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Chirino: una vida en espiral

El escultor grancanario cumplirá noventa años en marzo y confía en que "muy pronto" se inaugurará su Fundación en el Castillo de la Luz de su ciudad

Chirino: una vida en espiral

La cita es en Valyunque, como se llama su hermosa casa-taller de Morata de Tajuña, al sureste de Madrid, un espacio que el propio escultor concibió hace 20 años, precedido por una elegante vereda de cipreses. Bajo el sol amable y gélido del invierno, se respira tal grado de mansedumbre -junto a un valle de viñedos de sus vecinos, "cuando llegué era un hipódromo", comenta- que nadie diría que nos encontramos a escasa media hora de coche del ajetreo urbano. Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925) está sentado en el espacioso salón ordenadísimo, con suelos de pizarra; un ámbito racionalista y cálido, tan contundente e ingrávido, a la vez, como sus creaciones emblemáticas. Este 1 de marzo cumplirá 90 años, y, desde esas edades, la lucidez de su discurso, con una memoria prodigiosa, resulta tanto más extraterrestre cuando se comprueba que tiene los pies muy en la tierra, y en el día:

"Nos hemos demorado mucho en especulaciones abstractas: en ese juego, en el fondo inmovilista, de las identidades férreas y las ideologías -afirma-. Si hay algo que la edad enseña, es que somos empirismo puro; un cúmulo de experiencias y actos que, al final, es lo único que nos define. Ahora comprendo que esto lo intuí mucho antes como artista que como persona, pues, desde muy pronto, quise que mi obra no fuera una señal sino un camino; no un gesto sino una presencia".

En el bolsillo traigo una 'chuleta' con un apunte del prestigioso crítico y teórico de arte Serge Fauchereau, comisario de exposiciones en el Pompidou de París y en el Moma de Nueva York: "Antes que llegara Chirino absolutamente a nadie se le había ocurrido esculpir el viento". Hasta en eso es 'rara avis' a contraviento, me digo, en un mundo y en un tiempo en que ya dábamos por descontado que la originalidad fuese posible. Pienso, entonces, que a su caso le viene al pelo la enigmática definición de Antoni Gaudí: "La originalidad es el retorno al origen"...

De momento, ante una cerveza con frutos secos (él no toma nada), se diría que, al filo de esos 90 años, a Martín Chirino le viene que ni tallado el célebre aserto del viejo Vittorio Gassman: "Tengo un inmenso porvenir a mis espaldas". Solo que, en seguida, se comprueba que vive casi simultáneamente rodeado de nuevas realizaciones e inminencias. Acaba de ingresar como miembro de honor en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y la semana próxima viajará a Tenerife para asistir a un seminario sobre su obra, con motivo de la clausura de su amplia muestra Crónica del viento, en la Fundación Cajacanarias, en el que participan, entre otros expertos, Fernando Castro Flórez y Francisco Jarauta. Y, acto seguido, ultimará en Las Palmas el proyecto para la inminente puesta en marcha de la Fundación que lleva su nombre, en el Castillo de la Luz. "Agradezco de veras el ímprobo esfuerzo que está realizando el alcalde, Juan José Cardona, para ponerla en marcha cuanto antes", expresa Chirino. "Me consta que ciertas voces críticas han querido oponerse a que el Castillo sea la sede de mi Fundación. Lo que no termino de entender es ese equívoco de que a Martín Chirino le están regalando el Castillo, como se ha llegado a decir, cuando no se trata siquiera de una cesión. Hasta no hace mucho, el Castillo era patrimonio nacional y hoy es y seguirá siendo propiedad del Ayuntamiento. Declarado como Bien de Interés Cultural, hace ya más de diez años que fui invitado por la entonces alcaldesa de Las Palmas, Pepa Luzardo, para que albergara allí mi Fundación, una iniciativa que compartían, además, los propios arquitectos del proyecto, Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano. Cuando, acto seguido, pude apreciar la magistral labor de remodelación que estos habían realizado, me pareció que era el espacio idóneo, casi natural, para mostrar mis esculturas. Se trata, sin duda, del mejor recinto para hacer convivir mi obra, dada sus dimensiones, tanto en tamaño como por sus raíces aborígenes, con una arqueología fundacional de la ciudad, además de que su enclave está directamente relacionado con mi infancia".

