Como reducto cultural de primer orden Ibértigo sigue cumpliendo, con diecisiete ediciones a sus espaldas, con su viejo compromiso de apostar por un cine de resistencia que establece distancias abismales con los patrones narrativos más rancios y estereotipados, dando así vía libre a ese otro cine que persigue, entre otros fines, la complicidad automática del espectador ante propuestas que exigen, como condición sine qua non, una nueva actitud ante el fenómeno cinematográfico, una disposición inequívoca a rechazar la zona de confort en la que nos pretende recluir la cultura mainstream para introducirnos en escenarios creativos mucho más fecundos, plurales y divergentes.

Naturalmente, combatir esa inercia nunca ha sido tarea fácil y mucho menos suplantarla por un uso inteligente y selectivo de nuestra capacidad crítica frente a las diversas ofertas que nos brinda hoy la industria de la imagen, por eso esta especie de cruzada cultural, absolutamen-te encomiable, en la que están empeñados los responsables de esta importante cita con lo que se cuece cada año en los fogo-nes del cine latinoamericano merece, sin duda, todo nuestro respeto.

Pero más consideración nos merecería si, como sería deseable, la muestra creciera aún más en ambición y aumentaran exponencialmente sus contenidos y por ende su capacidad para ampliar su perímetro de influencia fuera del ámbito insular. Nos referimos, obviamente, a ese otro paso, ya necesario, que permitiría transformar la muestra en un certamen abiertamente competitivo donde pudiera adquirir, bajo los mismos criterios selectivos empleados hasta ahora, mayor carta de naturaleza y la consiguiente proyección internacional que, sin duda, tal operación proporcionaría.

Sea como fuere, lo cierto es que la cita anual con Ibértigo no tiene el menor viso de desaparecer y con la misma modestia presupuestaria con la que se puso a andar hace más de tres lustros continuará con su pertinaz empeño por cubrir una de las parcelas de la cultura cinematográfica más ignoradas en el ámbito de nuestra comunidad y que por lazos históricos y culturales que nos unen al continente americano no acertamos a explicarnos el porqué de semejante abandono. Entretanto, hoy continua el programa de proyecciones con el estreno de un bellísimo documental de apenas una hora de duración que, con más razones que ninguno de los títulos exhibidos hasta ahora, participa de la idea troncal que alimenta este veterano encuentro.

La pausada pero persistente coloración poética que destilan las imágenes de Titixe (2018), la opera prima de la joven realizadora mexicana Tania Hernán-dez Velasco, Mención Especial del Jurado en el Festival de Málaga, pone de relieve, una vez más, que no hay un solo objetivo artístico que no se pueda alcanzar si tras la cámara existe el necesario talento que permita cristalizarlo en todo su esplendor. Eso es lo que sucede con este extraño pero fascinante ejercicio visual.

La película, inspirada en un guion de la propia directora, evoca su pasado familiar en una lejana zona rural del norte de México, centrando sus recuerdos en la figura de su abuelo, el último campesino capaz de arar con primor y sabiduría la tierra, un personaje que, además de haber dejado una profunda huella en los corazones de su viuda, de su hija y de su nieta, se convierte en el verdadero motor de un poema visual capaz de evocar en apenas sesenta minutos, y mediante un potente dispositivo visual, las fisuras emocionales que deja en el seno de una familia tradicional la memoria de un personaje irrepetible.