En el Salón Dorado del Gabinete Literario ofreció el Festival el último de sus programas de cámara, titulado Bach y más allá II. Como bien explicó el director Michael Gieler, ese "más allá" alude al tiempo histórico y estético, no a la importancia o calidad de las músicas. Los siete movimientos de la La Serenata op.25 de Beethoven, para flauta, violin y viola (Julie Moulin, Jae-won Lee y Gieler) abrieron felizmente la sesión con toda la alegría, imaginación y mundanidad de que fue capaz el autor cuando la incipiente sordera empezaba a asustarle. Los modelos de Mozart y Haydn en el jugueteo de los tres instrumentos, que se alternan en los primeros planos, conformó una auténtica filigrana de agilidad y buen humor, escritura perfecta que recoge el legado estilìstico y lo transforma con fantasía tan salonera como callejera. Versión inmejorable de los tres intérpretes, en especial la flauta, tratada por Beethoven con cariño singular.

Siguió Mozart con su a medias espiritual o jubiloso Cuarteto en mi bemol K.428, uno de los seis dedicados a Haydn. (Lee y Adrián Marrero, violines; Adriana Ilieva, viola; y Carlos Rivero, cello). Una pieza enigmática y difícil, que se mueve entre la reflexión y la expansividad, perfecta en la escritura de luces y sombras, llena de claves espirituales no siempre claras y a la vez imbuida de ideas mundanas de gran efecto. La ejecución, muy leal al texto, fue satisfactoria en los enigmas y brillante en la evocación del célebre destinatario.

Finalmente, el Octeto póstumo de Max Bruch, que duplica las voces del cuarteto, sonó grande y denso como una pequeña orquesta de cuerdas. Apasionado y declamatorio en su primer movimiento, elocuente en la prioridad de las cuerdas graves del segundo y banalmente brillante en el tercero, recibió los acentos adecuados al tardorromanticismo decadente.

Sus intérpretes fueron Henk Rubingh y Bertrand Cervera, violines primeros; Marrero y Madjin Mijnders, segundos; Gieler e Ilieva, violas; y Rivero y Johan van Iersel, cellos.

Todos muy aplaudidos, incluso en exceso por ia extraña costumbre de bartir palmas al final de cada movimiento, no solo al final de cada obra, con evidente molestia para la concentración de los intérpretes y de la propia audiencia.