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Viajes para atar cabos sobre el nacionalismo

Michael Ignatieff relata los conflictos étnicos y civiles de principios de los noventa en seis sociedades convulsas

Viajes para atar cabos sobre el nacionalismo

Michael Ignatieff (Toronto, 1947) es un liberal bienintencionado, conversador infatigable, observador brillante y escritor que seduce con sus artículos y libros. Tiene también la capacidad de equivocarse casi siempre, algo que le sitúa del lado de los humanos. Como cuando se dedicó a la política y obtuvo los peores resultados de la historia del Partido Liberal de Canadá en las elecciones federales de 2011. O como cuando fue testigo de primera mano del odio étnico profundo en la vieja Europa del Este, hace ahora veinticuatro años, y extrajo como primera conclusión que el reto de cualquier movimiento político nacionalista es aprovechar las pasiones nobles y redimibles de su doctrina e impedir que sean secuestradas por el odio y la violencia. Ha pasado tiempo, seguirá pasando, y no es difícil percibir hasta dónde alcanza la ingenuidad de considerar noble para el género humano una idea de la identidad tan excluyente.

En 1992, Ignatieff viajó por Alemania, Yugoslavia, Ucrania, Kurdistán, Irlanda del Norte y Quebec, lugares todos ellos con conflictos internos latentes por razones de nacionalidad, habló con unos y con otros, y no le costó extraer conclusiones distintas en un libro que ahora ha vuelto a editar Malpaso en una de sus colecciones. Efectivamente, y salvo el retorno en la actualidad de los viejos fantasmas, la Alemania reunificada despierta menos dudas que la de entonces recién salida de la caída del muro, como explica el propio Ignatieff en el epílogo a la edición española de 2012; de la antigua Yugoslavia sólo queda el recuerdo de la sangre y todas las repúblicas que Tito agrupó son estados independientes, con Europa como destino; Irlanda del Norte ya no es el principal problema para la unidad británica, sino Escocia, y Quebec, que el propio autor pese a la vecindad no acaba de comprender del todo porque la reivindicación francesa permanece sujeta a los ciclos cambiantes de la política, ha pasado a ser una cuestión de orgullo identitario con la que unos y otros conviven a su manera. Pero ahí está Ucrania, amenazada por el expansionismo vecino, sufriendo por las cuestiones de nacionalidad dentro de su propio territorio que plantean los partidarios de la Unión Europea y de Rusia. Y la progresión inicial de los kurdos, tras la etapa de Saddam Hussein, vuelve a estar sujeta a la guerra contra el fanatismo islamista y las fronteras.

"Si la rama del nacionalismo se dobla hacia atrás debido a estrategias centralizadoras, la rama se liberará y volverá a su posición inicial" Apoyándose en aquella conocida frase de Isaiah Berlin, referida a la rusificación durante el Imperio en el siglo XIX, Ignatieff escribía en 2012 cómo Canadá, Reino Unido y España habían aprendido la lección del centralismo. De España recordaba que, pese a la crisis económica y a sus consecuencias, las reivindicaciones nacionalistas no habían aumentado, aunque sí reconocía que la reafirmación de la independencia era sólo cuestión de tiempo. En realidad le faltó poco para poder escribir lo contrario.

Ignatieff cree, por un lado, que la emancipación de los pequeños países que se consideran naciones, es algo complicado dentro de una Europa unida: que los independentistas se lo tienen que pensar dos veces antes de dar el paso hacia adelante, pero también admite que "la fe nacionalista nunca ha sido erosionada por argumentos económicos, porque el atractivo de la independencia nacionalista no es fundamentalmente económico". Consiste esencialmente en la autodeterminación: en sentirte dueño de tu propia casa. Las élites locales, como sucede en tantos lugares, Quebec, Cataluña o Escocia, se apropian de esos sentimientos en su beneficio cuando ven posibilidades políticas particulares de prosperar, o su liderazgo se ve comprometido por otros motivos. Los casos catalanes de Pujol y de Mas, sin ir más lejos. La última conclusión de Ignatieff -hoy presumiblemente estaría dispuesto a volver a matizarla- es que los estados europeos encontrarán la manera de dar a la rama torcida el espacio para que crezca en un bosque frondoso. Es decir que los estados europeos acertarán a conservar su integridad compartiendo su poder con las pequeñas naciones, algo que incluso en determinados casos empieza a encontrar resistencia.

