La Provincia - Diario de Las Palmas

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El retorno a la Ítaca sin nostalgia

El artista cuenta que la primera visión de la perfección le fue revelada ante la contemplación de la construcción de las hélices de los barcos

'Jano' (2017). UNIDAD MÓVIL

Hubo un tiempo que la isla del Hierro fue considerada el Finisterre occidental del mundo conocido. Ahora, el Finisterre deviene metáfora apropiada para celebrar, en la Galería Marlborough de Madrid, una gran Apoteosis de la escultura de Martín Chirino (1952 a 2018), autor que ha llevado al hierro forjado hasta los extremos mismos de la expresión plástica. Fiel a su compromiso con la creación regulada y científicamente construida, el artista canario ha logrado mantener, a lo largo de una fecunda y extensa trayectoria, lo que podríamos calificar de "ética de la forma". Ética que, sin duda, conduce a todo auténtico creador a un trabajo infinito y mensurado. Ha sido éste, un compromiso que, en el escultor canario, equivale a un dejar que la propia forma despliegue dentro de sí misma, libremente, todo el potencial germinativo encerrado en las entrañas de su materia. Martín Chirino ha dejado fuera de la forma plástica todo el esfuerzo que ha necesitado para que la obra surja sin violencia ni tensión. Se ha dicho que el vuelo y el dinamismo caracterizan su obra escultórica, pero también es cierto que pocas veces el hierro forjado ha llegado a ser portador de "serenidad, orden y segura honradez espiritual" (Antonio Bonet).

La estrecha familiaridad que el artista ha mantenido siempre con las técnicas del forjado, hasta el punto de que nada de su naturaleza le fuera ajena, le ha permitido, a su vez, controlar cada movimiento y resistencia de la materia. La obra acabada, surgida de sus manos, elimina en su aspecto externo todo factor aleatorio y todo elemento superfluo. Como buen "maestro artesano", su ritmo vital, su respiración y los latidos de su corazón se han movido al unísono, en un constante ritmo, cada vez que el martillo percutía en la superficie incandescente de sus hierros. Por eso, no es casual que sus piezas estén imbuidas de esa cadencia viviente, de esos sonidos habituales en la forja (el martilleo, el aventar del fuelle, el trepidar del fuego), como elementos de una música primigenia, surgida de la fragua de Tubalcaín, el herrero legendario, padre bíblico de la música mundana. Pero también, es la música de los vientos alisios, del romper de las olas, del aleteo de las gaviotas y del estruendo de los volcanes de sus islas oceánicas. En alguna ocasión ha señalado que sus esculturas se encuentran más cerca de las humildes herramientas del arado y de la reja, que de cualquier otro noble instrumento: "en la línea de lo útil elevado a símbolos", como acostumbra decir. Martín Chirino dibuja, ve y proyecta con hierro. Como herrero singular alimenta sueños de hierro. Escucha el hierro propagar su fuerza a través de los espacios domeñados. Conoce el alma compleja de este metal. Cuando contempla el color de la llama, enseguida ve la forma y la textura de su obra posterior.

Para Platón, la belleza consistía en la simetría y en la armonía, de ahí que la geometría impusiera el orden y la perfección a toda criatura como meta final; lo que equivalía a fijar en la sencillez la ley fundamental del principio formativo. Ese ideal de simplicidad de la forma bella, que Winckelmann atribuía a la escultura griega como signo inequívoco de su grandeza, Martín Chirino lo ha convertido en el motor legitimador de su quehacer artístico. El artista cuenta que la primera visión de la perfección le fue revelada ante la contemplación de la construcción de las hélices de los barcos, en los astilleros de la Compañía Blandy Brothers de Las Palmas, donde su padre era jefe de talleres. El movimiento circular de la hélice, los remolinos de las olas del mar en la arena y de las nubes marcaron el surgimiento de uno de los símbolos o emblemas más significativos e identificativos de su escultura: la espiral. En lo más profundo de su ser debió conectar el origen de su obra al origen mismo del Universo, pues el movimiento en espiral rige la formación de las galaxias, de las estrellas y de los planetas.

Ante las espirales de Martín Chirino no podemos dejar de evocar uno de los pasajes más bellos del poeta filósofo, Paul Valéry, descrito en su diálogo Eupalinos o el arquitecto. Dos personajes dialogan a la orilla del mar, el sabio Sócrates y el discípulo Fedro. De pronto, el maestro le revela un sorprendente descubrimiento, un objeto que la mar arroja, "una cosa blanca del blanco más puro; pulida, dura, suave, ligera". Sin duda, se trata de una caracola con forma de espiral. De repente se pregunta, "¿Quién te ha hecho? [?] No te asemejas a nada, y sin embargo no eres informe. ¿Eres capricho de la naturaleza, ¡oh, tú sin nombre! Venido a mí por obra de los dioses entre las inmundicias que la mar ha rehusado??" [?] "¿Y de qué materia estaba hecho?", pregunta, el discípulo. "De la misma materia que su forma: materia de duda [?] acaso sólo fuera fruto de un tiempo infinito", replica el maestro. Es la duda sistemática -la "duda metódica"- entre el poder y el no poder, que ha espoleado siempre a Martín Chirino en su incansable reflexionar sobre su propio trabajo. Bajo la insistente mirada del poeta, ese pequeño cuerpo calcáreo, hueco y en espiral, despierta, sin duda, en nosotros, pensamientos de plenitud. Esos pensamientos que las espirales gloriosas de Chirino, que se contraen y expanden hasta adueñarse del espacio, nos permiten reflexionar sobre las raíces profundas de su arte, pues sus espirales (Vientos, Aeróvoros, Islas) conectan con un pasado ancestral. Un pasado que liga sus esculturas al gran imaginario aborigen, constituyendo, así, un poderoso engarce que vincula sus aspiraciones contemporáneas a las antiguas tradiciones de su isla natal. "La magia de la Espiral del Viento -señalaba en su Memoria de 2007-, hallazgo de mis ancestros, surge inscrita en la dureza de la roca basáltica del Julán, Teleguía o la Zarcita como herencia viva para complicada y difícil interpretación de una patria". La vida no comienza tanto lanzándose hacia delante, como girando sobre sí, sin alcanzarse. Un impulso vital que gira, como torbellinos del ser en su insistente retorno al origen: "¡Qué maravilla insidiosa, qué fina imagen de la existencia! La bella y sólida geometría de su forma" (Gastón Bachelard).

Martín Chirino se ha sentido, en todo momento, un isleño universal, un habitante de su "ínsula" oceánica, a pesar de sus múltiples desplazamientos y residencias fuera de su tierra natal. En Madrid, en Nueva York o en Grecia, siempre ha trabajado teniendo como horizonte de proyección el mar de su isla de Gran Canaria ( Mediterráneas, Ladies, Paisajes). Consciente, pues, de ocupar un lugar de cruce de culturas, su obra se ha abierto, asimismo, hacia el vecino continente africano, revelando connotaciones y parentescos comunes, que le llevaría a introducir en su obra elementos antropomórficos (Afrocanes)?

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El nuevo Ulises retorna a su Ítaca soñada. Como el legendario protagonista de su admirado Joyce (Leopold Bloom), Martín Chirino, superviviente esperanzado de una nueva Odisea, llega a su Finisterre luminoso, tras "despertar" (Wake) de un largo sueño nocturno, como Finnegans, para poder, finalmente, reconocerse a sí mismo en el espejo nítido de su obra.

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