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Estado del malestar

Los personajes de sus filmes son egotistas culpables, sujetos hiper-conscientes que acumulan un saber de sí y el mundo que les lacera el corazón

Estado del malestar

En el denso paisaje emocional de las películas de Ingmar Bergman no hay nada más característico que el odio del amado hacia el amante. En una película de su primera gran etapa, Sueños ( Kvinnödrom, 1955), el cónsul Sönderby, hombre mayor, rico y distinguido encarnado por Gunnar Björnstrand, galantea insistentemente con una joven modelo, casquivana pero bondadosa, a la que da vida la espléndida y sensual Harriet Anderson. Convencida con lisonjas y regalos caros, al fin ella accede a acompañarle a su palacete, pero allí será testigo de una dolorosa conversación entre el maduro galán y su hija, que lo detesta y utiliza castigadoramente. Tras la dolorosa escena, la chica intenta consolarle, y él le exige que se vaya. Pero la vergüenza del injusto caballero está sobrecargada por un "exceso" de dolor que se proyecta en forma de odio hacia la joven. Aunque ella también ha sido humillada por la hija cruel, no hay empatía por parte del humillado. El sufrimiento vuelve cruel a quien lo padece.

Al margen de otras consideraciones sobre el término, el llamado cine de autor presupone un cine del conocimiento. Implica dar por sentado que el espectador, como sujeto cultivado, dispone de un conocimiento de sí que le permite a su vez reconocer la clase de auto-conciencia que da forma al personaje como individuo y como sujeto social -escasa, por ejemplo, en Fellini, contradictoria en Rossellini, cortocircuitada en Antonioni, angustiada en Bergman. En el caso del autor sueco, la clave está en el exceso de saber que llevan aparejados el amor o el deseo, ya sea en potencia o de facto.

Así pues el saber de sí, el ridículo y la culpa van aquí de la mano. Bergman declaró que sus personajes eran "analfabetos emocionales", pero esta definición resulta algo perezosa. Más bien son egotistas culpables, sujetos hiper-conscientes que acumulan un saber de sí y del mundo que les lacera el corazón. En cuanto el saber doloroso se asienta en el lenguaje, se manifiesta como desprecio hacia uno mismo y rechazo a la empatía hacia el otro.

Estado del malestar, estado de violencia

El cine de autor surgido en la Posguerra representa en la tradición cinéfila una primera modernidad del cine. A través de las obras de unos pocos cineastas, el cinematógrafo da testimonio de una adulta capacidad para equipararse al padre literario sin hacer literatura. Es decir, se aspira a una similar densidad conceptual, pero mediante figuras y potencias que la literatura no alcanza. La idea misma de modernidad suele venir asociada a una adquisición de realismo, y en el caso de Bergman, se trataba de la clase de realismo existencial que a principios de s. XX podía hallarse en las obras de dramaturgos como Chejov y Strindberg, donde la vida personal es sometida a un profundo tratamiento de humildad. A finales de los 50 y primeros 60, los representantes del cine de autor y los jóvenes cineastas de las nuevas olas dan un salto hacia una segunda modernidad que vendría a desmantelar el realismo desde dentro. El año pasado en Marienbad ( L'année dernière à Marienbad, 1961) de Alain Resnais, 8 ½ (1963) de Fellini, o, por supuesto, Persona (1966) de Bergman, con medios y propósitos muy distintos, coinciden en apresar a los personajes en el laberinto de un film-artefacto que parece mirarse al espejo.

No es en efecto un paso sino un gran salto, porque todo sucede a gran velocidad. Sólo hay que reparar en el breve lapso de tiempo que separa, por ejemplo, El séptimo sello ( Det sjunde inseglet, 1957) y Los comulgantes ( Nattvardgärsterna, 1963) las dos grandes películas "religiosas" de Bergman: algo más de cinco años de diferencia, pero también una distancia mucho más vasta en términos estéticos y discursivos. La primera fascinaba por su entramado simbólico, que incluye sin rubor el empleo de alegorías (la muerte personificada, el viaje del caballero, la sagrada familia de comediantes) afines a la nórdica tradición tardo-romántica y simbolista de principios de siglo (en este sentido, El séptimo sello es un film anacrónico). La segunda, sin embargo, es tan asombrosamente austera y desolada que, en comparación, la literatura existencialista de muy poco tiempo atrás parece blanda y afectada.

