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Pino Ojeda: poeta mística del siglo XX

El silencio sobre la religiosidad espiritul extrema de su obra persiste tras un año dedicado a su poesía

Pino Ojeda: poeta mística del siglo XX

Hace ya unas buenas jornadas que -desde 2016- la cultura canaria viene dedicando su esfuerzo a la obra artística de Pino Ojeda. Numerosas han sido las iniciativas y diversos los intereses despertados, y tanto es así que en la actualidad hay hasta alguna tesis doctoral en marcha -como se ha ido anunciando-, dentro de este impulso de rescate ojediano, sobre sus diversas facetas literarias. Punto clave del devenir celebrado es la publicación de la Obra poética (OP, Cabildo de Gran Canaria, 2016), en edición de Blanca Hernández Quintana, quien mayormente se ha encargado de difundir su faceta lírica. Este oleaje reparador se colma con la celebración durante 2018, en su honor, del Día de las Letras Canarias. El final de año que ahora acercamos cierra un ciclo sin duda crucial para la valoración de la poética de la artista terorense en la historia de la literatura y del arte insulares e hispánicos.

En la medida de nuestras posibilidades, nos hemos mantenido atentos a los acontecimientos pergeñados y dos son los interrogantes que nos surgen en la presente clausura de su año: el primero, cómo haber dejado pasar 2018 sin editar las no pocas obras de teatro y los tantos poemarios inéditos; y el segundo -sobre todo- el sospechoso silencio de la práctica totalidad de quienes han escrito sobre la condición mística más que evidente de la obra de la autora. Si bien es cierto que se pronuncia y se inscribe machaconamente, acá y allí, sobre el premio Fernando Rielo de Poesía Mística obtenido en 1991, apenas es anunciado que su entera poesía, de comienzo a fin, viene marcada por este signo de religiosidad espiritual extrema. Acaso este aspecto haya sido sugerido tangencialmente por Jorge Rodríguez Padrón en 1992 en su Lectura de la poesía canaria contemporánea, donde afirmaba -y directamente lo compartimos- que los versos de Ojeda había que concebirlos como un mismo universo derivado. Pero lo que insiste en expresar la gran mayoría -sin retomar aquella sugerencia- es que esta cercanía a Dios (nombrado por ella desde su primer libro: OP, p. 92) llega al final como una suerte de colofón existencial amable y resignado, cuando lo que en verdad se aproxima con el paso del tiempo tan solo es una claridad y una sencillez más amplias en la expresión de su piadoso verbo.

Desde el texto inaugural ( Niebla de sueño, 1947), todo lo agita un más allá del ser, una trascendencia, como si la existencia tuviera reiteradamente una fuga hacia las esquinas y los adversos de la realidad. No vamos a negar que el acontecimiento del tajo de la muerte de su marido propiciara este deseo amoroso jalado y alado desde la ausencia. Pero más que nada parece que, en cierto sentido, el amado fallecido se va convirtiendo -al tratarlo desde la palabra viva retirado y alejado, sin presencia- en Dios. El tortazo de la muerte, más otras experiencias vitales en el cuerpo de Ojeda (léase la biografía, reeditada por Mercurio Editorial en este 2018, de Juan Francisco Santana Domínguez), fundan una altura simbólica, verticalidad hacia el cielo dentro del cauce judeocristiano donde se entienden especialmente las circunstancias de la poeta, aunque muy lejos de la acartonada y oficial catolicidad franquista. El itinerario imperfecto de los suelos y de la carne estará para siempre virado hacia lo innombrable imposible, lo incategorial, lo inefable. Es cierto que, como se ha dicho, la poeta muestra frecuentemente un tú al que se dirige, que no siempre es divino aunque sí divinizado; porque puede que la base inspiradora de determinados poemas sean algunos referentes reales, mas su estilo vital-verbal los modifica a través de un animismo que aboga por glorificarlo todo. De aquí que se haya apuntado su perspectiva panteísta del mundo, de fusión unitaria con la realidad deificada, por donde aparenta que en buena medida transita. No obstante, la experiencia expresada a veces se complejiza a través de un desdoblamiento de la primera persona en ese tú aludido -como suele ser habitual en estas vivencias- que confunde la identidad: "... yo existo. / Pero no en mí" (p. 125).

