En 1969, año de producción de Los escondites, el filme más personal y desconocido del cineasta vasco Jesús Yagüe (Portugalete, 1937), la censura franquista aún conservaba su plena vigencia en todo el país, especialmente en el ámbito de la cultura ante el que, por razones más que obvias, sus responsables se mostrarían siempre particularmente recelosos. Las películas, desde las más populares a las más densas y poderosas, desde las más ligeras e insignificantes a las más trascendentales, seguían sometidas a un lento y proceloso calvario administrativo que no siempre concluía con la obtención de la preceptiva licencia de exhibición, sino, por el contrario, con una enmarañada red de despropósitos cuya finalidad no era otra que la de coadyuvar a su invisibilidad en todo el territorio nacional, cosa que se logró con esta insólita e inclasificable rareza fílmica que ahora reemprende el vuelo gracias a su distribución nacional en el mercado del DVD, tras casi cincuenta años desaparecida de la faz de la tierra. No es un caso excepcional, como podría inferirse de un análisis pormenorizado del papel fiscalizador que ejercieron en este país los censores del régimen durante décadas, pero sí un dato más para justificar una amplia operación de rescate encaminada, como sería de desear, a la reparación de viejos filmes nacionales estigmatizados in illo tempore por la Administración o por los propios gerifaltes de nuestra industria.

Pues bien, ni siquiera Televisión Española, que tiene a gala ser la cadena generalista que más atención le ha prestado y le presta al cine nacional, la ha programado nunca; tal vez porque el foco de su interés en este terreno esté puesto más en la sobreexplotación de los subproductos de fácil digestión que tanto proliferaron en nuestro país entre las décadas de los años sesenta y setenta, es decir, películas de regusto casposo y con la audiencia popular garantizada, que en rescatar del ostracismo piezas artísticas de la magnitud de Los escondites. Sea como fuere, lo cierto es que la película, como otras que aún aguardan su rescate del profundo pozo del olvido al que las ha confinado la represión política, por un lado y el silencio mezquino y cómplice de cierto sector de la industria, por otro, se aleja considerablemente de los paradigmas narrativos y argumentales del cine español de la época. Y eso, en el contexto de un país tan reacio a las innovaciones, tiene muchas veces su precio, como queda patente en el triste historial que precede a este inclasificable filme.

Los celosos "protectores" de la moral dominante, reunidos en torno a las temibles Juntas de Censura, se esmeraban por dar la nota más aguda mientras se trataba de sabotear la carrera comercial de una película, aunque estuviera previamente autorizada, que traspasara las fronteras de la corrección política. Pero, desgraciadamente, éste no sería el único escenario en el que Yagüe se vería forzado a lidiar en su intento por lograr que su película, ajena por completo al mainstream del momento, encontrara un exhibidor que se la estrenara, a pesar de haber sido seleccionada para participar en la extinta Semana de Cine de Autor de Benalmádena, compartiendo cartel ese mismo año con El desastre de Annual (1970), de Ricardo Franco, otra película malograda por la acción inmisericorde de la censura, y de disfrutar de los parabienes del todopoderoso José María García Escudero, director general de Cine en aquellos años.

Las precarias condiciones técnicas y financieras con las que se rodó la película, así como los continuos desajustes entre Yagüe y parte de su equipo también contribuyeron a gafar la carrera comercial de un filme fuera de norma, imaginativo, inquietante y provisto de un aliento poético poco frecuente en el cine español de la década de los sesenta, mucho más implicado en sacarle el máximo rendimiento industrial a la tímida apertura que comenzaba a despuntar en el horizonte que en sumergirse en veleidades creativas de muy corto recorrido comercial.

Estreno a hurtadillas

La película, estrenada casi a hurtadillas en un viejo cine valenciano tres años después de su producción e ilustrada por una banda sonora de Juan Pardo, describe las vicisitudes de Jorge, un niño huérfano que asegura haber mantenido contacto con sus difuntos padres en los alrededores del sombrío caserón de sus abuelos.

Pero será sólo su tía Amelia (Berta Riaza), recluida en una oscura habitación de la mansión familiar desde la muerte de su novio, el único miembro de la familia con el que podrá compartir una abierta y sincera complicidad en un tema que su rígida y autoritaria abuela, interpretada por Ana María Noé, intentará siempre evitar en medio de un clima tenso e inquietante al que se suma Terele Pávez en el papel de una indómita y desinhibida criada con la que Jorge también terminará estableciendo una sólida relación de connivencia frente al asfixiante clima reinante.

La turbia y malsana atmósfera en la que se desenvuelven los personajes, muy afín a la que provocaron Jack Clayton en Suspense ( The Innocents, 1961) o Alejandro Amenábar, treinta y dos años más tarde, en Los otros ( The Others), constituye el principal logro de esta modesta pero bizarra producción de un cineasta que, pese a arrastrar un currículo profesional no muy brillante con títulos tan anodinos como Megatón ye-ye (1965), Más fina que las gallinas (1976), Cara al sol que más calienta (1977) o Préstame tu mujer (1981), tuvo el coraje de afrontar proyectos arriesgados en la España tardofranquista como Los flamencos (1966) o, sobre todo, Los escondites.