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El misterio del rostro

A lo largo de su filmografía, Bergman levantó su particular topografía espiritual del alma humana, pero a la misma vez documentó un viaje físico con caras que ocupan toda la pantalla

Gunnar Björnstrand en 'Los comulgantes'

Más allá de sus asfixiantes piezas de cámara, de sus dramas angustiosos y de sus personajes torturados, revisar la filmografía de Bergman nos ofrece la oportunidad de detenernos y redescubrir una de las claves temáticas y estilísticas esenciales en su obra: la recurrencia del primer plano sobre los rostros de sus actrices y actores.

Su predilección por esta imagen, hasta convertirla en un fetiche que lo acompaña hasta su obra postrera (vid. Saraband, 2003), le permitió construir un verdadero e inolvidable catálogo de rostros humanos, torturados, atónitos, desolados, llorosos, desvalidos; en definitiva, un sorprendente museo del semblante humano. Si a esto le sumamos que durante su trayectoria siempre contó con un elenco actoral regular, visto con la perspectiva que ofrece el tiempo, disponemos de un privilegiado prontuario de los rostros de su compañía de actores estable (desde Max von Sydow a Erland Josephson, pasando por Gunnar Björnstrand) y de actrices (Liv Ullmann y Bibi Andersson, a Harriet Andersson, Ingrid Thulin o Gunnel Lindblom).

En sus reiterados acercamientos a la cara de sus intérpretes, Bergman no duda en sostener el plano frontal hasta rebasar con creces el umbral voyeurístico del espectador, provocando la incomodidad, de forma que alcancemos a contemplar el rostro que se nos ofrece de otra manera distinta, nueva y desnuda. No solo apreciamos los ojos, la piel, la carne y cualesquiera imperfecciones, sino que este gesto nos transporta más allá y al encerrar la faz de sus actores en un plano claustrofóbico abre una puerta al vértigo, para abismarnos ante el espejo insondable del alma humana.

El interés de Bergman por el rostro no es un mero capricho, un simple rasgo de estilo o un título recurrente de sus obras (al menos tres incorporan la palabra "rostro" en su título), puesto que el realizador manifestó esta verdadera fascinación primigenia en numerosas ocasiones, hasta el punto de afirmar que: "ver una cara cambiar, es la cosa más fascinante que existe" o "nuestro trabajo empieza con el rostro humano (?) la posibilidad de acercarse al rostro humano es la originalidad primera y la cualidad distintiva del cine". Esta atracción también fue destacada por Deleuze en La imagen-movimiento, donde ubicó esta forma bergmaniana sobrepasando "la imagen-acción hacia la instancia afectiva del primer plano o del rostro, que él confrontaba con el vacío". Esta obstinación tiene como claro precedente la obra de otro insigne nórdico, Carl Th. Dreyer, del que es inevitable recordar su trabajo con María Falconetti en La pasión de Juana de Arco ( La passion de Jeanne d'Arc, 1928). Igualmente, encontramos paralelismos con la obra de su coetáneo, John Cassavetes, otro amante de la verdad cinematográfica, en su caso a través de una extenuante batalla actoral, muchas veces fruto de la improvisación.

La aproximación al rostro bergmaniano no solo nos planta ante el lugar donde se resume la esencia de la humanidad, para que atisbemos -si es posible- su verdad, sino que, consciente de que estamos ante un actor, un médium, éste quede desarbolado y traspasemos la máscara que lo protege.

El cine de Bergman toca un amplio espectro de temas profundos que van desde lo filosófico y religioso a las conflictivas relaciones humanas, pero no importa qué tema aborde, Bergman siempre lo termina cristalizando -desde el punto de vista cinematográfico- con el acercamiento a la incógnita última que supone el semblante humano.

Entre los más memorables rostros bergmanianos, destaca uno que fue luego intensamente replicado, nos referimos al zoom sobre Harriet Andersson en Un verano con Mónica ( Sommaren med Monika, 1953), donde no solo nos acercamos al rostro de Andersson, sino que presenciamos una de las primeras miradas que el actor/personaje devuelve al espectador, rompiendo la cuarta pared, pero también estableciendo inéditos lazos con él. Este gesto de mirar o dirigirse directamente a cámara lo repetirá en numerosas ocasiones (p.e. Los comulgantes, Sonata de otoño, Saraband).