La poeta ha padecido, desde sus comienzos expresivos, una conversión contundente e inapelable en la que solo queda aquella inclinación de respirar sin vivir en ella, una enfermedad que no posee cura humana. Por tanto, ante tal hecho absoluto, queda franquear los senderos del mundo marcados por una enajenación inentendible a ojos de la normalidad pero que más bien se torna lo-cura: acciones fuera de lo común para sanarse, en parte, de la incomprensibilidad, o más bien como salvación en medio de un ambiente asfixiante en el que tanta cotidianidad esteriliza (páginas 63, 65 y 228; sobre todo "Lloraría hasta el alba", p. 110). Así que Pino Ojeda muere porque no muere, una liberación para quien anda apuesta del otro lado, como alarga al final del vertebral poema "Corazón solo" (p. 105), inserto en el que es el mejor de sus libros, Como el fruto en el árbol (1954), uno de los indispensables poemarios de la literatura canaria del siglo XX, de sugestiva cadencia cercana a Liverpool de José María Millares, ambos -aunque diferentes- claramente excéntricos en medio de la lírica insular de aquellos lustros de posguerra. La locura anotada tiende a estabilizarse a partir del tercero de sus títulos líricos, La piedra sobre la colina (1964): aminora la confrontación con el mundo, aunque no por ello deja de evidenciarse una relación irreparablemente cambada e incierta.

Paradojas o dislates

Estigmas inequívocos de lo que desandamos son las paradojas o dislates que asoman, desde su temprano "desesperadamente tranquila" (p. 35) y las mezclas recurrentes entre la felicidad y la angustia hasta el deseo inexcusable de "destruirme la vida" (p. 66); desde los irreprimibles impulsos para la expresión de sus vivencias hasta el silencio apetecido del recogimiento; y todo ello sobre una sequedad ansiosa: "Ya mi boca vacía, hambrienta eterna, / por sus bordes teñidos se va vertiendo" (p. 47). El amor aquí enarbolado es fe apasionada, erotismo acaso para el entendimiento humano ("soy aún toda fuego no extinguido / y en sus manos seré carne abrasada", p. 42), pero igualmente desconocimiento ("todo es sombra en mi amor", p. 41). Tal grado alcanza este no saber inundado de ausencia que se añora incluso llorar por los muertos lejanos, los no familiares (p. 110), como si lo más extraño se convirtiera a la par en lo más íntimo. El afán es tener noticia de lo imposible, aunque "ningún muerto se erguía de sus tumbas / para explicarse" (p. 221). La fe mística que en ella anida, infusa y pasiva, no deja de mezclarse con el dolor de quien no logra tocar el infinito que persigue, lo que en particular la arrima solidariamente a todos los seres sufrientes del universo (p. 162 y 165), que no pueden...: ese sería el meollo de su inentendible compromiso -de su ética y de su política-, reacio ante cualquier estructura castrante y opresora. El proceso existencial profundo que se torna religioso en la palabra poética que aploma Pino Ojeda, y que venimos desentrañando, señala casi desde el principio más a la utopía que a la melancolía (ya precozmente su reino había dejado de ser de este mundo); y dentro de esa utopía el dedo apunta más hacia arriba que hacia el futuro.

Dimensión de altura

Altura y verticalidad definen la columna vertebral de esta poética, pues todo va sin remedio con el vuelo hacia el cielo. La existencia, si es, baila hacia arriba. La cotidianidad solo pudo ser en Pino Ojeda si subía de nivel sensible. Ahí andan, para corroborarlo, el referente algo romántico (y aleixandriano en parte, como el versículo primero de Ojeda) de la luna como imposibilidad humana, así la piedra de la elevada colina. Los ojos se encuentran siempre izados en una actitud tan descomunal que van perdiendo su funcionalidad: ven con neblina o tras un paño gris. La tendencia extática se alza contra los propios sentidos corporales (p. 71), especialmente contra la susodicha vista, que se muestra y se niega al unísono. Por eso el difundido poema "¡Cómo quisiera ser tus pequeñas cosas!" (p. 54) cataloga evidentes concreciones, pero el deseo máximo expresado al final es, paradójicamente, esta abultada inconcreción: "¡Ay, cómo quisiera ser para ti la nada / y poderte ofrecer el más allá!". Incluso hasta las lágrimas van hacia arriba en el hermoso "Esta noche no naceréis" (p. 108).

La altura en la lírica de la grancanaria es hondura que se descifra desde un sin lugar y un sin tiempo, por momentos exteriores a todo: "Yo estaré en el centro de un mundo oscuro respirando por las ramas de un pino verde que nace" (p. 106); e, incluso, "más abajo de su posibilidad", entiéndase de la potencia humana que se presenta inútil para trascender con cordura y raciocinio. La vida deambula en los huecos, cavidades y orificios para corresponder a la Ausencia que vertical se impone; y si la luz de la realidad tiene un sentido será porque "busca una sombra / que me cruzó el semblante" (p. 213). Si hay esperanza, alegría y fiesta en el mundo de acá será con la cremallera divina subida hasta la entraña más espigada de lo infinito. En esta línea de interpretación, el repetido símbolo del sueño se escora hacia aquella lejanía exterior que comprende el más allá (por ejemplo en "Sueño sin alas", pp. 114-115) y asimismo se vincula a la numerología cabalística (poemas 3 y 4 de El derrumbado silencio, CanariaseBook, 2017). El alba en la espalda (1987) es un libro que ahonda con mayor naturalidad en todo este universo cosido a lo sobrehumano en el que crecen seres, voces y presencias paralelas (p. 159) que hacen de este sueño una ampliación evasiva de la cotidianidad: "Mientras los Hombres luchan / precipitándose en la sima / junto a mí no hay nada que pueda / ya destruirme. / Dueña de un mundo iluminado / nacido de los sueños, / soy como un horizonte / más allá de los tiempos" (p. 161).

