La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

LIBROS

Juan Rulfo y el páramo del alma

El 16 de mayo se cumple el centenario del nacimiento del escritor mexicano, que rayó con dos obras maestras la literatura universal

Juan Rulfo y el páramo del alma

La obra de Juan Rulfo se lee como un paisaje y, cuando uno se mira en el espejo del territorio, comprende mejor el páramo del alma. "Rulfo parece hablar desde la pura esencia de la tierra. Como si nos pusiera entre las manos un terrón y nos dijera: Toma, esto es lo que puedo darte", reveló la escritora mexicana Elena Poniatowksa, una de las escasas privilegiadas que perforó la soledad de Rulfo y conversó con él más allá de sus libros. "Y eso que para eso de las entrevistas Rulfo es como los arrayanes y naranjos que se dan en Comala", señaló la autora. Así reza una de las líneas de Pedro Páramo, obra cumbre del narrador del viento: "Allá en Comala, he intentado sembrar uvas; no se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces".

Cuenta Poniatowska que, cuando le formuló a Rulfo la primera pregunta, en enero de 1954, quedó aguardando media hora su respuesta. En una ocasión, una admiradora entusiasta se acercó en una cena y le preguntó: "Señor Rulfo, ¿y qué siente usted cuando escribe? Y casi sin levantar los ojos, Rulfo gruñó: "Remordimientos".

El próximo 16 de mayo se cumple un siglo del nacimiento de Juan Rulfo (Jalisco, 1917- Ciudad de México, 1986), de nombre completo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. "Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos, como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo", manifestó el autor desde su ingenio inmanente. Una introducción biográfica que pone de manifiesto la manera en que el imaginario de Rulfo entreteje realidad y fantasía, siempre a ras de la tierra.

Sus personajes vivos y muertos recorren los horizontes finitos de campesinos y cristeras de México, deshaciendo las fronteras entre lo real y lo irreal, para explorar esa única posibilidad ilusoria entre el paraíso y el infierno: el alma. A su paso, Pedro Páramo o Susana San Juan levantan la polvareda seca de las tierras mexicanas baldías y, al disiparse la nube de calor y cenizas que se cuela en los ojos del lector, sus paisajes desnudan la soledad y la tristeza que padecen todos los hombres. "La tierra, ese valle de lágrimas", reza otro de los pasajes de Pedro Páramo, pues "hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo e intuido, pobre y flaco, como todo lo viejo". Y esa quietud devastadora que exuda y alisa la orografía de Comala es el mismo soplo de aire que ventila la soledad de su autor.

A su llegada a Ciudad de México en 1933, Rulfo trazó muy joven sus primeros esbozos literarios; trasuntos de experiencias reales ficcionadas en los que, en sus propias palabras, "más bien trataba de expresar cierta soledad". "Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás. Y mi obra surge como una especie de diálogo que hacía yo conmigo mismo. Algo así como querer platicar un poco con la soledad. El escritor no desea comunicarse, sino que quiere explicarse a sí mismo", expuso.

El diálogo poético que brindó al mundo cristalizó en sus ejercicios como escritor, guionista y fotógrafo, pero, sobre todo, Rulfo rubricó un capítulo de la historia de la literatura contemporánea en castellano como autor de dos obras maestras que fueron casi sus dos únicas obras, El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Después, se sumió en el silencio, acaso para no perfeccionar una bibliografía perfecta o porque, "en lugar de crecer hacia arriba, le bastó crecer para adentro, como la raíz del chinchayote", anotó Poniatowska. Pero esas 325 páginas "rayaron de una vez por toda la literatura mexicana".

Tanto El llano en llamas, que reúne 17 relatos, como la novela Pedro Páramo, que rebasa apenas las 100 páginas, nacen de las raíces de la tierra, pero trascienden los límites del espacio geográfico concreto, un árido pueblo mexicano herido por el aislamiento, para hablar de todos los pueblos y almas del mundo en cualquier tiempo detenido. Su lenguaje espeja el habla y latir íntimo de sus paisanos, como una forma de registrar su identidad, pero barnizado con el realismo mágico que envolvería 12 años más tarde Cien años de soledad, de García Márquez (1967).

