Esto va de Bowie, pero les cuento. A principios de 1977, en plena efervescencia punk, estaba a punto de producirse uno de esos momentos gloriosos en la historia del rock que tanto gustan a los mitómanos. Los Sex Pistols, a la cabeza de ese movimiento revolucionario que tumbó los cimientos del rock and roll para volver a levantarlos sobre los escombros de una década anodina, expulsó a su bajista, Glen Matlock, porque, según la versión oficial, la de su inteligente y avispado manager, Malcolm McLaren, al músico de las cuatro cuerdas le gustaban los Beatles. Aquello era el punk, la génesis de una nueva era cultural y social fundamentada en la eliminación de todo lo anterior a base de dinamita. Los Beatles, los Stones, el rock sinfónico, los hippies y demás antiguallas debían arrojarse a la hoguera para que la música popular del siglo XX certificara su muerte y volviera de nuevo a la vida. Expulsado Matlock, y aquí llega ese momento glorioso en la historia, le sustituye Sid Vicious, un tipo sin técnica, adicto a la heroína, en apariencia un zote, que, pese a todo ello, acaba convirtiéndose en uno de los iconos reconocibles del siglo XX. Y todo porque Matlock, su antecesor, y volvemos a la fuente (McLaren), hablaba demasiado de Paul McCartney. El punk quería arrasar con todo. Con Lennon y Jagger; con Hendrix y Morrison; con Clapton y Page; con Waters y Townsend.

Y, por fin, a lo que íbamos: al único mito viviente al que jamás se atrevió a reprobar fue a David Bowie (Londres, 8 de enero de 1947 - Nueva York, 10 de enero de 2016), y, por extensión, a los otros dos miembros de la Santísima Trinidad protegidos bajo su manto estelar y, por consiguiente, intocables: Lou Reed e Iggy Pop. El punk reconocía así la indiscutible influencia del autor de Ziggy Stardust, como si se tratara de un padrino invisible que no podía ser nombrado por aquella panda de guerrilleros con cresta que azotaron las conciencias y cambiaron el rumbo de la música contemporánea. Bowie, el vampiro, estaba ahí para alimentar de sangre a una prole sedienta que lucía imperdibles y se paseaba por Chelsea y Camden Town exhibiendo una filosofía tan nihilista como inquietante en la Inglaterra de Thatcher: "No future". Habría cumplido 70 años y hoy se recordará el primer aniversario de su muerte. En su última cita con el calendario publicó su álbum póstumo, Blackstar, el vigésimo quinto de su dilatada carrera de artista del Renacimiento, reconocido de forma unánime como uno de los mejores discos de 2016. Una de las piezas de ese trabajo, Lazarus, aparece en todas las listas entre las cinco grandes canciones del año pasado.

Desde su desaparición se han escrito miles de terabytes alabando el rotundo legado artístico dejado por Bowie, pero no tanto de la influencia concreta del genio de Brixton durante las décadas siguientes a su irrupción en la industria en 1969, ya como David Bowie (obviamos sus inicios de quinceañero en el 62 con los Kon-Rads, los King Bees, Lower Third o The Riot Squad o su época mod, cuando todavía utilizaba su nombre de pila, David Jones).

Este artículo arrancaba citando al punk porque sin Bowie no habría existido. Aún etiquetado en el glam, y cinco años antes de que el punk naciera, el Duque ya había señalado el camino a las huestes de McLaren con Sufragette City, Rebel Rebel o Jean Genie. Un tipo como Morrissey, poco dado a la alabanza y de cuya lengua afilada no se ha librado nadie del gremio, admite que decidió dedicarse a la música cuando en julio del 72 quedó abducido ante la pantalla del Top of the Pops con la figura de aquel extraterrestre que se apareció como el alienígena junto a las Arañas de Marte. El jovenzuelo que una década más tarde entró en el Olimpo musical con The Smiths no fue el único al que Bowie cambió la vida. Otros coetáneos, como Bono o Robert Smith (The Cure), supervivientes por méritos propios de la festivalera y sobrevalorada década de 1980, también fueron testigos de aquella emisión. "Bowie era nuestro Elvis. Todos estábamos allí cuando nos señaló desde Top of the Pops, y nos sugirió que podía haber planes más interesantes en la vida que los que mamá y papá tenían en mente", dijo el líder de U2 hace un año tras conocer la muerte del creador de Aladdin Sane.

La influencia de Bowie ha sido constante desde que aquel advenimiento del 72 en TOTP le legitimara como major star del planeta rock. Ya se ha hablado de U2 y The Cure (Smith logró subirse al escenario con su admirado maestro el día que éste celebró su 50 cumpleaños y juntos cantaron Quickasand, del álbum Hunky Dory, uno de los preferidos del líder de La Cura), pero el pospunk más oscuro también le rindió pleitesía, desde Siouxsie & The Banshees a Joy Division y, sobre todo, Bauhaus (su versión de Ziggy Stadust es realmente sublime).

David Bowie ya se había transmutado en el pirata Halloween Jack años antes de que lo hicieran Adam Ant y toda la legión de nuevos románticos previa al synth pop, aquella generación ochentera de bandas post new wave que diseñaron su imagen a partir de la moda dictada por el de Brixton. Nombres como Human League, Steve Strange (Visage), Ultravox, Midge Ure, Duran Duran, Spandau Ballet, los Japan de David Sylvain, John Foxx o Depeche Mode, herederos la mayoría del sonido Kraftwerk y de la etapa berlinesa de nuestro protagonista, de los años de Low, Lodger y Heroes y luego de Scary Monsters.

Sus protegidos, Iggy Pop y Lou Reed, llevaron para siempre la marca del jefe. Con el primero compuso China girl y le produjo sus dos grandes discos, The Idiot y Lust for Life. El de Nueva York pudo volar solo después de pasar por sus manos, después de que Bowie produjera Transformer (1972), donde se incluía la canción más reconocible de Reed, Walk on the wild side.

En España

Los años 80 tampoco eludieron la tremenda influencia del británico. La Movida madrileña jamás habría existido sin Bowie. Alaska construyó su personaje a partir de él (salvo el nombre artístico, tomado de un tema de Lou Reed); Radio Futura lo recordaba en una versión de Marc Bolan ("David Bowie lo sabe y tu mami también..."); Parálisis Permanente publicó la mejor versión de Héroes del rock en español, y guardando las distancias, Tino Casal se convirtió en la versión asturiana del genio de Brixton.

Nadie se libró de su aura poderosa, como ningún adolescente que se haya colgado una guitarra puede librarse de la influencia de Keith Richards. Psychedelic Furs o Echo & the Bunnymen admitie-ron su agradecimiento eterno a Mister Jones, por más que los primeros rechazaran que Bowie les produjera sus discos a partir de 1984. Incluso un mercado tan impermeable a la influencia británica como el norteamericano que-dó atrapado por el alienígena. Hasta que leyeron los créditos, muchos fans de Nirvana pensaron que The man who sold the world era original de Kurt Cobain. Otro héroe de los 90, Marilyn Manson, adoptó la personalidad del extraterrestre acuñada por Ziggy Stardust. El brit pop lo acogió como gurú, sobre todo Suede y Placebo. En España, Bunbury volvió a reivindicarlo, y si escuchan Lady Blue les recordará inmediatamente a Space Oddity, en un guiño con toda la intención.

Santo y seña indiscutible de todos esos movimientos, el hombre de cuya muerte se cumple ahora un año acabó desmintiendo el lema oficial del punk. Había futuro y Bowie era su profeta.