Que dos actores tengan que interpretar a doce personajes supone todo un reto, pero si además tienen que hacerlo sobre un escenario desnudo el desafío alcanza tales proporciones que muchos considerarían que se trataría de algo imposible antes de ver a Blanca Portillo y José Luis García-Pérez estar a la altura de semejante lance en El cartógrafo.

¿Es cierto que un cartógrafo anciano e inhabilitado realizó un mapa del gueto de Varsovia únicamente con la ayuda de su pequeña nieta que a diario salía a la calle a memorizar calles y edificios que luego le describía? En realidad la autenticidad de la historia es algo que importa bien poco cuando se asiste a la representación de una obra que supone una profunda reflexión acerca de la cartografía como herramienta del poder y la memoria como única manera de vencer el olvido.

Alrededor de la ciudad de Varsovia los personajes aparecen y desaparecen según van pasando los años, del presente saltamos al pasado y volvemos a la época actual en un viaje a través del tiempo y la memoria de manos de nueve de personajes que interpreta José Luis García-Pérez y tres que recrea Blanca Portillo.

La pareja de un funcionario de la embajada española en Varsovia recibe desde el fondo de las fotos antiguas de una exposición la llamada de revisitar el pasado para tratar de reconstruir a través de una multitud de fragmentos desperdigados el espejo roto de la memoria en el que contemplar al cartógrafo y su nieta. A partir de ahí buscará el mapa que le llevará al interior de sí misma.

La versatilidad actoral que ambos actores demuestran es sorprendente y llega a convertir la escena en el escenario, nunca mejor dicho, de un auténtico duelo en el que cada uno trata de sobrevivir al despliegue de talento del otro. ¿Quién gana? Es difícil decirlo, pero quizás García-Pérez sobreactúe cuando se pone en la piel del anciano.

Juan Mayorga sorprende con una obra minimalista en su puesta en escena pero excesiva en su duración, porque en ocasiones tenemos la sensación de que hay prolongadas conversaciones e incluso silencios que no aportan nada y de los que hubiera sido mejor haber prescindido.

Al final una pregunta de enorme actualidad queda en el aire, ¿Se puede vivir tranquilamente en un presente que se extiende sobre un pasado lleno de víctimas? Es posible que esta obra se haya escrito sin ninguna intencionalidad política, pero después de verla es imposible recordar la labor de quienes tratan de recuperar la memoria de lo sucedido durante la Guerra Civil y la Dictadura en un país dirigido por un político que recomienda mirar únicamente al futuro.