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Música Festival de Bach

Alabanza y y deploración de la vida y muerte de Cristo

De la visita feliz de la Virgen Maria a su prima Isabel, embarazadas ambas, al dolor y las lágrimas al pie de la cruz de Jesús nos llevó el concierto-estrella del Festival Bach. Todos los intérpretes con camisas blancas y luz radiante en el canto de alabanza de Bach, y camisa negra en la penumbrosa deploración de Pergolesi. Los dos oratorios, que son temas habituales en el repertorio religioso del Barroco, fueron ejemplarmente dirigidos por Michael Gieler a sendos colectivos canario-holandeses, con preeminencia de los primeros en las voces solistas y los versículos corales del Magnificat, sencillamente espléndidos en la entonación, el equilibrio, el empaste y el carácter del Coro de Cámara Ainur que dirige la muy culta y exigente Mariola Rodríguez.

Predominan los holandeses en la parte instrumental, pero lo más notable es la fusión de todos, voces e instrumentos, en el concepto y la rectoría de Gieler, maestro de la naturalidad sin sombra de narcisismo, ni podio, ni batuta, ni un solo gesto gratuito. Bravísima versión, justamente ovacionada por una audiencia que casi llenaba el Auditorio.

La prestación de las dos sopranos, Elisandra Melián y Tania Lorenzo, impecables en volumen, calidad vocal y estilo expresivo, como la cálida brillantez y generosísimo timbre del tenor Juan Antonio Sanabria, descollaron en toda la obra junto al poderoso bajo Krizstian Cser y la discreta contralto Amira Elmadfa. Oboe y violoncello se lucieron en la orquesta con todos los arcos, viento-madera, metales, órgano continuo y timbal. La obra, que se hizo corta, culminó con la doble página del coro, jubilosa y memorablemente fraseada por los cantores del Ainur.

Más austero en medios orquestales y sin coro, el Stabat Mater de Pergolesi revalidó la atmósfera trágica del Barroco con paralela idoneidad interpretativa. Solo dos voces solistas, la soprano Lorenzo en un tour de force agotador pero encarado con valentía, intensidad y medios canoros, y la contralto Elmadfa, musical pero limitada en volúmenes, se alternaron expresivamente en los versículos de lamento por la muerte de Jesús, admirable evolución de los oficios de tinieblas característicos de las liturgias de la Pasión. Tres excelentes bailarines expresionistas dieron visualidad física al gran drama, pero fueron desigualmente recibidos por una parte del público, distraido de la música por afán de entender el relato coreográfico. Posiblemente no hacían falta, porque bastaba el relato sonoro para conmover todas las sensibilidades.

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