La hondura de estas diferencias no se contradice con el hecho de que Bergman excave y depure los mismos sólidos cimientos que ya estaban asentados desde su etapa inicial en los 40 y 50, ya fuera en sus primeros melodramas, en amargos "dramedias" como Noche de circo ( Gyklarnas afton, 1953) o la mencionada Sueños, o en "verdaderas" comedias de salón pero en absoluto livianas como Sonrisas de una noche de verano ( Sommarnattens leende, 1955). Todas ellas merecen ya su etiquetado como cine existencial, por anticuado que pueda sonar. De título a título, y ya desde los últimos 50, esa filmografía irá arañando aún más hondo las zozobras de los vivos: primero, situaciones de malestar -hasta Fresas silvestres ( Smultronstället, 1958)-; luego un estado general de malestar -desde El rostro ( Ansiktet, 1960), pasando luego por su Trilogía de Cámara: Como en un espejo ( Sasom i en spegel, 1961), Los comulgantes y El silencio ( Tystnaden, 1963)-; y finalmente el estado general de violencia soterrada que atraviesa Persona (1966), La hora del lobo ( Vargtimmen, 1968), La vergüenza ( Skammen, 1968), El rito ( Riten, 1969) y Pasión (En Passion, 1969).

Dos películas de 1960, a menudo consideradas menores sin serlo en absoluto, marcan ya una fisura de violencia con respecto al cine anterior del cineasta sueco. La primera es El manantial de la doncella ( Jungfrukällan), donde la violencia pertenece, como en El séptimo sello, a la época, pero con un grado nuevo de abstracción por su brutalidad física y su hiper-realismo. La Edad Media proporciona tan sólo la condición propicia para observar la barbarie en sí misma. La otra película del mismo año, El rostro, está ambientada a principios del s. XIX, y pone en conflicto directo un sentido de lo maravilloso directamente heredado de la familia de juglares de El séptimo sello, aquí decadentemente recreado por un mago y su troupe ambulante, y el racionalismo ilustrado y realista de las autoridades del lugar. Pero lo que emerge del estado de violencia contra el desvío intelectual -como lo fuera antes contra el desvío religioso- es la humillación espiritual, experimentada por ese mago -sobrecogedor Max von Sydow como encarnación de la amargura- con una intensidad física inédita, moderna por "desproporcionada", es decir, por darnos la hondura del personaje como inaprensible "exceso" de realidad.

La terrible crispación de su rostro trasluce una larga historia de pesares. Parapetado, reprimido y en consecuencia humillado tras, y por, el maquillaje de una ridícula máscara que no logra esconder su dolor, el mago se agarra con fuerza a una vergüenza duplicada: ha interiorizado su condición de impostor, y el eco de su propia vacuidad redobla el odio hacia quienes lo acusan. Su venganza no será acostarse con la esposa de uno de sus castigadores, situación a la que se entrega con hastío, sino revivir lo maravilloso con su arte para derribar el muro realista de sus oponentes haciéndoles creer en fantasmas. La violencia -hoy lo llamaríamos crueldad mental- se volverá mucho menos poética, más insidiosa por (auto)reprimida en las películas que Bergman realiza desde ese momento.

Apolíneo, dionisíaco.

A lo largo de los 60, el cine de Bergman evoluciona de lo dramático a lo sintomático. El malestar ya no se desvela poco a poco sino que subyace al estado general de cosas, en unos filmes cada vez más enrarecidos, cada vez menos sujetos a las funciones terapéuticas del relato clásico. Se percibe con nitidez con su Trilogía de Cámara -la joven Karin de Como en un espejo podría parecernos psicótica; el feligrés encarnado por Von Sydow en Los comulgantes sufre una paranoia de catálogo; las hermanas de El silencio representan respuestas distintas de histeria sexual. Lo sintomático aparecerá de modo literal en la estructura narrativa en Pasión o De la vida de las marionetas ( Das lebben der marionetten, 1980), donde la voz de un eventual narrador o unos inter-títulos escenifican la c(l)ínica neutralidad del informe policial, socio-antropológico o psiquiátrico. Ahora bien, sería empobrecedor deducir de ello un mero "diagnóstico" (pésima palabra cuando se emplea en el vocabulario crítico) de la neurosis moderna. ¿Acaso todos los personajes de Bergman -o al menos aquellos más característicos: adultos cultivados de clase media-alta; no los niños, ni las criadas, ni los cocheros, ni los titiriteros- tienen el alma enferma? Cabe decir más bien que la enfermedad es tener alma.