Esa aproximación desde lo fantástico a la realidad humana más descarnada convierte la obra rulfiana en una ficción literaria muy real, que cartografía la miseria de los pueblos remotos del México más pobre y profundo, que se busca a sí mismo entre el mito, la violencia y la desesperanza. "Cada uno expresa su región", afirmó Rulfo. Pero en palabras de Carlos Monsivais, la radiografía de los escenarios rulfianos también aloja "la envoltura de una vasta experiencia histórica, la memoria colectiva que ilumina una narrativa".

La soledad de Comala

El germen de El llano en llamas y Pedro Páramo afloró cuando Rulfo regresó 30 años después al pueblo donde vivía, al pie de la sierra madre, y lo encontró deshabitado: de 7.000 u 8.000 habitantes apenas quedaban 150. "Cuando llegué las casas tenían candado. La gente se había ido, así. (?) Entonces comprendí yo esa soledad de Comala", escribe. La etimología de Comala deriva de comal, un recipiente de barro donde se calientan las tortillas y que se ponen sobre las brasas. "Comala: lugar sobre las brasas de la tierra", donde "todo parece estar a la espera de algo".

Esa soledad alejada del resto del mundo fue la inspiración de Rulfo para desenhebrar "ese hilo aún enlanado" en su páramo interior. Y con estos mimbres, el escritor teje con un lenguaje contenido y personal, entrañable, sonoro y violento, medido con la palabra precisa, la atmósfera sombría, fantasmagórica y misteriosa de Comala, pueblo muerto sometido a un cacique, donde "la gente bebe sueños" y "no hay "esperanza de esperanza" pero, sin embargo, hay búsqueda, sobre todo, de uno mismo, como en toda la literatura.

Pese a lo exiguo de su obra, cada cuento de Rulfo es como la habitación de una casa, que aloja sus propias luces y aromas, con personajes que penetran y desaparecen volatilizados como las nubes. La puerta que conecta El llano en llamas con Pedro Páramo es el relato Luvina, el último cuento del primero y que allana el camino que desemboca en ese inicio antológico: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo". " Luvina me dio la clave de Pedro Páramo", reveló el escritor. "Luvina y Comala son simplemente el frente y el revés de la misma realidad. Si en la primera encontramos a sus pobladores vivos, a pesar de sobrevivir agarrados apenas con las uñas a la desesperanza, en Comala todos sus habitantes están muertos. San Juan Luvina es el purgatorio, Comala es el infierno".

La tristeza de Luvina

Ambas lecturas del paraíso infernal, o viceversa, se articulan a partir de un protagonista-testigo que narra su visión del mundo, como un monólogo en voz baja que reformula el relato de la miseria a través del paisaje como metáfora o, incluso, metonimia. "Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la risa, como si a toda la gente le hubieran entablado la boca. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve pero no se la lleva nunca".

Y sin embargo, Luvina es un pueblo que existe realmente en la Sierra Juárez del Estado de Oaxaca, un lugar glacial de encinas y coníferas acuciado por la precariedad, cuya resignación e inmovilidad inspiró al relato más lírico de Rulfo. "San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que ahí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades". Entonces, la idea germinal de Pedro Páramo, que mira a la vida desde la muerte, ya rondaba la cabeza de Rulfo. Su punto de partida era un hombre a quien, antes de morir, se le despliega antes sus ojos la visión de su vida. "Yo quise que fuera un hombre ya muerto el que la contara y que forja sus relaciones con los demás personajes, que también han muerto". Al fin y al cabo, el pueblo de Comala es un pueblo muerto, "como si nunca lo hubieran oreado al sol".

