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El joven airado y el viejo iracundo

La misoginia en 'Stanley y las mujeres', de Kingsley Amis, no empaña una buena novela

El joven airado y el viejo iracundo

No hay redención posible en el más polémico libro de Kingsley Amis, que ha tenido la gentileza de publicar traducido al castellano la editorial Impedimenta. Stanley y las mujeres es la gran novela de un old angry young man, tan llena de imperfecciones como la propia ira que destila. Su tesis central no son las relaciones femeninas desafectivas de Stanley, sino la preocupación de un padre por su hijo, un ser a la deriva de los tiempos más esquivos. Sin embargo, el incesante bombardeo de quejas del protagonista sobre las mujeres de su vida puede hacer parecer que la misoginia lo eclipsa todo. De ser así tampoco resultaría suficiente munición para restarle méritos a una obra estupendamente escrita tan poderosa como conmovedora en algunos momentos.

Cuando Stanley y las mujeres vio por primera vez la luz, las feministas la calificaron de repulsiva. Algunos editores en Estados Unidos pusieron pegas para publicarla. Kingsley Amis comentó con cierta resignación irónica, que si en el Reino Unido la reacción no había sido tan furibunda era porque las feministas británicas no estaban tan locas como las americanas, aunque agregó que intentaban ponerse al día. Puede que en el momento en que escribió la novela, Kingsley ejerciese la "misoginia programática" que le atribuiría más tarde su hjo Martin. Habría también que valorar el contexto, reciente la ruptura con su segunda esposa Elizabeth Jane Howard. Pero llamarlo misoginia es seguramente quedarse corto o pecar de simpleza: indudablemente se trata de un aullido prolongado de desilusión del hombre que había invertido todo su amor en la mujer equivocada, como diría años después Anthony Powell, el último de los grandes novelistas que sobrevivió a todos lo de su generación.

Los detractores de Amis esgrimían que el pulgar del autor siempre está en la balanza de la ficción. Los libros no se escriben a sí mismos, los personajes tampoco dictan sus acciones, por mucho que quienes los crean se sientan esclavos de la inspiración. El escritor hace que hagan y digan cosas para lograr algún efecto intencionado, ya sea para avanzar en la trama o en la didáctica. Es el caso de Stanley Duke, el gerente publicitario de una revista semanal, agobiado por la esquizofrenia de su hijo Steve, y por las mujeres que le rodean. La creación no puede perder de vista a todos los misóginos o renunciar a implicarlos en la ficción cuando en la realidad existen. Una obra sólo puede ser juzgada por el interés artístico. Kiko Amat, en el prólogo de la novela, pone el ejemplo de los ejemplos, quizás el más extremo de todos por su trascendencia literaria. Se trata de Viaje al fin de la noche, de Céline, una de las más colosales novelas de todos los tiempos, "aunque de vez en cuando mencione a prestamistas de nariz larguirucha y atufe a indocumentado antisemitismo de pueblo y racismo paranoico". Sin entrar, naturalmente, a compararar a Amis con Céline, también hay algo de eso en el autor de Stanley y las mujeres, una obra ácida y a la vez bienhumorada dado que no se le puede negar su gran sentido del humor. De ser uno de los jóvenes airados (angry young men) de su generación, Kingsley pasó a ser un viejo iracundo. Pero jamás declinó su talento.

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