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Cómo se forjó la oscuridad

Laurence Rees construye un diáfano relato del Holocausto con las voces de víctimas y verdugos

Hemos leído, leemos, leeremos para intentar comprender. El matiz es decisivo. Intentar comprender. Porque lo que aquí se dirime es tan resbaladizo como resbaladiza resulta la cuestión acerca de la existencia de una posible naturaleza humana. Hemos leído, leemos, leeremos a los que estuvieron allí y sobrevivieron para contarlo. A Antelme, a Levi, a Rousset. Hemos leído, leemos, leeremos a los que, sin haber estado allí, han dedicado su vida a explicar lo sucedido. A Agamben, a Hilberg, a Kershaw.

Laurence Rees, uno de los grandes nombres de los estudios en torno al nazismo, ha construido su reputación como historiador del Tercer Reich mediante una serie de títulos a los que suma su labor divulgativa desde la BBC. El Holocausto, su última obra hasta la fecha, supone un nuevo hito en una trayectoria de gran relevancia y sumamente apreciada. En la estructura de este trabajo se advierte la labor de Rees como experto en el medio televisivo. La diafanidad de su relato impide cualquier distracción. No hay digresiones vacuas ni elucubraciones conspirativas. No hay vaguedades abstrusas ni hipótesis paranoicas. Rees propone una ordenación lineal, que rastrea la elucidación del imaginario racial nazi y su escuela de odio desde la juventud de Hitler hasta el derrumbe de 1945. Los criterios para transparentar esta pedagogía siniestra son claros y eficaces, casi cartesianos: acudir a las fuentes y escuchar a las víctimas y a los verdugos. De hecho, una de las claves de esta novedosa aportación de Rees a la historiografía del genocidio se funda en la presencia de testimonios hasta la fecha desconocidos procedentes de personas que vivieron, como pacientes y como agentes, la experiencia nazi.

Por El Holocausto desfilan las voces de judíos holandeses y húngaros, alemanes y polacos, franceses y griegos. También hablan miembros de los Sonderkommandos, burócratas de los campos, convencidos eugenistas. Todos ellos muy jóvenes durante el desarrollo del drama, su testimonio resuena más de medio siglo después como una advertencia que no llega desde los remotos palacios de la Historia, sino desde la época de nuestros abuelos y padres, brotando del corazón de una Europa que, depauperada tras la Gran Guerra, dio pábulo a una aberración que se fundaba sobre una literatura absurda y un resentimiento formidable, hasta operar, mediante el matrimonio del adoctrinamiento y el carisma político, una de las mayores operaciones de fanatización colectiva que se conocen.

Más allá de lo abrumador de los datos manejados por Rees, esta es la faceta más reseñable, y la más urgente de atender sin duda, de un libro como El Holocausto, su demostración de que el nacionalsocialismo no fue el sueño de un loco y de sus adláteres, sino la secuencia perfectamente ordenada de acontecimientos dueños de una lógica interna que condujeron hasta un abismo que la filosofía no ha logrado resolver todavía y es dudoso que consiga resolver nunca. En efecto, ¿a qué podemos seguir llamando humanidad después del nazismo? Rees es consciente de que la importancia de su libro, dentro de una bibliografía abundantísima, está ligado a la presencia de esos testimonios de quienes conocieron la realidad de las deportaciones, los campos y los crematorios no como datos en los libros de texto, sino como marcas de agua que impregnan sus biografías.

Es imposible por ello separar la parte histórica del estudio de Rees, lo que posee de diagnóstico de una cadena casual precisa, de algunas de las lecturas más desgarradoras de la experiencia nazi. Así, por ejemplo, no he podido sino recordar a Jean Améry, quien dejó escrito en una página memorable de Más allá de la culpa y la expiación: "Es un derecho y un privilegio del ser humano no mostrarse de acuerdo con todo acontecimiento natural y, en consecuencia, tampoco con la curación biológica provocada por el tiempo. Lo pasado, pasado está: esta expresión es tan verdadera como contraria a la moral y al espíritu. El hombre moral exige la suspensión del tiempo; en nuestro caso, clavando al malhechor en su fechoría". Esta imposibilidad ya no del perdón, sino del olvido, late vigorosamente en muchos de los testimonios, nacidos de la experiencia de hombres y mujeres que, en la mayoría de los casos ancianos cuando fueron entrevistados por Rees, al echar la vista atrás apenas alcanzan a sentir una confusa vergüenza. Claro que al hilo de la lectura de El Holocausto, y sin duda desmintiendo mi señalada prevención ante cualquier posible definición de lo que sea la naturaleza humana, también ha acudido a mi memoria la sentencia programática que en 1932, un año antes de que Hitler ascendiera al poder, Céline propuso en su clarividente y nunca igualado Viaje al fin de la noche: "La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida".

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