Michael Ignatieff es descendiente de una de las grandes familias canadienses. Su padre, George, hijo de conde ruso inmigrante, fue un importante diplomático. Uno de sus destinos cuando aún era adolescente le brindó la oportunidad de vivir en Yugoslavia. Recorrió los mejores internados hasta ingresar en la universidad superior de su país. Tras ser elegido líder de los liberales, un periódico canadiense envió a un reportero para entrevistar a sus antiguos compañeros de clase. Uno de ellos describe al joven Michael caminando con una copia de "Paris Match" bajo el brazo y diciéndole a la gente que su objetivo era ser primer ministro. Otro recordó las discusiones que mantenían sobre el significado de la destrucción en 1905 de la marina rusa en la guerra con Japón. En 1978, poco después de cumplir los 30 años, dejó Canadá para buscar fortuna en otros lugares. Se instaló en Cambridge con la finalidad de completar sus estudios académicos, y más tarde en Londres que no abandonaría hasta 2005 para regresar a casa. Apoyó la invasión estadounidense de Irak y no ha dejado de recibir críticas por ello.

Sangre y pertenencia, por encima de sus conclusiones optimistas no siempre fáciles de compartir, es un libro de viajes y crónicas cuidadoso y detallista, muy bien escrito, como nos tiene acostumbrados su autor. Hubo otros en aquel tiempo que tenían como misión ahondar sobre el terreno en las diferencias que surgían tras el colapso comunista y el fin de la Guerra Fría. Recuerdo Historia del presente, de Timothy Garton Ash, los documentados reportajes publicados en tres entregas por Robert Kaplan, y las agudas reflexiones de Tony Judt sobre lo que estaba sucediendo: el mundo que desaparecía ante nuestros ojos y el que llegaba para ocupar su lugar en las sociedades desmadejadas que tomaban el relevo en medio de peligrosos conflictos étnicos. El de Ignatieff constataba que la corriente de la Historia estaba en marcha por el camino equivocado, pero debido a la contradicción de los testimonios recogidos por su autor y las situaciones diferentes dependiendo de cada circunstancia y lugar se abría a múltiples interrogantes que todavía no se han despejado del todo. Eso sí, quedaba claro lo que Freud llamó "el narcisismo de las pequeñas diferencias de menor importancia" que sirve a los pueblos similares entre sí para exagerar lo que les separa en una búsqueda interesada o desesperada de la identidad. Por ejemplo el caso de los croatas y de los serbios que compartían idioma, costumbres, cultura política y memorias en la Yugoslavia de Tito, o el de los protestantes y católicos de la clase trabajadora de Irlanda del Norte atrapados en un túnel del tiempo como consecuencia de un pasado que hace tiempo olvidaron sus correligionarios más cosmopolitas de Londres o de Dublín.

Otro cosmopolita, Ignatieff, se expresaba sombríamente en su libro de viajes y de modo bastante más optimista en las conclusiones posteriores de 2012. En el capítulo que se refiere a Alemania, el autor resta importancia a los gruñidos y el papel de los skinheads de vocación nazi en la Alemania reunificada y en la nueva conciencia nacional apartada del sentimiento de culpa. Sin embargo, la actualidad indica que no hay que perder de vista el gruñido de los cabezas rapadas que vuelve a oírse como consecuencia de la crisis y de la inmigración en la república que lidera los destinos de la Europa unida. Lo mismo que ha sucedido en Grecia con el auge de los nacionalsocialistas de Amanecer Dorado, el lepenismo francés, o el ventajismo populista de izquierdas en España al situarse del lado de la exigencia de autodeterminación catalana dando alas a un nacionalismo que ideológicamente tendría que estar en sus antípodas.

Entre el hambre y las naciones saciadas existe una barrera infranqueable de incomprensión. Pero no siempre es la causa del secesionismo, los estímulos excluyentes nacionalistas pueden operar perfectamente en las sociedades consolidadas apelando a cualquier otro resorte emocional. Con los sentimientos resulta casi imposible razonar y discutir. Sangre y pertenencia es un buen libro para atar cabos sueltos.

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