Hace casi cuarenta años conocí a una artista sensitiva y admirable persona: Lola Guerra, que acaba de dejarnos. Leitmotiv de su larga vida fue la música, que cultivó como excelente pianista y pedagoga. Exigente consigo misma, lo era también con cuantos requerían su concurso como intérprete o se formaban bajo su dirección. Culta y refinada, gustaba de conversar, cambiar experiencias y debatir cuando era el caso. Siempre generosa en el acompañamiento vocal y de cámara, aparecía ante el público con la rigurosa preparación y el ensayo que le permitían explayar su innata musicalidad al servicio de la obra. Su empeño mayor era el apoyo a los jóvenes alevines de la composición y la interpretación vocal o instrumental.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar con motivo de mi ingreso como socio en El Museo Canario (1981). En lugar de una conferencia propuse el estreno de los Cinco poemas del mar para barítono y piano, escritos sobre sonetos alejandrinos del libro homónimo de Tomás Morales. Dedicados a mi gran amigo Tomás Hernández Pulido, la línea vocal estaba pensada para su voz baritonal. Fue imposible encontrar un cantante de esa cuerda que se comprometiera a estudiarla en pocos días. Lola Guerra asumió el compromiso de la parte pianística a petición de Lothar Siemens, por entonces director del Museo. Las urgencias nos obligaron a confiar el canto a una soprano, Beatriz Melero, excelente lectora y buena amiga de juventud en el Conservatorio de Oviedo, que profesaba entonces en el Conservatorio de Madrid. Así se oyeron en el acto del Museo. Pero no fue sencillo. Tuve que transportar la línea de barítono a la tesitura sopranil, que implicaba una tonalidad diferente y, por tanto, numerosas alteraciones en la armadura. Lolina había estudiado el original y lo hizo de nuevo con la transposición, bastante más incómoda.

Otro pianista se habría negado. Ella se encerró con la nueva partitura y cuando llegó la soprano ensayaron como si no hubiesen mediado tantos cambios. El cálido aplauso que ambas recibieron alivió mi mala conciencia por haberlas metido en el compromiso.

Estos detalles son inolvidables. Nunca dejé de agradecer a Lola su magnanimidad. Hablábamos mucho por teléfono y nos reíamos del azar que hacía casi imposible encontrar un barítono dispuesto a cantar el original. Lolina había vuelto a sufrir la versión soprano en un estupendo concierto con mi fraternal amiga y admirada cantante Pepita Miñón, que les fue pedido para la Sociedad Filarmónica por el presidente Sergio Pérez Parrilla, a instancias de otra mujer muy querida y admirada, su compañera en la directiva Sylvia Perdomo.

Más tarde quiso Rafael Nebot llevar la obra al Festival de Música de Canarias y encargó una orquestación (para el de 1993) al inolvidable compositor Francisco Guerrero. El proyecto era de lujo, porque al fin se vinculaba a un barítono, nada menos que el malagueño Carlos Álvarez en los comienzos de su gran carrera internacional. Lola Guerra compartía mi impaciencia por escuchar la versión original con acompañamiento sinfónico. Pero Carlos llegó a Tenerife, donde sería el estreno, completamente agobiado. Venía de Milán, donde Riccardo Muti le había ofrecido protagonizar el nuevo Rigoletto de la Scala. Un salto a la fama mundial. Habían sido días de audiciones, discusiones y estrés, en los que el cantante no tuvo un minuto para poner a punto mis humildes canciones. El primer ensayo en el Guimerá con la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, dirigida por Gabriel Chmura, fue alarmante. El maestro y yo nos encerramos con Carlos en un camerino para discutir y probar al piano todos los elementos de expresión, respiraciones, etc. Ya era tarde, porque el día siguiente tendría lugar el estreno tinerfeño y dos más tarde el de Las Palmas.

Llamaba a Lola cada noche para comentarle los detalles de la aventura, y siempre me animaba con palabras inteligentes y certeras. La primera ocasión baritonal había fallado, pero, como ella repetía, hay en Canarias otros barítonos. Sin embargo, en conciertos colectivos que incluían alguno de los cinco poemas, fueron cantados por un tenor lírico de agudo extenso, el ya famoso dentro y fuera de España Gustavo Peña. La última oportunidad fue en junio de 2009, cuando el maestro Max Valdés quiso incluir estas canciones sobre Morales en su concierto de despedida, tras catorce años como muy aplaudido director titular y artístico de la Orquesta del Principado de Asturias. Contrataron a un competente barítono asturiano con el que crucé abundante correspondencia acerca de la obra. Por un desacuerdo en el caché se enfadó con la empresa y canceló el compromiso. A toda prisa hubo que sustituirle y tan solo una opción estuvo disponible: la de la celebrada mezzo catalana Mireia Cantó, que hizo lo que pudo.

A raíz del estreno de 1981 en el Museo, publicó Lothar Siemens estas palabras: "Lola Guerra, siempre escrupulosa y limpia en sus interpretaciones pianísticas de música contemporánea, superó con decisión y energía las inmensas dificultades de una obra arriesgadísima y comprometida, admirando profundamente al público".

Lolina se reía con ganas cuando me quejaba de las variadas conspiraciones del azar contra una pieza musical escrita para barítono, que en casi 40 años de existencia no ha conseguido sonar bien una sola vez en voz baritonal. Dedico a su memoria este largo relato de un avatar sin importancia porque fue el nexo de mi estimadísima amistad con una mujer extraordinaria. La sincera y desinteresada entrega a su vocación, la selecta cultura, el exigente buen gusto, el impecable pianismo, la calurosa comunicatividad y el instinto de respaldar toda empresa musicalmente idealista integran el rico perfil de Lolina Guerra, que se ha ido rodeada del mucho amor merecido en vida. Mi solidaridad con todos cuantos la han querido y en especial su hermano Mario, tenor y maestro de tenores; Berta Guerra y su esposo el poeta Eugenio Padorno; el también poeta Oswaldo Guerra; y el nieto que empieza a despuntar como concertista de piano, en el que ella depositaba gran esperanza.