Las páginas de El jardinero resultan poco recomendables para defensores de lo correcto y picoteadores de menús degustación. Corren el riesgo de indigestarse de incorrecciones. Alejandro Hermosilla (1974) ya dejó claro en sus dos primeras novelas - Martillo (2014) y Bruja (2016) - que, asaeteada por sus dedos, la página se convierte en campo de su batalla contra el Occidente narcotizado. Y, aquí, en El jardinero, todos los fluidos de la lucha del hombre con el hombre, y sobre todo consigo mismo, vuelven a salpicar al lector. El punto de partida es sencillo y atemporal, aunque puede desprender fragancias a Antiguo Régimen: un jardinero llega a un castillo y ha de ser domeñado por el conde que lo rige. Una lucha que el noble relata en una especie de diario del odio, que también aloja aquí y allá fragmentos sobre historia de la jardinería. Una desquiciante, y ésa es su grandeza, alegoría de las miserias del egoísmo.
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