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Defensa de Manso

La novela nos parece una pieza moderna en la que se entrecruzan individuos y estamentos con maestría

Descubrimos a Galdós muy pronto. Quizá demasiado. Seguro que antes de ser capaces de apreciar muchos de los matices de su obra. Aún no nos habíamos enamorado de verdad -lo que entonces creíamos verdad-, no nos habíamos corrido una juerga con los amigos, no habíamos tenido nuestra primera discusión política. Habíamos llorado poco, en suma, para entender a don Benito. Teníamos entonces doce, trece años y Pedro Fuertes, maestro y amigo a partes iguales, nos obligó a leer Marianela. Sí. A su manera dulce pero nos obligó. Hoy se habla tanto de las bondades de la motivación frente a la imposición de la lectura que parece herejía el mero recuerdo. Pero, qué quieren, siempre agradeceremos al padre Pedro aquel tesoro que jamás habríamos descubierto sin su requerimiento.

Luego vinieron Fortunata y Jacinta -ahí nadie tuvo que exigirnos nada-, Misericordia, algún que otro E pisodio Nacional y El amigo manso, la que más honda huella dejó en nosotros. Por supuesto, cuando el descubrimiento, aún ni sospechábamos lo que acabaríamos siendo en la vida. La docencia parecía un ensueño; ya nos costaba un Perú sobrellevar la discencia. Y apenas se vislumbraba la semilla del fabulador que somos en alguna mentira que le soltábamos a nuestra madre para justificar un chichón en la cabeza o un jarrón roto. Pero buena parte de ello se lo debemos a la lectura de Galdós, el escritor que nos enseñó todo. ¿Por ejemplo? Por ejemplo la manera de perfilar un personaje, desde el primero al último. Los silencios, las dudas, los secretos que pretendemos que guarden nuestros personajes ya estaban en los de Galdós. Ahora que se reivindica una cultura igualitaria en lo que respecta al género, conviene regresar a las mujeres de don Benito. Duras o tiernas, valientes o sumisas, trágicas o festivas, el retrato de la mujer galdosiana no conoce límites y resulta de una modernidad portentosa para alguien que nació hace ahora 175 años.

Se ha hablado también de esa capacidad de observación, tan plástica como la del artista, tan meticulosa como la del historiador. Y así es. Hay quien dice que el mundo se divide en exhibicionistas y en mirones. Siempre hemos tenido por cierto que el escritor es ambas cosas: primero un gran mirón y luego el más descastado de los exhibicionistas. Don Benito, en este sentido, escribe igual que el que fotografía la vida, atento a cada detalle como si fuera el origen de todo: la esquina de una calle de Madrid, la mesa de un salón de familia burguesa, un zapato, un dedal, un reloj con leontina. Solo hemos vuelto a percibir esa minuciosidad en un cuadro de Antonio López o en algunos planos de Hitchcock. Lo mismo, en nuestro afán de explicar el embrujo que nos produce Galdós, podemos decir del lenguaje, vulgar o culto, afilado o poético según se necesite. O del fino humor, esa socarronería tan nuestra. O de sus profundos monólogos y su vena dramática, en cuanto a que teatral. Por si todo esto no fuera suficiente para conmemorar la figura de Benito Pérez Galdós, siempre nos quedará el París de Manso.

No es este el momento de un análisis profundo pero permítasenos una pincelada para reivindicar El amigo Manso. Gran parte de la crítica la considera menor, una suerte de entretenimiento entre otras grandes novelas como La desheredada y Fortunata. Hay incluso quien entiende que el escritor se tomó un descanso para emprender una nueva obra magna. Para nosotros, sin embargo, supuso un momento crucial, aquel en el que uno dejó de querer ser personaje para querer ser autor. Máximo Manso -los nombres que elige Galdós nunca dejarán de sorprendernos- acabó por cautivarnos. Y la novela nos pareció, antes y ahora, una pieza moderna en la que se entrecruzan individuos, clases, estamentos con maestría. Una novela premonitoria en la que don Benito esboza el escritor que va a ser a partir de ahí. Una novela que sienta algunas bases de lo que debe ser un argumento, una trama o una estructura. ¿Por qué pensamos eso? Porque lo creemos de verdad. Porque nos gusta ir a contracorriente. Porque nos hemos enamorado, discutido de política y corrido una juerga con amigos. Y porque, en suma, hemos llorado mucho para entender a Galdós.

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