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Rita Hayworth en su decadencia pero aún con los rasgos de su belleza.

La reina destronada

Su aspiración por ser una actriz normal se desbordó por una Columbia obsesionada con 'construir' divas

Desde sus primeros pasos como actriz de reparto bajo algunas de las batutas más ilustres de la Columbia su imagen de sex symbol la perseguiría durante toda su vida, a pesar de que su propósito, desde sus inicios profesionales, no era otro que el de "convertirme simplemente en una actriz", como las que tanto admiró durante sus frecuentes visitas a los viejos cines de su Brooklyn natal. Sus aspiraciones, sin embargo, se vieron paulatinamente desbordadas por las continuas presiones del estudio al intentar convertirla en un nombre más de la extensa nómina de estrellas a sueldo de la que disponía la compañía, a semejanza de las grandes divas que, como Veronica Lake, Lana Turner, Joan Crawford, Eleanor Parker o Paulette Goddard, descollaban como paradigmas del nuevo erotismo instaurado en el cine estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial como síntoma de una moral pública mucho más relajada y permisiva que la que primó durante las tres décadas precedentes, hasta la llegada, claro está, del huracán McCarthy y de sus demoledores efectos contra los "enemigos" de América.

Pero, contra lo que asegura algún biógrafo desmemoriado, el origen de su infierno personal no se sitúa exclusivamente en la borrascosa relación que sostuvo durante toda su carrera con el mundo de Hollywood sino con su entorno familiar más cercano. Hija de un bailarín español y de una bailarina de origen irlandés, su calvario existencial tuvo su preámbulo en los tortuosos años que pasó junto a la compañía regentada por su progenitor, actuando, noche tras noche, en los escenarios más sórdidos y marginales de la América de entreguerras mientras se le hurtaba su infancia en nombre de un neurótico concepto de la disciplina y del deber familiar que marcó profundamente su futuro, tanto en el plano estrictamente psicológico como en el profesional. Y a partir de esos años, que abarcan tres largos lustros de su azarosa vida, empezó a saborear las mieles del triunfo participando en decenas de producciones y empatando sucesivas experiencias sentimentales de efectos particularmente devastadores para su frágil e inestable personalidad.

Por eso, el 14 de mayo de 1987, día de su fallecimiento, no constituye una fecha cualquiera en el calendario del cine estadounidense, ni para la memoria colectiva de legiones de cinéfilos del mundo entero que asistían con aflicción a la muerte anunciada de Margarita Carmen Cansino, popularmente conocida como Rita Hayworth; uno de los mitos eróticos más incandescentes, exóticos y turbadores del cine de los cuarenta y cincuenta sobre cuya figura han corrido, desde su aparición en la década de los treinta, ríos de tinta que abundan no sólo en la copiosa y estimulante carrera artística de la actriz neoyorquina sino en su agitada y autodestructiva vida sentimental, saldada con cinco tormentosos matrimonios y una brutal adicción al alcohol que contribuiría a acelerar el Alzheimer que ya comenzaba a atrofiar sus facultades mentales cuando aún no había cumplido los sesenta y cinco. "Los hombres se enamoran y se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo", llegó a afirmar en un momento particularmente crucial de su carrera, plenamente consciente de su condición de objeto sexual y de las demoledoras consecuencias que dicha condición le había acarreado en su vida personal.

Fallecería tres años más tarde con los rasgos del dolor y el desvalimiento moral estampados en lo que sólo algunos años antes constituía uno de los rostros femeninos más sugestivos, sensuales y luminosos desde la aparición de los grandes mitos eróticos del cine mudo, personificados en megaestrellas del relieve de Greta Garbo, Gloria Swanson, Theda Bara, Louise Brooks o Marlene Dietrich. "Su erotismo", sostenía el cineasta francés Bertrand Tavernier, "era fundamentalmente sano, incluso en Gilda ( Gilda, 1946) donde es la humanidad decadente que la rodea la que está corrompida, y en la que ella brilla inconsciente, como una magnífica flor creciendo en medio de la podredumbre".

En sus tiempos de máximo esplendor, cuando su presencia en las pantallas aún provocaba destellos de fascinación y su público acababa virtualmente rendido a sus pies, su figura se transformaría en el prototipo por antonomasia de la femme fatale en una época que huía como del fuego del puritanismo propagandístico que dominó durante los años de la contienda. Una época cuyos inevitables cambios posibilitaron un importante avance en la mentalidad y tendencias de un país que despertaba de un largo y proceloso periodo de conservadurismo moral para entrar en una nueva era de aperturas de la que el cine fue, sin duda, uno de sus principales beneficiarios.

La protagonista de filmes tan memorables como Contrabando humano ( Human Cargo, 1936), de Allan Dwan; The Strawberry Blonde (1941), de Raoul Walsh; Sangre y arena ( Blood and Sand, 1941), de Rouben Mamoulian; Solo los ángeles tienen alas ( Only Angels Have Wings, 1939), de Howard Hawks; Gilda, de Charles Vidor; Seis destinos ( Tales of Manhattan, 1942), de William Dieterle; La dama de Shanghai ( The Lady From Shanghai, 1948), de Orson Welles; Pal Joey ( Pal Joey, 1957), de George Sidney; S angre en primerapágina ( The Story on Page One, 1959), de Clifford Odets, E l fabuloso mundo del circo ( Circus World, 1964), de Henry Hathaway, o Mesas separadas ( Separate Tables, 1958), de Delbert Mann, dejó un rastro indeleble de sensibilidad e intuición ante las cámaras encarnando a un puñado de personajes cuyos rasgos dramáticos se asemejaban como gotas de agua a los que iban definiendo, lenta pero inexorablemente, su declinante biografía personal.

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