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La banalidad del mal

Si Hannah Arendt nos hizo ver que la banalidad del mal eran las formas de buen burócrata con que Adolf Eichmann había actuado para cumplir escrupulosamente con su trabajo como le pedían sus superiores nazis, Stanley Milgram (1933-1984) elevó la apuesta al cubo en Obediencia a la autoridad. Con su famoso experimento demostró que las personas corrientes, libremente y sin coacción, somos capaces de infligir un alto daño a otras personas que no nos han hecho nada. Para ello únicamente es necesario que sintamos una relación de autoridad sobre nosotros.

Las técnicas y las víctimas cambian de guerra en guerra y de siglo en siglo, pero no el interrogante fundamental: ¿cómo puede ocurrir que personas decentes que se creen incapaces de hacer daño a otra persona sean capaces de hacerlo obedeciendo a una autoridad que consideran superior a ellas? La respuesta de Milgram es que nos faltan recursos para resistir a la autoridad, lo que supone una especie de tara en el pensamiento social.

Durante los años sesenta del siglo XX, este psicólogo social que había estudiado ciencias políticas, llevó a cabo un experimento que todavía revuelve el ambiente intelectual por la actualidad de sus conclusiones. Esas conclusiones las plasmó en los años setenta en el libro Obediencia a la autoridad. En él da cuenta detallada del estudio llevado a cabo en la Universidad de Yale. Para su experimento captó gente a través de una serie de anuncios-cebo, de modo que los participantes acudían engañados, pues pensaban que iban a ayudar en un estudio sobre el aprendizaje a través del castigo. Una vez en el laboratorio de la universidad, Milgram y su equipo los sometían a la prueba de soltar descargas eléctricas a otro participante -compinchado con ellos- cada vez que este se equivocara en las respuestas. Se suponía que las descargas alcanzaban un tope de escala de 450 voltios de potencia. El 65% de las personas que participaron en el experimento obedecieron completamente, llegando a completar la escala pese a que la "víctima" -en realidad no recibía descarga alguna- mostraba su desacuerdo y pedía ser liberada del experimento a partir de un determinado número de descargas, luego se quejaba, gemía y finalmente dejaba de emitir respuestas. Únicamente el 35% de los participantes encontraron elementos para resistir a la autoridad.

En una sociedad especializada y jerarquizada los individuos se someten a la autoridad porque son incapaces de actuar sin alguna directriz de los de arriba. A esto Milgram lo llama "estado agéntico", y con él el individuo queda alienado de sus propias acciones. El estado agéntico es el equivalente al "yo solo hago mi trabajo" o al "yo solo cumplía órdenes". En dicho estado el individuo se define como alguien que cumple los deseos de otros: el soldado, la enfermera, el empleado, etc. Las personas tenemos elección, somos nosotros quienes decidimos volvernos agénticos, pero en cuanto asumimos el rol es muy difícil parar el proceso.

Asusta pensar, como indica el propio Milgram, que "personas que en su vida cotidiana son responsables y honradas, quedan seducidas por los jaeces de la autoridad, por el control de sus percepciones, y por la aceptación exenta de toda crítica de la definición hecha por el experimentador", de modo que son conducidas a una situación en que pueden realizar acciones inhumanas.

Obediencia y autoridad es, sin duda, un libro que merece la pena por lo que enseña de la dualidad del alma humana.

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