Desde 1936, Rulfo trabajaba como agente de inmigración en la Secretaría de Gobernación de D. F. "Sí, pescaba extranjeros (?) una tarea policíaca", confesó. "Pero había leído mucha literatura española y quería leer algo que no estaba escrito y no lo encontraba (?) sentía que sólo existía esa obra inexistente y que tal vez la única forma de leerla era que yo mismo la escribiera". Y quiso hacerlo sobre el pueblo donde descubrió la soledad y el silencio y, para ello, tuvo que hacerlo con un realismo que no existe, con hechos que nunca ocurrieron y gente que nunca existió.

Al respecto del realismo mágico de su obra, en su disertación El desafío de la creación, Rulfo defiende que "uno de los principios de la creación literaria es la invención". "Todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad de las cosas conocidas". Y esa imaginación es una trasposición de hechos: Rulfo conocía una realidad doliente que quería que otros conocieran. "La trasposición no es una deformación, sino el descubrimiento de formas especiales de sensibilidad", asevera. Y desde sus ficciones, Pedro Páramo y Luvina destapan los mecanismos de un sistema gubernamental que mira a otro lado ante el desgaste y abandono de sus pueblos y que persiste en el México actual. "No sabemos nada es de la madre del Gobierno", reza un pasaje de Luvina. "Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre".

Y para ligar el lenguaje a la tierra, evitando el barroquismo, las divagaciones y engalanamientos, agarró unas enormes tijeras de podar y fue quitando "toda la hojarasca hasta convertir El llano en llamas y Pedro Páramo en un árbol escueto". "Creo que en mi lucha por apartarme de las complicaciones verbales he ido a dar a la simpleza", escribió. "Creo que me estaba llenando de retórica por andar en la burocacia y no era como yo quería decir las cosas. Entonces, ejercitándome, para liberarme de ese lenguaje retórico, un poco ampuloso y hasta garrafal, escribí en forma más simple, con personajes más sencillos. Claro que fui a dar al otro lado, hasta la simpleza total".

Y bajo los prismas de la fábula, tomó de la mano a sus personajes, y luego, se eliminó a sí mismo para permitir que volaran libremente, y que el lector llenara por sí mismo los vacíos, que abriese la puerta que separa a los vivos y los muertos, las miserias y los sueños. La gran verdad de la mirada onírico-realista del escritor mexicano se resume en la máxima siguiente: "Yo tengo el pálpito de que la ficción va a ganar, por más real".

Con todo, el hecho más insólito en la trayectoria de Rulfo es que, tras la publicación de sus dos obras maestras, a la que sucedió únicamente la novela El gallo de oro (1980), el autor se sumió en el silencio. Este lento fundido a negro, 30 años antes de su muerte, trazó el mito alrededor de su carácter huidizo y reservado. En este intervalo, bosquejó creaciones futuras y apuntaló la novela La cordillera, pero que nunca vio la luz porque "la cordillera se alargaba demasiado, se me iba de las manos esa cordillera y los personajes se me acartonaban demasiado".

Aunque cultivó su relación con el cine y la fotografía, donde plasmó su imaginario de mujeres enlutadas, campesinos, indios, ruinas y campos resecos, su vertiente literaria cruzó la puerta al mundo de los fantasmas. Sin embargo, Rulfo escribió lo modular de su obra, si entendemos que "los novelistas son escritores de un solo libro con variantes", como indica el escritor Fernando Benítez. En 1970, Rulfo recogió el Premio Nacional de Literatura y, en su discurso, expuso que: "El hombre es una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y me siento así en este instante". Tal vez el ruido de la fama, para un jardinero del silencio, alteró una soledad permeable pero necesaria para seguir creando. Y lo abocó el mutismo total. "Traía un gran vuelo pero me cortaron las alas", le confesó a Benítez. Y Rulfo puso candados a su creatividad, como en las casas de Comala, pero medio siglo después, el aleteo de su silencio hecho palabras aún conmueve el páramo del alma.

Compartir el artículo

stats