Aunque no son pocos los incentivos que ofrece la presente edición de Ibértigo para seguir interesándonos a fondo por ciertas cinematografías de muy escasa repercusión en las carteleras españolas, y especialmente en las canarias, la prestigiosa directora, guionista y productora brasileña Lúcia Murat, que centraba ayer el interés de nuestra crónica por ser la protagonista absoluta de la jornada junto a su formidable Plaza París (2019), su último y multilaureado largometraje en el que aborda, desde una mirada radicalmente feminista, el conflictivo papel de la mujer en una sociedad de claros perfiles patriarcales, repite hoy protagonismo gracias al muy tardío pero necesario estreno de Brava gente brasileira (2000).

Se trata de su tercer filme de ficción y del punto de partida de una larga y exitosa carrera profesional consagrada a un cine profundamente engagé que recoge, en muchos casos, sus propias experiencias personales en el ámbito de la política activa como guerrillera que sufrió cárcel y torturas durante su activa militancia contra la dictadura en el seno de la organización revolucionaria MR 8 y cuyos máximos blasones, según varias fuentes consultadas (gran parte de su filmografía permanece inédita en España), son O pequeno Exército Louco (1984), Que Bon Te Ver Viva (1989) y Dulces poderes (1997), tres títulos que ponen su acento en la memoria de un país que fue privado, durante demasiado tiempo, de todo tipo de libertades y que actualmente sigue instalado en uno de los escenarios sociales más castigados por la desigualdad y la corrupción en todo el continente americano.

Con Brava gente brasileira Murat, directora a la que se le atribuye una importante responsabilidad en el crecimiento exponencial del cine brasileño de las últimas décadas, retrocede hasta 1778, año en el que el reino de Portugal intenta negociar con el Imperio español el trazado de las fronteras en la inmensa región del Mato Grosso, para retratar un mundo asediado por la miseria y por el uso abusivo del poder colonial, fielmente representado por las fuerzas armadas portuguesas, frente a una población indígena virtualmente diezmada por un ejército que sólo responde a una única consigna: allanar a cualquier precio el terreno para la conquista sin paliativos de un extenso territorio sembrado de enormes riquezas naturales y de potenciales esclavos para la práctica de la rapiña y del crimen indiscriminado en nombre de "la plata y del Señor", las dos únicas coartadas que explican el asesinato, la crueldad y la violación indiscriminada en la que se encuentra instalado el siniestro destacamento militar al que se le ha encomendado tan utópica misión.

Diogo, un astrónomo, naturalista y cartógrafo, abrumado por la oleada de violencia fratricida que crece a su alrededor en medio de una atmósfera cargada de angustia y hostilidad se convierte en testigo presencial de una realidad muy alejada de las auténticas inquietudes morales que preocupan a un intelectual que se presenta como pacifista y conciliador. Sus peripecias para lograr que reine la cordura y el instinto de convivencia en la patrulla que le acompaña en sus incursiones por la selva no solo no fructificarán sino que incrementarán aún más las tensiones y la codicia en un mundo donde sigue prevaleciendo, pese a las consignas oficiales de moderar la cohabitación con los nativos, la ley del más fuerte.

Poco más que decir sobre este absorbente y bello documento sobre los orígenes históricos de una lucha que aún hoy, más de doscientos años después, sigue fracturando la coexistencia pacífica entre la población blanca, paradigma del poder económico y político en la República de Brasil, y la nativa en medio de uno de los territorios con mayor potencial de riqueza y expansión de todo el globo.