La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

literatura perfil

Buero Vallejo: al final de la escalera

El dramaturgo, de cuyo nacimiento se cumplen cien años, padeció el infortunio de que los demás acabaran creyéndose su autoexilio y autocrítica permanente

Buero Vallejo se dirige a los estudiantes en un acto de homenaje al poeta Miguel Hernández en la Facultad de Filología y Letras de la Universidad Complutense de Madrid (1976). Detrás, de izquierda a derecha, los poetas José Luis Cano, Celso Emilio Ferreiro y José Hierro. FONDO DEL INSTITUTO CERVANTES

Se le atribuye a Camilo José Cela la mala especie de que, en el epicentro de la posguerra franquista, cuando ambos coincidían en tertulias contrapuestas en el Café Gijón, de Madrid, les decía, indefectiblemente, a sus compañeros de mesa: "Por ahí llega el señor Buero, que en paz descanse...". Con ser ambos de la misma quinta del 16 y académicos de la Lengua, es probable que el premio Nobel gallego y el premio Cervantes manchego sean abordados algún día como el más cabal contrapunto de literatos que ululaban con nombre propio en la seca pomada del franquismo. La diferencia de acogida en la conmemoración de sus respectivos centenarios, entre los fastos del autor de La colmena y el silencio caminando de puntillas en torno al autor de En la ardiente oscuridad, sin siquiera reposiciones reseñables de sus obras, es un claro síntoma de ese desajuste.

Ahora, la Fundación Santander acaba de dar a la luz Cartas bocarriba, Correspondencia (1954 - 2000), donde se recoge el estrecho y constante cruce epistolario entre Antonio Buero Vallejo (Guadalajara (1916 - Madrid, 2000) y su amigo, el mucho más olvidado escritor Vicente Soto (Valencia, 1919 - Madrid, 2011), exiliado en Londres. En ellas, se percibe su lado humano, bastante más lúdico y asequible (vinculado, acaso, a su paterno ascendente gaditano) de lo que reflejaba su aspecto circunspecto, y, sobre todo, que residió en el Madrid de la Dictadura como un auténtico autoexiliado?

El autor de Historia de una escalera tenía, en efecto, la tez macilenta en un rostro de parroquiano insomne. Fue, al parecer, la secuela que le quedó de los padecimientos en un rosario de presidios, entre sus 22 y 30 años de edad, hasta que (con más fortuna que Francisco Buero, su padre, un militar gaditano de grado medio, ejecutado en su destino de Guadalajara) le fue conmutada la pena de muerte, en el penal de Ocaña. No perdió el tiempo Buero Vallejo, cambiando paulatinamente su vocación de buen dibujante (como lo muestra su célebre retrato de su compañero de presidio, Miguel Hernández) por sus primeras letras dramáticas, para obtener un éxito fulgurante, apenas un par de años después de su salida, con su emblemática Historia de una escalera (premio Lope de Vega, en 1948). En aquella España de cartilla de racionamiento y con olor a naftalina y sal gorda, esa opera prima de Buero, compondría una trilogía de obras destacadas, con la novela La familia de Pascual Duarte, de Cela, y el poemario Hijos de la ira, de Dámaso Alonso. Demasiado brillantes los tres textos para ser ninguneados en su totalidad, pero demasiado crudos, en esos cerriles años cuarenta con olor a pólvora reciente ("Madrid es una ciudad de más de un millón de muertos?", dicen los celebérrimos versos del futuro director de la Academia) para ser digeridos y exhibidos sin poner a prueba a sus autores. Estos, con métodos más activos (Cela) o más pasivos (Alonso) se convirtieron en cómodos colaboradores del Régimen, mientras que el dramaturgo fue una especie de convidado de piedra todo el tiempo, más tolerado que asumido, como muestran sus cartas; o como si le hubiesen dado la condicional vitalicia, en aquel penal de Ocaña, un perenne pase per nocta en la larga noche del franquismo?

Cuando, en el verano de 1986, con motivo del premio Cervantes, le entrevisté en su modesta casa de un barrio bien de Madrid (con mucha toponimia de Generales en el callejero), de esas de madera noble crujiente y alargada y ascensor de férreas compuertas duplicadas, ya iba prevenido, por diversos colegas, de cómo sería el bis a bis. Bastante inmune al halago de los premios, se comprobaba que había endurecido su discurso crítico, tras la Transición, bajo modales, empero, bondadosos, aquel señor que con las persianas echadas hasta la penumbra en día soleado, recibía con pijama de hospital, bata escarlata, zapatillas de asilo y pipa en ristre. Se definió como alguien "jocoserio", aquel hombre de mirada compungida pero con un toque de humor voluntarista, una bien pertrechada ironía autodefensiva. Lo mismo que en su teatro, se mostraba en persona cáustico y solemne, pero dotado de una vitalidad más esperanzadora que esperanzada. Era, tal vez, la herencia gaditana del padre muerto, al que había velado y casi hasta sustituido en su largo presidio. Era como si lo que decían sus personajes -" Duda cuanto quieras pero no dejes de actuar", "Lo malo es tener razón a destiempo", etcétera- fuesen consejos a sí mismo?

De modo que "jocoserio". Tras el advenimiento de la Democracia, con sus propios reconocimientos y el acceso de sus obras al gran público, ¿en qué habían variado sus fijaciones como dramaturgo?, le pregunté. "Antes reflexionaba mucho más sobre la pobreza, y ahora me obsesiona hacerlo sobre la riqueza. En realidad, es lo mismo vuelto del revés. Pienso que el exceso de riqueza material es, sencillamente, una burrada. Una de las cosas en que compruebo que la humanidad se ha desaforado es en la provocación de que pueda haber ricos tan insondables por tanta riqueza como tienen y pobres tan insondables por tanta pobreza como los aplastan. Busco sondear ahora el problema acuciante de la forma de victimismo que, en realidad, revisten ambos".

En su teatro y en sus declaraciones se apreciaba cómo Buero Vallejo había forjado su madurez sobre la dubitación permanente. "El intelectual vuelve a enfrentarse con precarias condiciones. La crisis del mundo actual es tan honda, yo diría que terrorífica, que el intelectual se siente desconcertado", señalaba treinta años atrás, junto a observaciones que, en cierto modo, ahora nos suenan cándidas: "El único remedio contra el deterioro cultural es que la aventura humana continúe y vuelva otro Siglo de Oro". Y confesaba, sin embargo, que "a medida que pasan los años, voy disminuyendo en esperanzas de que las cosas vayan a mejor, porque ni siquiera sé si vamos a durar, si la aventura humana tiene o no los días contados".

Demasiado clásico para los vanguardistas, y viceversa, demasiado conservador para los progresistas, y viceversa, demasiado solemne para los irónicos, y viceversa, demasiado fatalista para los comediógrafos, y viceversa, y así sucesivamente, Antonio Buero Vallejo fue un dramaturgo que padeció la fatalidad de que su extremado sentido de la autocrítica, y del autoexilio, los demás se lo acabaron creyendo? Demasiado subversivo resultaba proclamar -tal vez para la España de cualquier tiempo- que "la tragedia no es pesimista. La tragedia no surge cuando se cree en la fuerza del destino, sino cuando, consciente o inconscientemente, se empieza a poner en cuestión al destino. La tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino". Pero mucho más -lo era y lo es- reconocer en voz alta lo que subraya uno de los personajes de 'Historia de una escalera': "Sólo los pobres saben que son pobres?".

Compartir el artículo

stats