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La última diva

Se cumplen siete lustros de la muerte de la estrella de la época dorada del cine mudo Gloria Swanson

La última diva

Nada hacía presagiar que una visita fortuita a los míticos estudios Embassy de Chicago en compañía de una de sus tías iba a convertirse, para una Gloria Swanson (Chicago, Illinois, 1898/Nueva York, 1983) tímida, vacilante y aprensiva, en el preludio de una de las carreras cinematográficas más fulgurantes de la era dorada del cine mudo.

Ni siquiera la particular vehemencia con la que le hablaba a sus padres de aquella experiencia iniciática despertó nunca la menor sospecha en su círculo familiar sobre la verdadera orientación que iba a tomar su vida profesional a partir de entonces, pero así fue: dos años después haría sus primeras apariciones en la pantalla como extra junto a cineastas del calado de Charles Chaplin, en títulos como At the End of a Perfect Day (1915) The Ambition of the Baron (1915) o The Fable of Elvira and Farina and the Meel Ticket (1915), esta última dirigida por Richard Foster Baker junto a Wallace Beerey, actor con el que se casaría un año más tarde y del que se divorciaría en 1919 tras una convivencia calificada por la propia diva en sus memorias como "infernal".

A partir de aquel año, instalada ya en Hollywood, emprende una larga y original carrera fuertemente apuntalada durante los primeros años gracias a su estrecha colaboración con figuras cimeras de la comedia como Sam Wood, Cecil B. De Mille o Alan Dwan, tres de los directores más respetados del momento a cuya sombra se moldearía su inconfundible perfil de estrella especialmente dotada para encarnar heroínas románticas y atormentadas al tiempo que contribuiría a marcar su propio territorio respecto a los otros grandes mitos femeninos de la época (Greta Garbo, Norma Shearer, Marlene Dietrich, Louise Brooks, Pola Negri, Alla Nazinova, Janet Gaynor y Joan Crawford), que, como ella, pugnaban por ocupar el liderazgo en el firmamento hollywoodiense.

Transformación

Esta transformación, a la que no fue ajena tampoco la mano maestra de Eric von Stroheim en La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), pese a los continuos desencuentros que mantuvo con la estrella; la de Edmund Goulding en La intrusa (The Trespasser, 1929) o la de Raoul Walsh en La frágil voluntad (Sadie Thompson, 1928), inspirada en la novela homónima de Somerset Maugham, no fue óbice sin embargo para que, en la cima del éxito, con tres nominaciones al Oscar y decenas de homenajes a sus espaldas, desapareciera misteriosamente de los platós cinematográficos durante casi veinte años sin ningún motivo aparente que justificase tal ausencia.

Biógrafos, críticos e historiadores de acreditada solvencia no han encontrado una razón especialmente indicativa que explicara tan repentina desaparición, máxime cuando, en aquellos tiempos, su estrella resplandecía con más intensidad que la de ninguna de sus más directas competidoras y algunas de sus más renombradas interpretaciones, como las de Macho y hembra (Male and Female, 1919) y La fuerza de un querer (Something to Think About, 1920), de Cecil B. de Mille; El caballero sin tacha (The Great Moment,1921) y La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard´s Eight Wife, 1923), de Sam Wood; Esclava del pasado (Coast of Folly, 1925), de Allan Dwan; La dama indómita (Untamed Lady, 1936), de Frank Tuttle o Indiscreta (Indiscreet, 1931), de Leo McCarey seguían cosechando aplausos por todo el mundo en sucesivas reposiciones en los cines de medio mundo, al tiempo que se hacía con el codiciado record de ser la actriz mejor pagada de Hollywood.

Hay quienes aseguran que el verdadero detonante de su repentina ausencia de las pantallas fue su agitada vida amorosa, que se saldó con seis matrimonios y un buen puñado de amantes, entre los que se encontraba Joseph P. Kennedy -padre del malogrado presidente norteamericano y financiador, a la sazón, de La reina Kelly; otros en cambio afirman que la llegada del sonoro hizo declinar su interés por continuar una carrera que no se vislumbraba ya tan boyante pues sus condiciones personales no se ajustaban, como sí sucedía con otras actrices de su entorno, a las exigencias técnicas del nuevo invento. Su voz, algo aflautada, no era la más apropiada para garantizarse el éxito artístico en un terreno salpicado de nuevos y complicados retos que no todas las estrellas del momento supieron afrontar con la necesaria capacidad que se les suponía tras décadas aportando luz y emoción a decenas de películas inolvidables.

Sea como fuere, cuando en 1950 reaparece inesperadamente bajo la batuta del director austroamericano Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), vagamente inspirada en su propia biografía, interpretando a Norma Desmond, una veterana diva del cine mudo que sueña con rehacer su maltrecha carrera en Hollywood con la ayuda de un joven, ambicioso y atractivo guionista (William Holden), al que le dobla la edad, el público se vuelca sobre el viejo mito resucitado, albergando la esperanza de que, al fin, las pantallas volverían a reflejar su talento interpretativo en una etapa de su interrumpida trayectoria profesional que prometía ser especialmente apasionante, sobre todo porque la magistral película de Wilder ponía de relieve una de las facetas artísticas menos cultivadas por la estrella: la trágica. Su aparición en aquel drama estremecedor de ribetes góticos, representando el papel de una decadente estrella de Hollywood hipotecada por la grandeza de un pasado periclitado se convertiría, paradójicamente, en su propia tumba profesional.

Y así fue: la en otros tiempos rutilante diva de la Paramount se apagó una vez más en el silencio de su retiro voluntario, limitando su trabajo a fugaces apariciones en los escenarios de Broadway y en programas televisivos de la popularidad de The Mike Douglas Show (1964) o The Carol Burnett Show (1973). Three for Bedroom (1952), de Milton H. Bren; Mi hijo Nerón (Mio figlio Nerone, 1956), de Steno; Killer Bees (1974), una horror movie del rutinario Curtis Harrington y un insignificante cameo en Aeropuerto 75 (Airport 1975), de Jack Smight, cuatro filmes absolutamente prescindibles, e insignificantes en el plano actoral, para una intérprete con su trayectoria fueron sus últimas experiencias en la gran pantalla y la prueba más fehaciente de su imparable deriva crepuscular.

Durante este prolongado impasse profesional pudimos verla en España, semanas antes de su muerte, en un especial que la NBC le dedicó a su ilustre mentor y maestro del kolosal hollywoodiense Cecil B. De Mille con quien trabajó, entre otras, en A los hombres (Don´t Change Your Husband, 1919), las citada Macho y hembra; ¿Por qué cambiar de esposa? (Why Change Your Wife, 1920), La fuerza del querer o El señorito Primavera (The Affairs of Anatol, 1921). En aquel incisivo reportaje, en el que no faltaron los testimonios de algunos de los personajes más ilustres del ala más conservadora del cine norteamericano, la casi nonagenaria estrella, altiva, misteriosa e imperturbable, como muchos de los personajes que representó en la pantalla, expresaba su propia opinión acerca de la polémica figura del director de Las cruzadas (The Crusades, 1935), muy elogiosa en el terreno artístico aunque especialmente recriminatoria en el plano político. No obstante, ninguno de sus gestos indicaba, pese a su avanzada edad, que algunos meses después sus profundos y acuosos ojos azules, que tanta pasión despertaron en los círculos más distinguidos del Hollywood de entreguerras, se cerrarían para siempre recién cumplidos los 84 años.

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