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Argenta, la radiografía de un mito

Biografía íntima de una figura excepcional de la música española

Argenta, la radiografía de un mito

Los más famosos directores de orquesta se han caracterizado, a lo largo del siglo XX, y lo que llevamos del presente, por una capacidad de liderazgo que no se ha limitado exclusivamente a sus valores musicales. Los grandes maestros han sabido tener una dedicación y una entrega a la música apasionada más allá de los muros de los auditorios o los teatros líricos. No fueron, en el pasado siglo, demasiado abundantes las figuras españolas de presencia internacional en este ámbito. Más bien al contrario. Pero, sin duda, una estrella brilló con luz propia en el firmamento musical europeo, a pesar de tenerlo casi todo en contra: Ataúlfo Argenta (1913-1958), el músico de Castro Urdiales que, con su personalidad arrolladora, logró una presencia y una autoridad internacional verdaderamente apabullantes en las décadas posteriores a la Guerra Civil española. Pese a las reticencias de sectores del búnker franquista, que nunca olvidaron sus trabajos para la República algo que, de una u otra manera, le pasó factura.

Un magnífico estudio sobre su figura lo realizó en su tesis doctoral (posteriormente publicada por el Iccmu en 2008) el director de orquesta y musicólogo ovetense Juan González-Castelao. Ahora Galaxia Gutenberg edita Ataúlfo Argenta. Música interrumpida, un apasionado estudio de Ana Arambarri que cuenta entre sus alicientes el acceso a ciento cincuenta cartas entre el maestro y su esposa, Juana Pallarés, y también la cercanía de la propia autora a la familia Argenta.

El libro se centra en Argenta y en su contexto vital. Otras misivas especialmente atractivas que se recogen son las intercambiadas entre Joaquín Rodrigo y Federico Sopeña, llenas de intrigas para controlar el mundo musical español devastado por la Guerra Civil y diezmado por el exilio de muchos compositores. En la caverna del franquismo más profundo intentan imponer sus criterios en un país en el que ya no estaban ni los miembros del Grupo de los Ocho, ni Falla, ni Segovia, Cassadó o Esplá, por citar sólo algunos nombres de un largo listado. En ese contexto, la carrera de Argenta vence todos los obstáculos y se erige como valor indiscutible, tanto para la difusión exterior de la música española como por su capacidad de traer a España a los mejores intérpretes internacionales e introducir la música contemporánea en su intenso trabajo con la Orquesta Nacional de España (ONE). Reivindica asimismo la música de compositores entonces aparcados en nuestro país como Mahler o Bartok o la de Salvador Bacarisse, afiliado al Partido Comunista, y del que estrena obras en París.

Entre el músico ilusionado que nace en una familia con pocos recursos y en un país de escasa cultura musical -¡qué poco hemos cambiado en esto último!- hasta su muerte accidental (en el garaje de su chalet acompañado por su amante y alumna, la joven pianista Sylvie Mercier), hay una biografía apasionante que está integrada en los avatares de nuestra propia historia. Recorre Arambarri con minuciosidad su periodo de formación plagado de apuros económicos, desde su primer concierto de piano en Castro a los doce años.

La marcha a Madrid, el noviazgo con Juana Pallarés, su compromiso en la capital, durante la Segunda República con la Orquesta Proletaria de Madrid y la necesidad de complementar sus escasos ingresos tocando en cafés. Se resalta su carácter emprendedor, su inagotable capacidad de trabajo y su vehemencia en la búsqueda de los más altos ideales artísticos, algo para él irrenunciable. Nunca entendió la violencia por su talante profundamente liberal y respetuoso con las ideas de los demás -de hecho le horrorizó presenciar el incendio de la iglesia de San Luis-.

El estallido de la Guerra Civil sorprendió a Argenta en Segovia y fue alistado en el bando nacional. Superó, en pleno conflicto, una tuberculosis y una serie de delaciones lo llevaron a la cárcel por rojo y colaboracionista con la República. Su primera hija, Ana María, nacería en Gijón, donde residía la familia de su esposa, ya que el padre de Juanita, el pintor Fernando Pallarés era director de la Escuela de Artes y Oficios de la ciudad.

En el ambiente de privación de la posguerra consiguió seguir su formación en Alemania y allí se abrió un mundo nuevo para él, quedando poco a poco atrás el pianista y naciendo el director de orquesta. Impulsa la Orquesta de Cámara de Madrid y graba en disco más de ochenta zarzuelas, trabajos que, a día de hoy, continúan siendo de referencia para el género. Luego llegaría la titularidad en la ONE y, poco a poco, su presentación con la mejores orquestas europeas, algo nunca visto hasta entonces con otro maestro español. Fue, además, pieza clave en la creación de los festivales de Granada y Santander, pensados al modo de las más relevantes citas europeas. De hecho, en la plaza porticada de la capital cántabra llegó a dirigir el ciclo de las sinfonías beethovenianas que movilizó a miles y miles de aficionados y que todavía se guarda en la memoria de la ciudad como un hito. Toda su vida, recogida en este estudio con pulso novelístico, estuvo marcada, además, por una salud frágil que no le impidió seguir firme en sus objetivos.

A su muerte, recogida en los más importantes periódicos europeos, el diario francés Le Figaro escribió: "A los 44 años había conquistado un lugar de privilegio en primera fila de los directores internacionales". De hecho, ya tenía cerrado su contrato para ser titular de la Orquesta de la Suisse Romande en Suiza. No pudo ser y, de este modo, quedó interrumpida una trayectoria que apuntaba a lo más alto y que, probablemente, hubiera dado otro peso a la música española de la segunda mitad del siglo XX.

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