No se trata de cómo vivir mejor, sino de soportar el hecho de existir. La confusión entre ambas cuestiones reside en que estos personajes, puesto que tienen alma, son apolíneos: parecen haberse concebido a sí mismos como seres perfectamente delineados e indeformables, pero la interacción con los semejantes, el paso del tiempo, la sensualidad instintiva, la corporalidad, el cansancio, la posibilidad de no trascender y de que tampoco haya trascendencia "afuera" -en suma, su ser dionisíaco- defrauda esta perspectiva. De hecho, suelen vivir el sexo con una u otra clase de voluptuosidad, incluida la que se expresa en los síntomas de una represión profunda a punto de estallar. Pero generalmente no los vemos en acción; sólo dan cuenta de ello confesándolo. El silencio contiene la primera escena sexual explícita -fingida pero hiperrealista- del cine convencional (no contamos aquí las producciones "especializadas" y restringidas del porno ni del cine experimental). Se trata de la cópula clandestina de una anónima pareja en la oscuridad de un palco en un teatro decadente, y sucede en presencia de Anna (Gunnel Lindblom), una mujer de inflamada sensualidad cuya reacción mezcla terror y excitación con severas dosis de ansia culpable.

La escena funciona como ejercicio de shock (para Anna y para el espectador del film), es decir, como violencia sobre la percepción, algo que obsesionaba al Bergman de los 60. Pero también es una plasmación de la vergüenza; más que un sentimiento, un estado general del personaje, atormentado, pero a la vez tentado, por su propia fragilidad como sujeto (ni libre, ni uniforme ni trascendental). La pregunta "quién soy, si es que soy algo" se pronuncia de forma expresa o bien permanece latente, pero en todo caso emerge como figura visual en el signo bergmaniano por excelencia, que es el rostro/máscara.

Confusión, confesión.

La máscara del rostro no miente. Más bien al contrario, expresa la verdad del personaje, es decir, su lucha contra sí mismo. De ahí el valor de la confesión en Bergman, que cumple al menos dos funciones. La confesión, en primer lugar, es la forma retórica del sujeto sincero, y en segundo lugar, es una forma de agresión. El personaje se desnuda para dar vergüenza pero también para vestir (dar imagen a) su propia vergüenza -es bien sabido que vestirse consiste en tapar y a la vez mostrar. Se trata de una vestidura muy sutil: el rostro y la palabra no dicen exactamente lo mismo ni lo dicen todo, porque no pueden garantizar ni desde luego abarcar la verdad que se les supone. ¿Cuántas veces confundimos con piedad la mirada de desprecio de un personaje mira a otro? La premisa de honestidad y el derecho a la catarsis justifican el efecto de shock (una vez más) que se causa al "confesor" (cónyuge, amante, pariente, amigo). Hay un goce voluptuoso en alienar al otro con respecto a uno mismo (el personaje bergmaniano a menudo es mentalmente sádico, pero sin duda es siempre también masoquista, como buen apolíneo).

Muestra su alma el egotista desalmado -esto es, para desalmarse. No busca empatía, sino la ofrenda de algo insoportable. Es una reacción dramática (dramatizada, teatralizada) a un estado de vergüenza que se sobreexpone para humillar al otro so pretexto de humillarse uno mismo.

Tóxico hombre verídico.