Si la persona no palpita al compás de esta sintonía se torna objeto y piedra, se desquicia, flota des-angelada, como se lee en El derrumbado silencio: el verdadero exilio de la vida se torna cuando nos alejamos de la altura, cuando vivimos olvidando nuestra condición divina en pro de un materialismo sofocante, invasivo y abrumador, el de la sociedad capitalista y neoliberal que soportamos. De ahí los textos en este libro contra el progreso despersonalizado alienante donde gobierna la idolatría de las máquinas y el número monetario endiosado... El género humano queda terriblemente tocado, y en este caso no precisamente por un dedo beatífico.

El póstumo Árbol del espacio (2007) es, en suma, el recorrido de su vida anhelante protagonizada por el abrazo al misterio religioso. Es un recuento de la existencia desde la altura en el que se puede leer que el destino divino que le fue marcado adviene desde mucho antes de los negativos sucesos de su vida, aunque ellos mismos posteriormente lo animaran ("Primer nacimiento", p. 220).

Desconocimiento y lenguaje

Es manifiesto que lo explicado no se puede separar de la expresión verbal que Pino Ojeda propone, afrontada desde esta realidad partida que se descifra a cachos en medio de la lengua tersa y tensa de la poesía. Digamos que si Ojeda es poeta lo es por necesario designio irrefutable para la oxigenación de su sangre, siempre en camino, en búsqueda. Aquella lo-cura es la que ha de escribir y escribirse para la vivencia y la supervivencia, y en esta cabalgadura se constata una ruptura lingüística con cierta contundencia, sobre todo en Como el fruto en el árbol. De estos elementos surge su lenguaje místico: en los inicios abigarrado y violento, salmódico y armado de un versículo que grita como si la carne humana le pesara (p. 129), amén de un prosaísmo que enfila a perderse; y en los finales suavemente complejo y pacificado, como El salmo del rocío, de versificación estrecha aunque alimentada por la verticalidad gráfica (también en El derrumbado silencio el verso corto apremia, pero en este caso parece más un compás maquinal y antiangélico).

La obra lírica es traspasada por la hendidura -decíamos- del desconocimiento y el famoso tartamudeo silábico ("no sé qué que queda balbuciendo"), grabado a fuego por san Juan de la Cruz para la historia de las posibilidades de la palabra (p. 77). Y aunque pueda haber presentes los lógicos rumores de otros autores (destaca una parte de Aleixandre y un tanto de Juan Ramón Jiménez; también al comienzo suena algo el modernismo canario), digo que más finamente se escucha la mística hispana, sobre todo la de los ojos inocentes del carmelita. Pero lo maravilloso es que de aquella altura, de aquellos huecos, de aquella lo-cura remontan en ocasiones hasta el nivel de los vocablos deslumbrantes imágenes -visionarias, atrevidas, vanguardistas- solo atribuibles a esta amplitud de miras ingobernable y rebelde de la mística y del lenguaje que, esposado, le es consigo.

Plástica novedosa y mujer elevada sobre su tiempo. Si no tenemos en cuenta el tuétano religioso de esta artista a través de su verbo, ¿podremos realmente comprender la novedad de su pintura informalista y abstracta, que siempre tuvo este perfil de visionalidad esfumada y etérea? ¿O es que creemos que estas originalidades son simple resultado al alimón de la voluntad de figurar en la historia del arte? Ella anhela estar en otro lado también cuando pinta y probablemente sea la razón principal de su humildad consustancial de vida, pues ante la inmensidad siempre nos quedamos cortos. Todo lo que Pino Ojeda roza lo revierte -sin socorro- en altura, y por eso gesta pruebas y más pruebas pictóricas, que ella llamaba no casualmente "búsquedas". Las desembocaduras de sus anhelos gráficos serán múltiples, pero tendrán en sus enigmáticas lacas -que la arrastran hasta pasajeras cegueras- las mayores de las alabanzas estéticas.

En definitiva, ¿cómo podrá entenderse bien por qué Pino Ojeda fue una mujer de ademanes infrecuentes en su existencia diaria, imposibles de ser comprendidos por la normalidad reinante chabacana de la posguerra y también de la actualidad, si no se tiene en cuenta esta vida rica, amplia y ampliada, mágica, que la coloca, en todo momento, con una pierna, un brazo, un ojo y su maravilloso verbo, modesta y revolucionariamente, más arriba del mundo y más atrás de la realidad? Más que adelantada, fue una mujer elevada sobre su tiempo.

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