A simple vista, adentrarse sin trabas en las entrañas del Museo, recorrer las salas en solitario, enfocar el objetivo sobre un cuadro, por ejemplo, Las Meninas, o tal vez sobre Las tentaciones de San Antonio de El Bosco supone un regalo, quizás envenenado. La lista resulta tan abrumadora y los retratos tan sublimes que seguramente para estos maestros de la fotografía enfocar, volver a mirar el encuadre y quedarse ensimismados con lo que refleja lo que ve habrá sido uno de los esfuerzos más titánicos. Y si no, cómo resistir ante los ojos cautivadores y enigmáticos con los que mira El Cardenal, una obra del magnífico Rafael, o ese color sublime de La Virgen con la granada de Fray Angélico. En esos instantes les resultará difícil mantener la cámara y no soltarla y quedarse a mirar, sin más, como hace la mayoría.

Este grupo de fotógrafos contemporáneos, pertenecientes a tres generaciones distintas, no ocultaron esa sensación extraña cuando tuvieron que enfrentarse a esta tarea. La catalana Isabel Muñoz reconoció que sólo fue entrar en la sala "y se me puso la piel de gallina. Entrar en el Prado es lo más importante que le puede pasar a un artista. Es un reconocimiento que hace que me sienta muy feliz".

Algo parecido le ocurrió al gran Alberto García-Alix, al recordar las tres noches en las que pudo recorrer a solas las salas del museo. Como el resto de compañeros, primero fue en busca de los cuadros que había visto siempre, Velázquez, Goya: "Pero, no sé cómo, me vi ante El descendimiento de la cruz, de Rogier van der Weyden, y supe que ahí iba a poner mi objetivo".

El trabajo de estos doce artistas, entre los que también se encuentran José Manuel Ballester, Bleda y Rosa, Javier Campano, Joan Fontcuberta, Pierre Gonnord, Chema Madoz, Cristina de Middel, Aitor Ortiz, Pilar Pequeño y Javier Vallhonrat, se podrá ver en una singular exposición hasta el próximo 13 de enero en La Galería baja norte del edificio Villanueva del Museo del Prado.

Doce miradas, que se plasman en 24 cuatros, dos por artista y con los que se ha querido mostrar esta sintonía, esa relación emotiva entre el fotógrafo, las obras del Museo y hasta el propio edificio. Las imágenes, como sus autores, son piezas diametralmente opuestas, dispares. La mayoría pone el foco en una pieza reconocida como Bleda y Rosa, que se acercan casi con timidez ante la potencia de dos obras emblemáticas: los retratos ecuestres del emperador Carlos V, de Tiziano, y del cardenal infante Fernando de Austria de Rubens. También García- Alix, jugando con una superposición de imágenes. Pero también hay otras formas de acercarse a este tesoro. El reconocido Joan Fontcuberta detiene su mirada en la vista panorámica de la galería central del Museo del Prado que realizó Jean Lauretnt entre 1882 y 1883. De esta forma reivindica los vestigios de esa imagen y llama la atención en los deterioros que evidencian el paso del tiempo y remiten a la memoria y a su historia.

Las veinticuatro fotografías que forman parte de esta exposición abren nuevos caminos por los que adentrarse en las colecciones del Museo y además aportan nuevos puntos de vista. Lo que nadie duda es que el Prado mantiene su capacidad inspiradora transcurridos dos siglos desde su inauguración.