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La cuchillada de Alicia Llarena

La poeta grancanaria publica 'El amor ciego' (Huerga y Fierro, 2019), su poemario más bello y redondo, que presentó esta semana en la Casa de Colón

La poeta, narradora e investigadora Alicia Llarena, el pasado jueves, en la Casa de Colón. QUIQUE CURBELO

Después de una década de silencio poético, la narradora, poeta e investigadora grancanaria Alicia Llarena (Mogán, 1964), una de las voces líricas más destacadas de nuestro parnaso ultraperiférico, publica El amor ciego (Huerga y Fierro Editores, 2019), con una portada ilustrada por la poeta y artista Berbel, que la autora presentó esta semana en la Casa de Colón, arropada por los escritores Santiago Gil, Iván Cabrera y una servidora. Este poemario, el más hondo, bello, orgánico y redondo dentro del universo poético de Llarena, se detiene en todas las estaciones de la vivencia amorosa y, pese a las cordilleras, pendientes, cimas y desfiladeros de emociones que recorre, y a que la poesía exige siempre un paladeo lento, su lectura atrapa el corazón desde el inicio hasta la última palabra, que es, precisamente, el título del último poema en que culmina este viaje.

En 1904, Franz Kafka escribió a su amigo Oskar Pollak que "un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros", en el sentido de que "solo debemos leer libros que muerdan y arañen, como un golpe en el cráneo", porque no debiéramos leer con el propósito de ser más felices. Y este símil kafkiano adquiere su máxima significación en libros como El amor ciego, donde la poesía rasga el velo como un bisturí que abre una herida y luego la cauteriza, toda vez que, donde leemos poesía, podríamos emplazar también el amor, que es el sustrato principal de este poemario.

Pero si el amor es también ese hacha contra nuestro mar helado, tiene sentido que lo acojamos con los ojos cerrados. Precisamente, Llarena escinde acertadamente El amor ciego en dos partes diferenciadas, La ceguera y La cuchillada, y es en esta dualidad, en este juego de opuestos, por donde transita este viaje lírico: de la ceguera al despertar, de la ilusión al muro, del vértigo al naufragio, de la página en blanco a la página vacía, de la incertidumbre a la incertidumbre. Pero quizás la fuerza de esta antítesis radique en el propio baile o basculación de la voz poética, que imbrica ingenuidad y lucidez, pasión y serenidad, ternura y extrañamiento, lo primario y lo sublime, el anhelo y la verdad.

La primera parte de El amor ciego, La ceguera, se inicia con el poema Don de lenguas, un esfuerzo políglota tan hermoso como estéril de nombrar ese milagro, que ha marcado nuestra tradición lírica desde sus primeras manifestaciones. En cierta manera, la poeta ya anuncia desde el comienzo su derrota poética. A lo largo de estos versos de amor fou, como se denomina en francés al "amor loco o apasionado", desfilan temblores, sacudidas, temores, caricias, encuentros, saliva, el deseo de quemar las naves o de anidar en el otro, como una promesa de eternidad: "Abro las puertas del futuro / me descalzo a la entrada de los días venideros / y sobre el porvenir y la promesa / de tus ojos". Sus versos evocan aquel de César Vallejo que dice: "tanto amor / y no poder nada contra la muerte".

Aunque resulta inevitable identificar códigos comunes a la poética y ensayística de Llarena, recogida en sus poemarios anteriores como Fauna para el olvido (1997) o El arte de las flores secas (2009), la geografía de este primer paisaje poético es siempre una otredad, a la que la poeta se refiere, incluso, desde su condición de isleña, con versos como "las islas que somos / y que ya no seremos". "Tú eres la isla el horizonte / la milenaria laurisilva / la lava que se ablanda / la greda que cala el amor que fructifica / el campo que transito este domingo / la violencia de este escalofrío / que me empuja hacia tus labios". Sin embargo, junto a Vallejo, en su entrelínea respira la influencia de tantos grandes poetas latinoamericanos, campo de investigación en que se ha distinguido la autora, como Sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz, Alejandra Pizarnik -a quien cita en el comienzo del libro- o Jaime Sabines, entrecruzados en un mismo verso común que dice "Tú eres mi casa", que este último recoge en el poema Me tienes en tus manos.

Por su parte, en el segundo tramo de El amor ciego, este amor que alimenta, "que desborda como el río / después de la gran lluvia", se queda a la intemperie, Homeless [Sin casa], como se titula el poema-bisagra que da paso a La cuchillada, donde la poeta describe esa "fiesta de temor y sobresalto", "de esperar / de consumirse / de afiebrarse / de caminar sobre las brasas / de no tener la certeza". La venda cae de los ojos y el paisaje poético es ahora un yo en la tormenta, la inquietud, el silencio y la soledad. Pero en esta lluvia helada que congela incluso la palabra, la voz poética imprime en los versos un cambio en la forma, como condicionada por ese fondo que toca la narradora/amante, como si saltasen por los aires las palabras y se dispusiesen en las páginas en un nuevo orden: el de los fracasos.

Este es un ejercicio muy interesante en que la narradora se permite la licencia de incurrir, incluso, en la metapoesía, donde la poesía se remite a sí misma para anunciar que "se acabaron los versos / el poema esconde sus palabras / bajo el ala de la sílaba": "Se despeñan los poetas románticos los versos / la poesía es solo una provincia inhóspita". Nuestra poeta, experta en el realismo mágico, nos habla de "un disparo de realismo seco", como si Alicia atravesara el espejo -el nombre de la poeta resulta muy pertinente en este caso- hacia su verdad.

Y desde el otro lado del rompiente, se pregunta "qué amamos cuando amamos". Precisamente, Pizarnik hablaba del "miedo de ser dos camino del espejo" puesto que, cuando cae la venda, el reflejo nos devuelve nuestra imagen a solas en la habitación, quizás por esa máxima lacaniana que reza que "amar es dar lo que no se tiene a quien no es". Pero esta sabiduría de la aceptación cambia por fin el orden de las dualidades de El amor ciego y por las grietas de la cuchillada se abre paso, de nuevo, la luz, como en el Anthem de Leonard Cohen.

Con todo, justo en el ecuador de El amor ciego se sitúa el poema titulado Fruta madura, que explora los derroteros del amor que ha cruzado continentes, países y guerras, que ha vivido lo bastante para "avistar la primavera y reconocerla", que es lo que sucede con la poética de Llarena, que en este poemario conquista un grado de madurez donde siempre encuentra la palabra precisa en el territorio infinito y agotado del lenguaje.

El poeta chileno Enrique Lihn anunciaba en su poema Si se ha de escribir correctamente poesía que, en realidad, "el corazón es pobre de vocabulario": "Se juega al ajedrez con las palabras / hasta para aullar. Equilibrio inestable de la tinta y la sangre / que debes mantener de un verso a otro / so pena de romperte los papeles del alma". Esta declaración de principios describe el juego poético de Alicia Llarena puesto que, en esa rebelión contra la mortalidad que es la poesía, consigue atrapar y desvelar la vida. Y aunque desconocemos cuánta verdad autobiográfica alojan estos versos, si sucede que "el poeta es un fingidor / finge tan completamente / que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente", como expuso Fernando Pessoa; o si la poeta es "un alma desnuda en estos versos", como recoge el poema de Alfonsina Storni, lo cierto es que, afortunadamente, la verdad de estos poemas nos pertenece ahora a los lectores y lectoras. Y ese es el gran regalo que nos brinda Alicia Llarena, quien con sus poemas rompe nuestro mar helado y, como recoge uno de sus versos, nos trae el corazón de vuelta.

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