Muy cerca de la carismática fortaleza -que antaño rodeaba la marea alta, y cuyo torreón inicial fijara, en junio de 1478, el primer conquistador de la Isla, el aragonés Juan Rejón- se encuentra, en efecto, la casa natal de Martín Chirino. Inutilizado durante siglos, el Castillo tuvo siempre un valor más bien simbólico, por su posición en el cuello del istmo donde se miran los dos mares que bañan la ciudad, en La Isleta, y cuyas orillas marcaron su vocación de escultor. De una parte, los astilleros del Puerto de La Luz, "donde trabajaba mi padre, y yo pasaba horas fascinado con la magnitud de los cascos de hierro de los barcos". Y al otro lado, la colosal playa de Las Canteras, no sólo de sugerente nombre para el oficio, sino con un trazado tan austero, amable y curvulento como sus hierros emblemáticos, y con un horizonte en diáfana herradura que "de niño, creía, literalmente, que se podría abrir". Rememora que en el burbujeo de su orilla tuvo la primera intuición de la espiral, y en sus arenas jugaba, de muchacho, con sus amigos Manolo Millares y Manuel Padorno, o, más ocasionalmente, con Alfredo Kraus.

Le digo a Chirino que vaya cuatro jinetes sin apocalipsis para recomponer un mito hispano-insular del siglo XX: El do de pecho frente al sonoro Atlántico, junto a una espiral meditabunda sobre una arpillera de arena movediza, a la sombra del mar o del árbol de la luz, los cuatro entonando al unísono: "Quiero entrar en la alcoba del agua"... Un sonido, un imán, una tela, una palabra. Vaya cuatro elementos vinculados por el hambre de espacio; ávidos, cada uno en su arte, y a un mismo tiempo, por hacerse con una caligrafía física y universal. Nada de pretextos, gemidos o divagaciones etéreas: se trataba de tocar con la punta del alma los músculos de la materia.

Chirino que, con ser el mayor, es el único superviviente desde hace lustros, de ellos y de tantos amigos coetáneos y más jóvenes, esboza una sonrisa cómplice, en señal de que no perder ni un minuto es el duelo más propicio. A veces, pasa de la sonrisa a la amplia carcajada sin el estado intermedio, como si la risa se la hubiera dejado al fuego. La verdadera risa, vital, endógena, ha estado siempre en la fragua. "Lo que se siente allí adentro, o allí afuera -los contrarios se abolen- es inenarrable: ese instante único en que el hierro cede de su rigidez testaruda y sonríe, al fin, curvulento, allegado, amante", subraya. Por eso mismo, se declara "estoico", consciente de su refugio perenne en la fundición del hierro, cuando único logra escabullirse de "un mundo de máscaras cotidianas que me es ajeno". Pero eso "no quiere decir autoexilio", matiza Chirino. "Lo he visto secularmente en las Islas y cada vez lo veo más en todas partes: gente con mucho talento que, decepcionada con el entorno, se encierra en su torre de marfil. Eso es nefasto; en la medida de mis posibilidades, siempre les digo: 'salgan, mézclense, peléense...'. Aprendí de Ortega y de Machado que un creador tiene que tener los pies entre la gente de su tiempo".

Afirma que la inminente apertura de su Fundación, un proyecto acariciado durante años, no le supondrá ningún retorno a Ítaca: "Para mí, el origen y el destino tienen puertas correderas. En rigor, uno no puede regresar a un lugar del que nunca se ha marchado. La vida transcurre, justamente, en movimiento espiral, sin vectores de ida y de retorno, sino a través de un zigzageo en inedición permanente. Siempre he avanzado de lo particular a lo universal, tratando de abrir nuevos horizontes, y cada vez que he sentido que uno se me cierra, lo busco en otra parte, lo mismo en mi vida que en mi obra. Así fue como llegué a Madrid, o, para ser exactos, al Museo del Prado, que redimía a la ciudad del erial que era en la posguerra, y luego a París, Nueva York, Londres, Grecia... con un afán de aprendizaje permanente, sin perder jamás el referente del origen como leit motiv de mi obra, que es una alegoría del viaje en si mismo. La dilatada experiencia como director del CAAM me acercó de nuevo físicamente a mi tierra, y ahora me planteo la Fundación como un reinicio".

