El multirrepresentado dramaturgo Juan Mayorga señala en uno de sus textos recogidos en el libro Elipses (La Uña Rota, 2016) que "el teatro es el arte de la reunión y la imaginación, lo único que le es imprescindible es el pacto que el actor ha de establecer con su espectador". Y cita que el propio Jorge Luis Borges hizo referencia a ese "acuerdo ingenuo" en que el actor finge que es otro ante una audiencia que finge creerle, y que es en la complicidad de ese doble fingimiento donde, a juicio de Mayorga, "reside la esencia del hecho teatral, su posibilidad y su fuerza".

Esta reivindicación del sustrato teatral primigenio constituye la gran fortaleza de El crimen de la calle Fuencarral, segunda producción artística de ese fascinante proyecto de experimentación escénica que es el Laboratorio Galdós, en el que Mario Vega, director de la compañía Unahoramenos, subvierte los códigos escénicos referenciales de su universo creativo a favor de la pureza, o depuración, del acto teatral.

Pero este salto mortal de Vega, que transgrede el esquema habitual de sus montajes anteriores, en los que horada las heridas sociales más hondas mediante la fábula, lo onírico y un espectacular diseño de escenografía y juegos visuales, solo confirma su gran mirada artística y, sobre todo, su capacidad para jugar como creador. Además, en este viaje, el director cuenta con varios aciertos, como la notable dramaturgia del colombiano Fabio Rubiano, que reescribe en clave de farsa burlesca contemporánea las crónicas galdosianas sobre el trágico asesinato que marcó el inicio de la prensa sensacionalista en la España decimónica.

Las tropelías, ambigüedades, manipulaciones y vergüenzas derivadas de aquel suceso que dividió a la sociedad española en dos bandos se traducen en 65 minutos de alto voltaje, que transitan desde la carcajada continua al espejo, como refleja ese diálogo final sobre una ventana invisible en la que nos miramos de forma inevitable: "De todos los trabajos, nunca sería verdugo".

Pero merece especial atención el tour de force interpretativo de un reparto en estado de gracia, donde Marta Viera -inmensa-, Efraín Martín, Abraham Santacruz y Ruth Sánchez transitan con fluidez de un personaje a otro, desdoblándose en abogados, fiscales, carceleros, amantes, periodistas o perros -con excepción de Sánchez, que interpreta a la acusada principal, Higinia Balaguer- sin apoyarse en un solo accesorio o atrezzo, dibujando una coreografía escénica que materializa con nota esa máxima del teatro puro en que el espectador se rinde desde el comienzo a este juego tan ingenuo como honesto, y siente que ha salido ganando cuando cae el telón.