia clásica); El peatón de París (Errata naturae) de Léon-Paul Fargue; El dilema de Proust o El paseo de los sabios (Berenice), de Javier Mina; y la reedición de un clásico de la literatura andariega, Elogio del caminar (Siruela) de David Le Breton, profesor de sociología y antropología de la Universidad de Estrasburgo.

En Andar, una filosofía, Frédéric Gros nos invita a "provocar partidas", como las que llevaron a cabo el autor de En el camino, Jack Keroauc, o el poeta Gary Snyder, aficionado al alpinismo, en los años cincuenta del pasado siglo. Para Gros el simple hecho de caminar nos da una libertad que sólo pueden entender los que han sentido alguna vez la llamada de lo salvaje: "Para quien no la haya experimentado nunca, la simple descripción del estado del caminante se ve enseguida como un absurdo, una aberración, una servidumbre voluntaria. Porque, espontáneamente, el urbanita interpreta en términos de privación lo que para el caminante es una liberación: no estar ya atrapado en la tela de los intercambios, no verse reducido a un nudo de la red que redistribuye informaciones. [...] Mi mundo no solamente no se derrumba por no estar conectado, sino que esas conexiones se me antojan lazos opresivos, agobiantes, demasiados estrechos".

Para Gros andar no sólo nos libera, sino también nos aleja de la velocidad, de las prisas y del estrés: "Para ir más despacio no se ha encontrado nada mejor que andar". Y da igual el tiempo que haga, frío o calor, llueva o granice. En Un paseo invernal, Henry David Thoreau realiza el retrato del caminante invernal, que si bien añora un tiempo mejor al final saca partido al paseo, a la caminata. "En la naturaleza", escribe Thoreau, "hay un fuego subterráneo y somnoliento que nunca se extingue, y que ningún frío puede helar. [...] Este fuego subterráneo tiene su altar en el pecho de cada hombre, y así, en el día más frío y en la colina más sombría, el viajero abriga entre los pliegues de su manto una llama más cálida que la que enciende cualquier hogar. Un hombre sano, en realidad, es el complemento de las estaciones, y durante el invierno aloja el verano en su corazón. Allí se sitúa el Sur".

Para Thoreau, la dicha que el caminante siente al pasear es ese pequeño fuego que arde en su corazón y con el que ilumina todo a su paso, como hace Léon-Paul Fargue en El peatón de París, un libro de memorias que no sólo es un monumento a la ciudad de la liberté (encarnada en la torre Eiffel que Fargue vio "como subía"), a sus bulevares, sus cafés y sus muelles, sino también la primera postal en blanco y negro que nos llega de la Belle Époque, una época y una ciudad que ya no existen, "cuyos ecos ya sólo nos llegan adoptando la forma de recuerdos cada día más desvaídos o de noticias desgarradoras: la muerte de un amigo muy querido, el fin de una familia hasta hace no mucho prometedora, la demolición de una casa antaño elegida para celebrar reuniones de buen gusto". Siempre han existido lectores a quienes la lectura de un libro los ha empujado a ponerse en camino. Sin duda, El peatón de París es uno de ellos.

De paseantes ilustres como Fargue da cuenta el ensayo El dilema de Proust o El paseo de los sabios de Javier Mina. En su páginas encontramos a un Proust niño paseando por el camino de Guermantes mientras sueña con convertirse en un escritor famoso, a Robert Walser paseando por los arrabales de una ciudad que no nombra en El paseo ("Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora cómo me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle") o a Cristóbal Colón dando la primera caminata por el Nuevo Mundo el 17 de octubre de 1492: "Me detuve por espacio de dos horas. En este tiempo anduve así por aquellos árboles, que era la cosa más hermosa de ver que otra se haya visto".

Naturalmente, también están en el libro los paseos literarios más conocidos, como el que James Joyce le hace dar a Leopold Bloom por Dublín en Ulises. Según Mina, su paseo "no es cualitativamente distinto a paseos como los que hayan podido hacer, y mostrar, Baudelaire, Benjamin, Fargue, Morand o Marc Orlan. Lo que resulta novedoso es [...] convertir unas pocas horas en un relato de setecientas páginas. Mientras Bloom se pasea por Dublín, Joyce lo hace por la retórica y por la historia de la narrativa y de la lengua, así como de la filología. Por no mencionar que pone en pie una ingeniería subyacente que ata al Ulises a su precedente homérico". El trayecto en cualquier caso es siempre circular, como afirmaba Claudio Magris en El Danubio: "Se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa".

Efectivamente, el caminar es a veces un rodeo para volver a uno mismo, si bien a una persona diferente de la que partió, porque ha adquirido un conocimiento de sí mismo que no tenía antes de la partida. Como escribe David Le Breton en Elogio del caminar, la marcha "conduce durante un instante a que el viajero se interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza o con los otros, a que medite, también, sobre un buen numero de cuestiones inesperadas. El vagar parece un anacronismo en un mundo en el que reina el hombre apresurado. [...] La marcha es una forma de darle esquinazo a la modernidad. Un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestras vidas, una manera adecuada de tomar distancia". La literatura también es un atajo. En realidad, es todos los atajos para llegar a uno mismo y al mundo. Hagan la prueba.

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