Todavía en Los comulgantes los personajes se hacían preguntas precisas, cada uno las suyas: sobre Dios, sobre el amor, sobre el tiempo, sobre el dolor, sobre los otros, sobre la violencia. Las abstracciones, tan caras al humanismo de los 50, mantenían cierta vigencia, si bien es cierto que ya en esa película espléndida comenzaba a pesar más su manifestación concreta como ausencia y silencio -notable paradoja. La originalidad de Bergman se halla quizás en que, además de sufrir la propia pregunta que cada uno se hace, todos de un modo u otro desprecian al otro desde la pregunta propia: mientras te preguntas por tu Dios, a mí ni me ves, dice ella, mientras que él confiesa su repugnancia hacia el amor que ella le profesa. Una vez expresado el desprecio, se espera al menos algo de calma en la aceptación, pero no la paz del espíritu, porque el espíritu es lo que, de hecho, sale peor parado en el duelo.

Con Persona ya no solo las abstracciones sino la posibilidad de nombrar el dolor en sus propios términos se han disuelto. Puro tratamiento de choque: el cine mismo aparece desde el prólogo como máquina de violencia sobre ese condensado del cuerpo que es la visión. La materia del film se rompe, da chasquidos; los rostros aparecen como puras imágenes que se fusionan disolviendo la identidad de las dos protagonistas. Pero es la realidad la que "sufre", y no su mera representación por el dispositivo cinematográfico. La naturaleza imaginaria de los personajes y sus circunstancias no queda paliada; no hay distanciamiento brechtiano que nos haga ver la función funcionando. Por el contrario, esa simultaneidad de la material de la película y de la naturaleza imaginaria de los personajes y circunstancias se contagia a lo real, lo contamina; lo irrealiza. Es la realidad la que queda señalada como imaginaria, y no el cine el que queda trivialmente denunciado como falso. Persona, en definitiva, lleva al extremo el rol que el cine de Bergman suele atribuir a sus muchos personajes artistas, sobre todo a los actores y actrices, que vienen a encarnar la condición mutable de toda identidad; no sólo el viejo lema que repite "el mundo es un escenario", sino algo más grave: el yo es un escenario, una multitud de voces, a veces un ruido insoportable.

Lo que se está rompiendo violentamente, es la noción de identidad, y con ello las garantías del humanismo. Este es el sentido profundo de la conexión enigmática y no resuelta entre la violencia física eventual, explosiva y en principio inmotivada, y la violencia sobre el alma, ya sea como sustancia desgarrada (una costura difusa "cose" los rostros de Persona) o como noción desautorizada. Pasión recupera de modo mucho más sutil esta idea angustiosa de la duplicidad o la multiplicidad de identidades -o más bien, de la mutabilidad o debilidad de la idea de identidad. El espectador va teniendo la insidiosa sospecha de que hay un juego de semejanzas o repeticiones amenazando a los protagonistas sin poder decidir quién será víctima y quién verdugo, si el solitario Andreas Winkelmann (Von Sydow) con su pasado turbio pero inconfeso, o la histérica Anna (Liv Ullman), cuya tragedia familiar (la muerte accidental de un marido y un hijo) ella convierte en mitología personal. Ambos inician un idilio que no promete nada bueno, y mientras tanto, el lugar se ve sacudido por una serie de crímenes brutales contra animales de granja. Es evidente que algo reprimido estalla, y el origen está demasiado cerca; en lo más familiar.

Esta profusión de la duplicidad se extiende de hecho también a la estructura ficción/realidad con la que juega el film: de una parte, Bergman propone un estilo de filmación nervioso y mucho más verité si se lo compara con la estilización característica de sus filmes previos. Del otro, la retórica "documental" interviene mediante insertos muy breves en los que cada uno de los cuatro actores protagonistas explica su personaje. Es fácil observar que estos insertos no pretenden introducir veracidad, sino más bien contaminar la ficción con otras tantas ficciones -puestas en escena de un making off sutilmente irónico. En definitiva, la auto-conciencia del relato, como la de los personajes, no garantiza nada. Coquetea con desnudarse, simula un strip-tease de la propia película, eventualmente desvestida de su ropaje de ficción para mostrarse como función. Mostrarse débil en el juego, y no fuerte en la verdad.

Sin palabras.

