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Vida del terrible seductor

Lucy Hughes-Hallet firma la mejor biografía del excesivo Gabriele D'Annunzio, con una compleja personalidad que abarca desde la poesía a su condición de héroe

Vida del terrible seductor

Para escribir una biografía tan buena como la que Lucy Hughes-Hallet (Londres, 1951) ha escrito sobre Gabriele D'Annunzio lo primero que hay que hacer es dejar a un lado los prejuicios. La compleja personalidad del poeta, nacionalista, demagogo, condotiero y héroe de guerra italiano arroja tanto ruido abyecto como munición para convertirlo en uno de los personajes más fascinantes de su tiempo. Para empezar, la autora británica evita calificar a D'Annunzio de "psicótico", algo que el mayor de sus admiradores estaría dispuesto a admitir como rasgo acusado de su perfil. Otros adjetivos como "odioso" y "cruel" tampoco figuran en la biografía de una mujer que, como ella misma explica en la introducción del libro, escribe sobre un supuesto poeta de la virilidad divulgador en su correspondencia con sus amantes de pornografía íntima. Es también la narración extraordinaria de una pacifista que retrata desapasionadamente a un incitador a la guerra, uno de los mayores solipsistas morales de la historia y, a la vez, el hombre que haría sonrojarse a los más grandes monstruos de la autoestima.

Tampoco cae con frecuencia Hughes-Hallet en la trampa de la inevitable fascinación que ejerce D'Annunzio, capaz de piruetas asombrosas, excesos incontenibles y contradicciones brutales. La clase de persona que sabía compaginar una feroz arenga guerrera con un delicado poema de amor - "hebras contiguas, pero inconexas"-, escribe la autora de El Gran Depredador, de la que Ariel acaba de publicar una lujosa edición en español. Un tipo que entre homenajes y aclamaciones, discursos patrióticos y diatribas de todo tipo, encontraba siempre un hueco para elegir el regalo perfecto para sus conquistas. El individuo ante el que cualquiera podría rendirse por su coraje.

El 7 de agosto de 1915, Gabriele d'Annunzio y Giuseppe Miraglia, hijo del director general del Banco de Nápoles y el único capaz de competir con él en arrojo, despegan de Venecia en un avión con destino a Trieste, todavía entonces parte del imperio austrohúngaro, con un cargamento de bombas y propaganda. Miraglia era un oficial del ejército de 32 años; D'Annunzio, en el asiento del pasajero, tenía 20 más que su compañero y se había convertido en un ser famoso en toda Italia, Europa e incluso traspasado fronteras como escritor, libertino y nacionalista rabioso. Llevaba un cuaderno con él en el que anotaba sus impresiones de Venecia desde el aire ("sobre la palidez de la laguna destacan los canales serpenteantes verdes como la malaquita") (pág. 86).

Al llegar a Trieste, Miraglia pilota el avión a baja altura sobre el puerto deportivo. D'Annunzio bombardea los submarinos austriacos y lanza sobre las plazas folletos propagandísticos, que él mismo había escrito. Ya de regreso se dan cuenta de que uno de las bombas, sobre los cilindros adosados al chasis del aeroplano, se ha atascado. "A ver si puedes empujarla para que se caiga", escribe Miraglia en el cuaderno. "Pero no gires el tornillo bajo ningún concepto. Podría explotar en cualquier momento y, aunque no sea así, posiblemente lo haga al aterrizar", continúa. "Cuando vayamos a tocar tierra la sujetaré con las manos", le tranquiliza D'Annunzio, que en aquel instante había decidido embarcarse, escribe Hughes-Hallet, en una nueva vida como héroe nacional.

Sin subestimar las bombas, el gran predicador de la guerra se había apuntado como precursor a la batalla propagandística que tenía como principal objetivo bombardear anímicamente al enemigo minando su moral.

En poesía, D'Annunzio se celebró a sí mismo como el bardo de Italia, sólo comparable a Dante, Petrarca y Leopardi. Como demagogo nacionalista, incitó a toda una generación a la matanza para satisfacer sus fantasías nietzscheanas. La prodigalidad en la guerra sólo fue igualada por su promiscuidad.

