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Los Rockefeller, en el Parque Santa Catalina, la noche del miércoles

crónica A ras del carnaval

Desvestirse de evidencia

En la actualidad, ya no se trata de desvestirse uno para vestirse de otra cosa, sino que, en rigor, lo propio es investirse o revestirse del disfraz carnavalero

"Los locos o felices años veinte". Resulta harto curiosa la sinonimia o el cambiazo de bienestar y demencia con que ha sido envasado ese periodo de apogeo estadounidense, y trasvasado a la presente edición del Carnaval de Las Palmas de LPGC. El Gran Gatsby, las carrocerías glamurosas, el chic cabaretero? esplendor legítimo, pero también del otro, el gansteril -Al Capone en su peculiar luna de Valencia-, a cuenta de la Ley Seca; época que cabe cifrar en lo que Dylan Thomas llamaría lustros más tarde -antes de su suicidio etílico en un hotel de Manhattan, justamente- "el Bandido y su Hembra". Mensaje subliminal, por tanto, en el coso del santa Catalina, de la abundancia que precedió al crack del 29, con el que nos hemos estado midiendo casi el mismo tiempo que aún falta para conmemorarlo en su centenario. Un síntoma: el contenido de las letras de la recién retornada Rockefeller-1981, sin duda una de las mejores murgas, precisamente por lo poco que tiene de murga? Canciones-protesta por la Ley Mordaza, gestión de la UD, custodia compartida, reivindicación de un Museo del Carnaval y, en un sugerente tema, hasta una llamada de atención sobre las minusvaloradas letras murgueras en beneficio del chunchunga y la pachanga? Más que una murga, parecía una mani reivindicativa con recursos del teatro pánico esta reaparecida agrupación de Los Tarahales, el pasado miércoles sobre las tablas.

Es sólo un síntoma del nuevo carnaval verité, en el que el mejor disfraz de cada cual es su propia evidencia. Ya no hay distingos, casi, entre versión, subversión y trasgresión; del mismo modo que no se sabe ya dónde está la raya entre felicidad y locura, los atributos de esta edición, justamente. La batuta de Antonín Artaud o La Fura del Baus coincidirá, en otras baldosas del mismo parque, con estilizaciones venecianas, carnes de rodizio brasilero, cabareteras travestonas, gánsters de guante blanco, o la verticalidad gótica de las drag-queens? o, al extremo noble de la ciudad, con la uniformidad del Carnaval Tradicional en hora taurina. Ya apenas hay distingos -ni ahora ni en el resto del año, que-es-carnaval- entre los apolíneo y lo dionisíaco, entre la trasgresión y la regresión?

Un@s se disfrazarán de ovoides y otr@s de ahuevados. Otr@ se limitarán a disfrazar de tripas corazón, y, arrefajándose los chichones del alma, se embutirán en un disfraz que encubra, a toda costa, los bolsillos vacíos. Habrá máscaras que, en realidad, son sólo antifaces; cabareteras realzadas, cuellos de gabardina hasta los ojos, arlequines con la lágrima congelada, blanquísimos indianos con un piercing de oro oculto en la bragueta, drag-queens con zancos matriarcales... Es lo que se lleva hora: estilizados realces, falsas evasiones centrípetas...

También puede que prevalezca, sin disfraz alguno, un voyeurismo átono; esto es, mucho cada cual abotonado de sí mismo, aprovechando la ocasión para palparse en secreto las posaderas del alma, a ver cuánto le queda todavía de su propia identidad menguada. Frente al rebumbio del mogollón unitario, que antaño representaba una eventual "ducha" de clases, la dispersión del circuito redunda en la creciente segregación por grupos de edades y afinidades tribales. Allá los veinteañeros montando, junto a las barras de algunos desertizados chiringuitos, su propio botellón (¿qué otra cosa pueden hacer?), y, a otro lado de las baldosas o de la ciudad, el gueto de los acomodados carrozones. Las carnestolendas de la dilatada crisis es lo que tienen: en vez de servir al ludismo trasgresor, buscan eludir la invisibilidad, realzar la comparecencia.

En síntesis, disfrazarse, hoy día (en estos locos o cuerdos, felices o infelices años diez) es, para todo quisque, un acto de redundancia. Cuando los signos sociales están ellos mismos disfrazados, y se revelan ya con la misma disposición y textura que las capas de una cebolla, lo único relevante es la ausencia de contenido en que radica su cogollo. Tal es la perplejidad que define la crisis de la (pos)modernidad: que, a fin de cuentas, debajo de las apariencias de los signos tal vez no haya objetivamente nada.

En pleno nihilismo y, sobre todo, "ninismo", el signo responde casi a la perfección a su propio anagrama neutralizante: - "sí y no, sí y no..."-, y apenas es ya indistinto del "síntoma". En efecto, ya casi no hay diferencia alguna entre comparecer y convalecer. Y en el lugar de las férreas identidades con que bregaban nuestros abuelos, proliferan hoy las episódicas identificaciones. En este contexto, el travestismo no es ya un fenómeno excepcional sino la regla misma del juego. El travestismo -ha explicado muy bien Baudrillard- está en la base de las instituciones, y el espacio que nos rodea deviene por completo en un "artefacto travestista". De ahí que el travestismo carnavalero haya perdido cualquier connotación trasgresora para convertirse, cuando más, en un transformismo. En la actualidad, ya no trata de desvestirse uno para vestirse de otra cosa, sino que, en rigor, lo propio es investirse o revestirse, de un modo intransitivo, a través del disfraz carnavalero.

De ahí también el desplazamiento que han sufrido las travestis de carne y hueso en beneficio de la entronización -nunca mejor dicho, pues son etimológicamente reinas- de las drag-queens. Frente al gregarismo anónimo y burlón de aquéllas -que eran reinonas sin llegar a ser reinas-, convertidas, durante la Transición, en cimbreante símbolo trasgresor, se consolida la "drag-queen" como encarnación del individualismo estéticamente correcto y casi monárquico. Su transformismo marca ahora la pauta de la fiesta, pues su caracterización es completamente ad-hoc, y su tiempo de actuación coincide con el tiempo del carnaval. Una nada vestida de fiesta que deja intacta la oquedad de la cebolla lila.

La drag-queen representa también (un signo muy propio de estos tiempos) la "autogamia" o el hermafroditismo en estado puro, que se autoabastece, o sencillamente se abstiene, porque "uno es una señora"... Su transformismo no nos conmina a plantearnos una radical otredad, como en el caso de transexuales y travestis, sino que, a través de sus vistosos trajes, lentejuelas y vapores cromáticos -en definitiva, dueñas de un porte tan brillante como inofensivo-, no hace sino subrayarnos nuestra propia cotidianeidad. Viene a recordarnos lo difuminadas e intrincadas que se encuentran ya ficción y realidad o simulación y vivencia. Constituye el nuevo paradigma carnavalero, que revela que los disfraces son sólo disfraces, sin comprometer por ello ninguna identidad. Nos recuerda también que todos saldríamos indemnes de este extrañísimo gesto que apuntó un personaje del narrador mexicano Carlos Díaz Dufoo (y que, al perecer, al propio autor sí le costó la vida, pues, según los testimonios, lo escribió justo antes de suicidarse, lanzándose al mar del Caribe desde un crucero de lujo): "En su trágica desesperación comenzó a arrancarse, brutalmente, los pelos de su peluca".

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