En Fresas salvajes ( Smultronstället, 1957), donde se narra el doble viaje, físico y mental, de un viejo profesor, aparecen los grandes temas del cineasta: la obsesión por la muerte, el remordimiento de la culpa, las dudas de la fe y la búsqueda de redención, todos ellos reflejados en el semblante de su anciano protagonista, el padre fundador del cine sueco, Victor Sjöström. Hasta tal punto que, por lo que aquí nos interesa, en la famosa escena onírica inicial, no solo se cruza con un inquietante hombre sin rostro, sino que se encuentra con un cadáver que resulta ser su doble.

El siguiente hito lo retomamos en El séptimo sello ( Det Sjunde Inseglet, 1957), donde frente a la tradicional representación icónica de la muerte sin rostro o cadavérica, recordemos Los dos amantes y la muerte, de Hans Baldung Grien o El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel, Bergman le pone rostro humano, el del turbador Bengt Ekerot, sentando con ello las bases de una imagen canónica que ya será difícil eludir en el futuro.

Persona ( Persona, 1966) constituye el pináculo de este sistema, pues en sí misma es un estudio del semblante de sus dos protagonistas, Liv Ullman y Bibi Andersson, hasta el punto de que culmina la relación ambigua y tóxica que se plantea entre ambas ofreciendo una combinación de las dos mitades de cada una, extremando la mímesis de los personajes con la síntesis facial de ambas. Además, aquí incorpora de forma sistemática otra variable, experimentada en El silencio ( Tystnaden, 1963): el plano que reúne dos caras yuxtapuestas que colman la pantalla, pero que no se miran, contemplando puntos diferentes, de forma que se condense visualmente la idea de la soledad, la incomunicación y el desencuentro. Los ejemplos de esta figura en su cine resultan incontables y termina hipertrofiada en Gritos y susurros ( Viskningar och rop, 1972), donde Bergman lleva hasta el paroxismo el plano-rostro, topografiando sin descanso sus efectos hasta alcanzar el nihilismo del rostro frente a su nada, frente a la muerte y el Otro.

A partir de mediados de los sesenta este dispositivo reflexivo se acentúa, acompañándolo de otros mecanismos como el cine dentro del cine o las entrevistas a cámara de los actores, así ocurre con sus siguientes películas: La hora del lobo ( Vargtimmen, 1968) o Pasión ( En passion, 1969). En esta última, por cierto, Bergman pone en boca de Elis/Josephson una reveladora frase sobre lo infructuoso de esta obsesión: "No creo poder llegar al alma humana con la fotografía. Solo capto la relación entre fuerzas, grandes y pequeñas. Miras una foto y dejas volar la imaginación. Es una tontería. No es posible entender con certeza a otra persona. Ni siquiera el dolor físico proporciona una reacción específica".

La cercanía y necesidad personal de este símbolo visual o recurrencia facial queda patente en sendos cortos documentales de carácter autobiográfico (de los escasos documentales que realizó). El primero es el episodio titulado Daniel, dentro del film colectivo Stimulantia (1967), que dedica a su hijo Daniel Bergman (que en 1992 dirigiría, con guion de Bergman, Niños del domingo), compuesto de películas familiares que, como anuncia el propio Bergman al comienzo, se centran en la cara de su hijo, que para él representa "la cara más bella y quizás lo mas estimulante que hay". El otro, El rostro de Karin ( Karins ansikte, 1986), es un breve recorrido por la vida de su madre a través de las fotografías que pueblan su álbum familiar, que comienza y termina sobre la fotografía que su madre se tomó para el pasaporte poco antes de morir. En ambos casos Bergman se aproxima a la faz de sus seres queridos, hijo y madre, con la intención de desentrañar los misterios que encierran unos rostros, con los que entonces no podía comunicarse, por lo tanto enigmáticos, mudos e indescifrables.

En esta tarea siempre incompleta, por misteriosa e ininterpretable, es donde la labor de Bergman podría emparentarse con la lectura del "rostro del Otro" teorizado por Lévinas en Totalidad e infinito (1961), donde afirma que "el rostro está presente en su negación a ser contenido. En este sentido no podría ser comprendido, es decir, englobado. Ni visto ni tocado".

Al final, pocos recursos fílmicos simbolizan tan bien la idea del alma humana como la imagen que nos permite contemplar con mayor precisión la huella misma de la humanidad: el rostro. Un rostro cuya visión, gracias a ser visualmente fragmentada, nos obliga a confrontarlo en toda su complejidad y trascendencia. En los rostros viven el dolor, el desamor o la muerte, pero sobre todo, los rostros conocen la complejidad del tiempo, del duelo, de la espera, y aunque nos encontremos ante el vacío de la incomunicación, simbolizan, con el mayor esfuerzo, el deseo del (re)conocimiento, de la vida y de la existencia del otro.

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