El personaje enfermo de Persona (Liv Ullman) padecía justamente este mal de la lucidez debilitante siendo actriz. Su oficio era ser máscara al servicio de los personajes de la escena, pero la insoportable gravedad del ser (en un mundo horrible) le roba uno de sus dones capitales: la palabra. De nuevo el shock; el televisor hace circular imágenes brutales de la guerra de Vietnam, pero de ellos no se retiene aquello que la historia mundial quiere producir (la idea de sufrimiento) sino lo que no puede nunca reproducir (el sufrimiento mismo, padecido en el cuerpo). A lo largo de los 60, los personajes verborreicos han ido dejando sitio a los silenciosos, a los que callan porque no saben qué decir o no tienen ya nada que aportar. La enfermera (Bibi Andersson) es ingenua y verborreica, pero no por ser locuaz y vivaracha es la enfermera Alma inconsciente ni de otra especie distinta a la de los seres apolíneos. Lo que se confiesa es siempre, al fin y al cabo, lo que nos embellece dionisíacamente y nos ennoblece apolíneamente. En el caso de Alma, una orgía casual. La actriz muda asiste a la confesión con la indiferencia divertida de quien escucha la fantasía de un niño, o más bien con el interés que se siente ante un mono en la jaula del zoo.

Es que estos seres hiper-conscientes de Bergman, en cuanto se ven despojados de fe (en la consistencia de su propio yo), siguen el camino opuesto a la santidad prometida en la renuncia a uno mismo. O bien, podríamos decir, la santidad de los seres sinceros no será equivalente a bondad, sino casi a lo contrario. Es que, para estos santos crueles de Bergman, la pérdida de consistencia del ser implica una pérdida de consistencia del otro y de la totalidad de las cosas. Puesto que sé que todo es ilusión, que "yo" es la máscara con mi nombre y mi vulgar biografía, y no la evidencia de un ser irrepetible, sólo puedo ver mi existencia finita con la ironía del jugador acostumbrado a ganar o perder indistintamente sin que ninguna causa sino el azar lo determine.

El carácter sintomático de las películas de Bergman a partir de los 60 ya asomaba las orejas, en realidad, muy tempranamente. Lo comprobamos por ejemplo al observar los juegos de espejos que tanto abundan en su filmografía. El cineasta los empleaba para descentrar y desordenar las líneas de mirada entre los personajes, de tal modo que a menudo un espejo sirva para que veamos a uno de ellos como si estuviera observando a su interlocutor desde atrás y por encima del hombro, aunque en realidad están frente a frente. De esa forma, además, la conversación entre iguales se desequilibra, estableciendo con una figura visual la diferencia entre un confesante dominado y un oyente o confesor dominante. A lo largo de toda su obra, en definitiva, las figuras de comunicación entre los personajes (sus ejes de mirada, sus posiciones en el plano) se van enrareciendo.

Y lo mismo puede decirse de los dispositivos simbólicos, alegóricos y metafóricos que hacían las delicias del público de cine-club. Si en El séptimo sello y Fresas silvestres la metáfora es el viaje -donde los encuentros y las preguntas que se hacen los personajes en la primera y los recuerdos del profesor Borg en la segunda son los mojones de la ruta hacia la conciencia de finitud-, en las películas de Bergman en los 60 el encierro no es metáfora sino estado literal de aislamiento. Estos filmes funcionan como celdas en las que observar precisamente las débiles metáforas de cada sujeto (su relato propio, su explicación, sus pesadillas, sus decisiones radicales: el retiro de Andreas Winkelmann, la mitología familiar de Anna, el silencio de la actriz, etc.). Las metáforas se muestran al fin y al cabo como coartadas más o menos ilusorias, contradichas una y otra vez como se contradice la norma de un super-Yo represor, según la tesis freudiana. Hay que ser no obstante cauteloso con las lecturas psicoanalíticas: si cabe hablar de neurosis, será a condición de emplear el término también y precisamente como metáfora disponible para designar el hecho mismo de ser, es decir, como el nombre clínico de esa enfermedad llamada "alma". De lo contrario, al aplicar una estrategia terapéutica, estaríamos aislando la vida de los relatos de Bergman en el campo acotado y tranquilizador de la anomalía patológica. Pero aquí lo anómalo es la norma, no la excepción.

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