El conversador

Aunque suene a tópico a medida, el escultor habla, literalmente, en espiral, con sinuosas digresiones que no pierden el horizonte vertical de partida, como sus piezas emblemáticas. Cuando el interlocutor empieza a temer por el olvido de los términos de su propia pregunta, ¡zas!, reaparece, como por ensalmo, la respuesta. "Todo centro es un falseamiento de la realidad", apostilla. "En términos sociológicos, me parece nefasta esa consigna de que la virtud está en el centro. Eso es consagrar la mediocridad como paradigma. De hecho, observo que, de un tiempo a esta parte, en España se ha instalado una especie de adorable mediocridad, que se ha adueñado mayoritariamente de las instancias de poder", expresa Chirino. "A partir de la Transición, en las dos últimas décadas del siglo XX, se produjo una interesante modernización cultural. Nos liberamos de la constricción de las ideologías, que tanto daño nos hizo a los de mi Generación, los niños de la Guerra. Nos las llegamos a creer a pie juntillas: armarnos ideológicamente para luchar contra la gran ideología monolítica y gris que padecíamos. Entonces, tal vez, fuesen necesarias, pero hoy estoy convencido de que las ideologías son nocivas. Solo conducen a una dialéctica mortífera de segregación y prejuicios. La ideología siempre la hace el ganador, y la hace para seguir ganando".

Y, entonces, ¿todo ese rearme antisistema al que estamos asistiendo, desde la calle a las urnas?

"Ah, ahí entra otro factor que, para mí, es sagrado: la pasión juvenil. Es lo único que puede mover el mundo. Sigo siendo escéptico para con cualquier ideología política, sobre su poder de transformación y todo eso, pero lo soy muchísimo más cuando ya está apoltronada, y, por tanto, se anquilosa. Contra todas esas máscaras, creo que la pasión es la única virtud posible".

Pero, la pasión también puede llegar a ser enfermiza y autodestructiva, o conducir al paroxismo: pasión y pasividad tienen la misma raíz etimológica...

"Claro, ese es el límite. Me refiero a la pasión constructiva, creadora. Porque, ciertamente, la contrapartida de esa importante modernización de finales del XX fue que acabó propiciando un hedonismo presuntuoso y fatuo y una gran banalización cultural, que seguimos pagando. En el arte, surgió toda esa moda estetizante de rótulos estériles: que si el post-post, la trans-trans o el neo-neo, el pensamiento blando o la paroxística 'derrota del pensamiento', cuando es lo único que tenemos, incluso para argumentar su posible cansancio... Por esas grietas se ha colado la 'adorable' mediocridad actual, y un culto desaforado a grandes íconos individuales, muchas veces sin fondo o mérito alguno, que me causa mucha perplejidad".

Otra consecuencia negativa ha sido, a su juicio, la dilatación de lo temporal, que, a menudo, se estira como un chicle ya gastado. "Algo muy instructivo que nos enseñaron a los de mi generación, es que no hay tiempo para perder el tiempo. Hoy se dilata y menosprecia, lo cual me parece nocivo para las nuevas generaciones", subraya Chirino. Todo este enrarecimiento tiene mucho que ver, argumenta, con "esa superchería de la globalización, un concepto que sigo sin entender, como no sea un asunto de dinero y de jet-lag", y que está en las antípodas de lo que debe orientar a un creador: "la universalidad".

Es significativo que, a la inversa de lo que ocurre con muchos artistas, su batería crítica se traduzca en una obra que transmite, empero, gran equilibrio y serenidad, atípicamente grácil y esperanzada. Debe de ser cosa de su familiaridad con el hierro y con el fuego, y que, a partir de ellos, ostente el privilegio de ser el pionero en apresar el viento. Este es el gran protagonista en copar el centro de sus espirales sin centro, que nos advierten de la falsedad de cualquier síntesis dialéctica. Chirino recuenta que, tras el burbujeo de las olas en la playa de su infancia, en sus inicios fueron determinantes la auscultación de las paredes de lava y, sobre todo, de los residuos aborígenes de El Museo Canario. Con la espiral emula también la vida subterránea de muchas plantas autóctonas de raíces rizomáticas, y dialoga, acaso, con la concha del diminuto caracol que a André Breton le bastó para representar la totalidad del Teide y de las Islas, en El castillo estrellado.

Contemplando en su taller obras de distintas etapas -que ahora aguardan por los containers rumbo al Puerto de la Luz que le fascinó en su infancia-, se comprueba que la verticalidad y la horizontalidad son solo graduaciones sin principio ni fin; que, entre todas, componen, por ejemplo, los pies y los brazos de una imposible cruz de hierro. Si Agustín Espinosa retrató así el drama del ser insular: "crucificado sobre mi propia cama de matrimonio puesta en posición vertical tras un gran balcón de cristales abierto a una calle desolada", Chirino redime de esa visión con todas estas cruces de abstracción sinuosa y amable -poéticas e inútiles, como se titula una de sus series emblemática-, donde no cabe ya ningún crucificado. Esas piezas apostadas en el suelo semejan, más aún, elegantes osamentas que adquieren, mágicamente, su vida orgánica cuando alguien las mira, y solo cuando el artista apaga la luz vuelven al misterio de su reposo.

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