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Existir en la pantalla

Israel Márquez ha escrito un ensayo diáfano y sugerente sobre el origen y evolución de los diferentes formatos

Existir en la pantalla

Las pantallas se han convertido en marcos vitales imprescindibles. ¿Quién podría concebir hoy en día el trabajo, el ocio, la comunicación o las relaciones sociales sin esta mediación? La pantalla es también uno de los símbolos más poderosos de una nueva identidad fragmentaria, líquida e instantánea, que ha logrado socavar la distinción entre espacio público e intimidad. Tras la senda de Sherry Turckle (La vida en la pantalla) y Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (La pantalla global), esta investigación genealógica, que rastrea la "hibridación entre tecnologías, medios, usos y prácticas", se inicia con el cine (gran pantalla), y tras pasar por la televisión (pequeña pantalla), los formatos panorámicos y experimentales (megapantallas), los distintos tipos de videoconsolas (la pantalla videolúdica) y el ordenador e internet (ciberpantalla), concluye con la pantalla más hegemónica (pantalla móvil), ya que ha logrado fagocitar a todas las demás. Pero de todas ellas, sólo la cinematográfica refleja luz, el resto la emite.

Desde las proto-pantallas oníricas (linterna mágica, sombras chinescas, fantasmagorías) llegamos al invento de Edison y a la pantalla cinematográfica de los hermanos Lumière, "pantalla antropológica" capaz de registrar la vida cotidiana. Méliès hizo del cine una "pantalla onírica" abierta a la poesía y a la imaginación. La llegada del sonoro provocó la nostalgia de algunos cineastas, como Chaplin, ya que la pantalla hablante aniquilaba "la gran belleza del silencio". Después, en 1935 apareció la primera película en tecnicolor (La feria de la vanidad, Rouben Mamoulian).

Márquez analiza también los alrededores de la pantalla: la disposición de los espectadores, inmovilizados y obligados a contemplar la tela blanca, es similar a la de los prisioneros en una cárcel o en la caverna platónica. Pero mientras que el cuerpo permanece quieto, el pensamiento y el deseo se liberan, atraídos por el inconsciente luminoso que baña la pared viviente. La sala de cine también ha sido comparada con un templo profano, donde el espectador alza su mirada para venerar a los dioses proyectados en la pantalla. En los años 50, los autocines se hicieron muy populares en Estados Unidos, con más de 4.000. La pantalla se hizo doble con la ventana frontal del vehículo. La primera multisala nace en Ottawa en 1957. También hubo pantallas experimentales, algunas efímeras como el cinerama, impulsada por la polivisión de Abel Gance y retomada, después, en los años 50 en Estados Unidos: de sus cenizas surgiría el IMAX y el Omnimax. Otras perduraron más en el tiempo, como el cinemascope, cuya "pantalla anamórfica", cóncava y más ancha, se estrenó con La túnica sagrada (Henry Koster, 1953). El 3D, canonizado por James Cameron en Avatar (2009), materializa el sueño de trascender los límites materiales de la pantalla, ampliando la experiencia perceptiva. Las imágenes escapan de la pantalla y nos tocan. Sueño ya ensayado por otros cineastas como Val del Omar y su "desbordamiento apanorámico" o incluso el "cine táctil" que imaginara y dibujara Dalí.

Las primeras emisiones de televisión se realizaron en 1936, aunque su uso no generaliza hasta mitad de los cincuenta. La invención del aparato televisivo fue un síntoma de la "ideología de lo hogareño". La nevera, primero, y, después, la televisión alejaron a las familias del espacio público. Algunos cineastas, como Fellini, expresaron su elegía por el cine tras la llegada del nuevo electrodoméstico. Otros, como Renoir o Rossellini, vieron en el nuevo medio una utopía educativa tras el prematuro envejecimiento del séptimo arte: en los rayos catódicos podría cristalizar la esperanza de una resurrección cultural. El mando a distancia nos acercaría, según Márquez, a la pantalla pro-interactiva y al inicio de la cultura del zapping, extraña fusión de montaje pulsional y atención dispersa que dará lugar a un nuevo flâneur audiovisual, cuya mirada se pasea por los nuevos escaparates que ha descubierto en los canales televisivos. La divinidad pasa de la pantalla al mando del espectador, quien a partir de ahora ejerce su poder absoluto.

El vídeo (Betamax en 1985, VHS en 1986) y el DVD (1995) supondrían el nacimiento de la "segunda pantalla" (Scorsese dixit), pues permitirían una segunda vida a películas antiguas y crear una videoteca ideal. Los videojuegos representan un hito esencial en la historia de la pantalla, que se hace "videolúdica" en sus diferentes formatos: primero en un espacio compartido, las salas recreativas (arcade) y después, domésticas con la irrupción de las videoconsolas, inicialmente conectadas a la televisión (1975) hasta los más recientes centros multimedias, capaces de devorar todo tipo de juegos, música o cine. Ya no vemos la pantalla, jugamos con ella.

La pantalla de ordenador posee un origen militar, al igual que internet. Aunque el referente de la ciberpantalla -término empleado por Gibson en Neuromante- no es la televisión sino la máquina de escribir. La proliferación de ventanas en la pantalla aparece como "metáfora del yo fragmentando y múltiple" de este nuevo sujeto-pantalla, como vimos en la película Open Windows (Nacho Vigalondo, 2014). Asistimos a una exhibición virtual del yo cotidiano, descompuesto en un frenesí incesante y vacuo de Tweets, WhatsApp y Facebook: "Me conecto, luego éxito". La existencia cobra sentido cuando los otros saben de mí en sus pantallas. Con el smartphone se impone la "pantalla móvil y multisensorial: prótesis táctil, visual y cognitiva". La primera llamada con teléfono móvil la hizo Martin Cooper en 1973 con un ladrillo o zapatófono. El destinatario de la llamada fue su máximo competidor, al que anunció el nuevo invento.

La vida en la pantalla puede acabar ocultándola por un exceso de transparencia. ¿Cómo, si no, explicar que un presidente de Gobierno pueda convertirse en plasma? Y ahí radicaría, en última instancia, la paradoja de la pantalla: un espejo que refleja otro yo. Para escapar de ese extrañamiento tal vez haya que romper la pantalla. No porque exista un yo verdadero y oculto sino para enfrentarnos al devenir y las incertidumbres con mayor libertad. El libro de Márquez resulta imprescindible para conocer las mutaciones que han experimentado las pantallas desde las que contemplamos el mundo y, cada vez más, a nosotros mismos. Este espectador incluiría en este apasionante itinerario las pantallas que nacieron de la imaginación de Huxley, Ray Bradbury, Gómez de la Serna o Bioy Casares. ¿Quién sabe si la "pantalla soñada" acabará haciéndose realidad un día?

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