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Lo viejo y lo nuevo

'Érase una vez en... Hollywood' revela, como ninguna otra de sus películas, la adicción deTarantino por reinventar el cine desde su cinefilia inquebrantable

Tarantino inmortaliza sus huellas en el Teatro Chino de Hollywood. la provincia/dlp

Hay películas que nos dejan virtualmente sin aliento, cuestionan algunas de nuestras más arraigadas certezas, nos provocan cierta desazón, aunque consigan cautivarnos, situándonos en la incómoda tesitura de tener que rechazar o abrazar propuestas estéticas y conceptuales que rompen radicalmente con los viejos vínculos que nos conectan con el cine más tradicional. Pues bien, con la obra de Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) se han dado, y seguirán dándose, sin duda, estas circunstancias mientras insista en su legítima disposición a convertir la pantalla en un espejo de sus propias reflexiones sobre la metamorfosis que ha venido experimentando el arte cinematográfico desde sus primitivas experiencias como cinéfilo insaciable en los viejos cines de sesión continua de Harbor City, el barrio de Los Ángeles donde pasó su niñez y adolescencia, hasta su consagración actual como cineasta provisto de una mirada profundamente innovadora y transformativa.

Por eso, he dejado que reposaran unas cuantas semanas mis impresiones iniciales acerca de Érase una vez en...Hollywood ( Once Upon a Time in... Hollywood), noveno largometraje de este controvertido cineasta, hasta que, hace unos días, accedí a un segundo visionado que me ha permitido dotarme de muchas más razones para reafirmarme en la convicción de que nos encontramos ante una de las piezas cinematográficas más abrumadoramente salvajes, desmitificadoras, inquietantes y sugerentes paridas por el cine estadounidense durante los últimos años, más incluso que algunas de las que integran su escueta pero muy sustanciosa filmografía desde que debutara en 1992 con la incendiaria Reservoir Dogs ( Reservoir Dogs), otra experiencia de infarto que conmocionó a crítica y público al tiempo que anunciaba el aterrizaje en la industria multinacional de un nuevo cineasta rabiosamente heterodoxo que entraría, cual elefante en un cacharrería, en los dominios del mainstream, aportando dosis muy importantes de rebeldía y de desafecto ante los encorsetados criterios artísticos por los que se guía hoy la producción multinacional.

Además de haberse convertido en un éxito taquillero sin precedentes en el ámbito del llamado cine de culto, la irrupción en las pantallas internacionales de un fenómeno cinematográfico de la magnitud de Érase una vez en... Hollywood ha supuesto un nuevo paso adelante en el empeño de muchos cineastas actuales por dinamitar los viejos estereotipos narrativos de la gran industria y por abrir nuevos y sugestivos escenarios que propicien una sana y necesaria confrontación entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición y la modernidad y sin que ello suponga de ningún modo la rendición absoluta de los viejos paradigmas del cine clásico sino un motivo más para apostar por la resignificación de un arte que se alimenta, y seguirá alimentándose ad infinitum, del diálogo que genera el enfrentamiento de ambas perspectivas en el contexto de un arte tan proclive a la banalización como el cine.

Todo en este formidable eslabón de la trayectoria tarantiniana nos llega al calor de un brillante ejercicio de prestidigitación visual del que, por razones obvias, se seguirá hablando durante muchísimo tiempo, tal y como sucede siempre con las obras realmente innovadoras y pasará, con toda probabilidad, a los anales de la historia como una obra que va a determinar ciertos rumbos en el globalizado sistema de producción de la industria cinematográfica del siglo XXI. Ya no basta con emplear el lenguaje fílmico como una mera herramienta para uniformar las ocurrencias argumentales y/o estéticas de los megaproductores de turno, ni para intentar el más difícil todavía en las volátiles modas lanzadas desde los enmoquetados despachos de los gerifaltes de Hollywood.

Hoy por hoy, el autor de Pulp Fiction ( Pulp Fiction, 1994) y J ackie Brown ( Jackie Brown, 1997), ante cuya explosiva trayectoria artística han claudicado legiones de espectadores de los perfiles intelectuales más diversos, representa la suma de los estilemas más recurrentes del cine mainstream y entre sus más notorias virtudes, algunas especialmente personales e intransferibles, como veremos más adelante, figura su innata capacidad para rastrear terrenos previamente transitados por otros cineastas de clara ascendencia clásica -el western canónico, el noir en sus diversas vertientes- o de marcados tintes populares -el spaghetti-western, el giallo como fuente inagotable de imágenes extremas, la levedad de los viejos filmes norteamericanos de serie B, la truculencia visual del manga, el cine bélico de clara inspiración trasalpina o el lenguaje referencial y disyuntivo de Jean-Luc Godard, profeta incontestable de la modernidad- configurando, a la postre, un modo muy singular de mirar y de escudriñar a través de la cámara la rica herencia icónica de un medio de expresión con más de ciento veinte años de historia.

Una manera de advertirnos, con todo tipo de avisos, guiños y señales visuales y acústicas que el cine se puede deconstruir agitando como una coctelera los diversos elementos formales que lo integran, es decir, contemplándolo desde una mirada desprovista de cualquier tipo de prejuicio culturalista. Tarantino no solo es arte popular es también arte mayor.

Aunque a simple vista podría parecer que lo que hace este director no es otra cosa que alimentar su cine de despojos del pasado en su empeño por reciclar continuamente materiales de desecho para construir su propio e inconfundible universo, lo cierto es que el tiempo ha acabado por dar la razón a quienes, desde Reservoir Dogs ( Reservoir Dogs, 1992), su deslumbrante debut en el mundo del largometraje, hasta Érase una vez en... Hollywood ( Once Upon a Time in... Hollywood, 2019), su último trabajo hasta la fecha, han depositado abiertamente su confianza en su incuestionable opción creativa hasta los que, por una u otra razón, empezamos tardíamente a admitir la autoridad que su obra ejerce, sobre todo en el ámbito de la semiótica moderna, y el consiguiente interés que esta despierta entre los leales y cada vez más abundantes consumidores de su inabarcable talento.

Contemplar a dos flamantes divos del cine contemporáneo, como Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, oficiando una caótica ceremonia sobre las infernales contradicciones que macaron la década de los sesenta, y sin privarnos en ningún momento de los escenarios más escabrosos y violentos, ya constituye, per se, todo un desafío que no todos los espectadores están dispuestos a afrontar pero Tarantino, sin embargo, logra cristalizarlo, y sin el menor asomo de autocensura, mediante una meticulosa selección de imágenes abiertamente inspiradas en el poderoso imaginario que se ha ido cimentando en su prodigioso cerebro de cinéfilo bulímico y, además, sentando cátedra con un surtido de imágenes que cortan la respiración. Sí, nuestro hombre ya se ha ganado su propio sitial en la historia del Séptimo Arte y sus películas, nos satisfagan más o menos, seguiremos aguardándolas como agua de mayo.

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