El nacionalismo melodramático se convirtió en una especie de culto que culminó en la incautación de la ciudad de Fiume, la actual Rijeka, que, repoblada mayoritariamente por comerciantes italianos, en la historia había pasado de manos austríacas a húngaras, de éstas a la Francia napoleónica, luego nuevamente a Austria, más tarde otra vez a Hungría, después a Croacia, para finalmente ser el puesto fronterizo de Budapest y su salida al mar. Durante 15 meses, D'Annunzio sedujo desde un balcón a sus seguidores camisas negras con una visión grandiosa de Italia: una distopía bufónica y anárquica. El propio Mussolini acabaría por llamarle "el primer duce". Hay quienes niegan, sin embargo, el fascismo de D'Annunzio, concluyendo que más bien los fascistas eran danunzianos. Romain Rolland definió a nuestro personaje como una pica que se cernía sobre las ideas esperando a saltar sobre ellas y preparar un cóctel exótico. Por eso se sumergió en las modas intelectuales de su tiempo, malinterpretando alegremente a Dostoievski, reconfortado por Wagner y esclavo de la estética decadente de Huysmans, que acabaría cultivando en su Vittoriale de Gardone Riviera.

D'Annunzio creció admirando la gesta de Garibaldi. Insistió en llevar a Italia a la Gran Guerra para redimir su honor. Cuando sus ambiciones irredentistas no se reflejaron en los términos de paz de 1919, se montó en su coche rojo deportivo Fiat y, seguido de varios camiones cargados de soldados amotinados, tomó por sí mismo Fiume. Llegó con menos de 200 hombres, pero, dado el entusiasmo que proyectaba sobre las masas, pronto se le sumaron otros 2.000. La ciudad se sumergió en una especie de orgía, alimentada por el vino, la cocaína y los opiáceos. Hubo desfiles antorchas, fuegos artificiales y exhibiciones aéreas. Jamás tuvieron los burdeles tanto negocio. El simulacro de la batalla llevado a escena con los honores de un concierto o de una función de teatro pronto se convertiría en un conflicto real.

Mientras tanto escribía notas y notas sin descanso. En los bombardeos, como sucedió en el episodio con Miraglia, tal era el ruido que tenía que comunicarse por notas que luego pasarían a la posteridad. Las cartas a sus amantes también reflejan minuciosamente otro tipo de contienda íntima: la pornográfica. Por ellas sabemos que disfrutaba preferentemente del cunnilingus y que le gustaba que las mujeres midieran al menos un metro setenta y cinco o usaran tacones para poder alcanzar cómodamente con su boca los genitales.

Fue descrito como un "gnomo horrendo y desdentado", una "trágica gárgola", pero D'Annunzio jamás tuvo problemas para satisfacer sus intensos deseos de lujuria. A los 16 años, vendió el reloj de su abuelo para perder la virginidad con una prostituta. Ese mismo verano, más tarde, afirmó haber violado a una joven campesina. Se casó joven, pero el romance prosiguió en la cama con un número interminable de mujeres. Tuvo una relación desasosegaste y trágica con la actriz de teatro Eleanora Duse, a la que no paró de humillar. La encerró en un apartamento de la Vía del Babuino, en Roma, de donde ella se escapó en camisón una noche para llamar a la puerta de Axil Munthe y pedirle ayuda porque su amante la encañonaba con una pistola. La esposa de D'Annunzio trató de suicidarse, al igual que algunas de sus amantes. Otras se volvieron locas.

Gran historia maravillosamente escrita la de Lucy Hughes-Hallet, intensa como la vida del personaje que retrata, un exhibicionista de opiniones políticas apasionadas pero no muy coherentes. Seductor, arrogante e inmoral, de vasta cultura y coraje ilimitado, caballero y canalla, a la vez, dotado de un enorme talento, cronista de sociedad y de su tiempo, propagandista y guerrero, supo compartir los grandes salones y la lírica con el ejército y el manganello, el club fascista. Se paso la vida escribiendo sobre sí mismo hasta dejarle el camino trillado a sus biógrafos.

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