La Provincia - Diario de Las Palmas

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Tal día como hoy, hace cien años

Tal día como hoy, hace cien años, murió en Madrid Benito Pérez Galdós. Como en años anteriores quiero compartir con el lector amigo mi recuerdo del gran escritor, evocando en voz alta el último latir de su vida. Ya estaba Galdós muy acabado cuando realizó la última salida a la calle aquel 20 de enero del año pasado, 1919, para asistir a la inauguración de su estatua del Retiro de Madrid.

Estuvo casi bien de salud hasta pasada la mitad del año; luego empeoró. Se quejaban los suyos de que hablaba poco, pero pensaba tanto... Y se enteraba de todo, aunque lo disimulara riendo por dentro. La ceguera lo aísla con una sensación grata. Porque la mente sigue luminosa, tenazmente maquinadora e inquieta, parapetada detrás de las lentes negras y redondas. Parece un milagro.

Contrasta la negrura de fuera con el rayo de lucidez interior que lo reconforta. Los colores de la ceguera. Hace tiempo que supo que la ceguera tiene colores y que son propicios para avivar la imaginación, la creación un tanto loca. También para percibir cercanas las ausencias. Lo escribió hace años en las páginas de Cánovas como si experimentara esa sensación su personaje Proteo Liviano, Tito, casi ciego como él ahora. Recuerda aquellas páginas: "Comprendiendo Segis que yo me excitaba demasiado guardó silencio, dejando el asunto para mejor coyuntura. Con ligeros descansos, mis inquietudes tomaron cuerpo en los días subsiguientes. Mi caverna se teñía de un azul intenso algunas veces, otras de un rojo de sangre... Despierto creía notar que eran demasiado largas las ausencias de Casiana. (...) Dormido, o a medio dormir, adquiría la certidumbre de que estaba vacío el lecho de la que fue mi dulce compañera... Mi corazón era ya una piltrafa, destrozado por la mordedura de los celos... (...) Antes debo indicar que a ratos iniciábase ligero alivio en mi dolencia de los ojos. La percepción luminosa cada vez era mayor, y refugiándome en una casi oscuridad podía distinguir vagamente los objetos de más bulto. (...) Una tarde o noche, no lo sé, hallándome solo en mi caverna teñida de color violeta con franjas de oro, vi que a mí se llegaba una mujer. ¡Ay!, era Efémera, la buena, la estatuaria, la que en Tafalla y Madrid me trajo dulces mensajes de mi adorada Madre". (Cánovas, t, 24, 1046).

Cuando las voces lo volvían a la negrura se enteraba de novedades. Supo que en el teatro Margarita Xirgu y Enrique Borrás reestrenaron La loca de la casa con extraordinaria expectación y éxito. Y también, que junto a Marianela, sería esa obra éxito continuado en este otoño-invierno. Oyó decir que Jacinto Benavente adaptó para la escena su novela El audaz y que se estrenó con gran éxito. Creyó oír decir a Paco que María le había dado otro nieto, un hermanito robusto para jugar con Rafaelito ¡qué contento estaría su pequeño! La ternura era sensación grata que lo hacía sonreír por dentro y por fuera.

Poco a poco fue notando que la oscuridad se hacía más densa. Y que las voces de Paco, de su sobrino, de Rafaelita, le parecían más apagadas. Algunas se negaban a ser reconocidas, ¿el que hablaba ahora era Ángel Guerra o Ramón Pérez de Ayala? No, era Rafael Mesa, siempre al tanto de todo. Por cierto, ¿había oído el día anterior algún lío con un cura? No está seguro. Lo que sí recuerda con nitidez es la suavidad de las manos de sor Rosario Massieu, la amiga de infancia su sobrino y ahora superiora de a convento de María Milagrosa de Madrid. Una Hermana de la Caridad. Siempre las ha admirado.

Demasiadas voces se oían, que espantaban a las presencias que rondaban la cama: su madre sonriéndole a Sisita, Concha luminosa bajo el sol como cuando recogía habichuelas en San Quintín... Magdalena no se quejaba de sus jaquecas, sino sonreía serena...

El tres de enero fue particularmente oscuro. Las imágenes se le perdían. Cuando llegó la madrugada tuvo alguna lucidez para notar la presión de la mano de Goyo Marañón en su pulso y notar la presencia del querido don Pepino junto al médico. Y oyó junto a su cama el susurro de María, su hija, ¡qué alegría! La voz más recia de detrás era la de Juan Verde. Sonrió por dentro. Luego, un gran alivio.

Silencio. Don Benito ha muerto.

Al día siguiente, el Alcalde de Madrid publicó este bando:

"Madrileños: Ha muerto Galdós, el genio que llenó de gloria la literatura de su tiempo con las asombrosas creaciones de su pluma. Con sus libros honró a su Patria, con su vida se honró a sí mismo. Fue bueno, piadoso y el mayor orador del arte y del trabajo. Los que le admiraron en la vida vengan a la Casa del Ayuntamiento para, ante su cadáver, poderle dar el último adiós. Este homenaje de dolor le será grato porque amó siempre la sencillez".

Muchos lloraban en Madrid. Muchos lloraban Las Palmas. Aquí una niña de nueve años lúcidos, Josefina de la Torre, escribía:

Yo noté al levantarme

que el día era sombrío;

sentí una gran tristeza

dentro del pecho mío.

Presentí, entonces, algo,

Y mi hermana me dijo:

-¿Sabes, hermana, sabes?

Se ha muerto don Benito.

¡Don Benito! Aquel viejo

que estaba cieguito,

aquel que me gustaba

porque me daba el cariño.

-Hermana, hermana, hermana,

¿ha muerto don Benito?

Todos, todos, lloraban,

todos, todos, los míos.

Y hasta mi pluma ahora

al escribir, sin ruido,

es como si callara:

¡Ya murió don Benito!

Jornada, (Diario Liberal de Canarias)

Benito Pérez Galdós. No podemos olvidarlo. Tal día como hoy, cuatro de enero de 2020, se cumplen cien años desde que murió en Madrid. Los genios, sin embargo, no mueren. Revive Galdós con nosotros cada vez que, releyéndolo, levantamos la vista para pensar; o cuando anotamos detalles sobre los qué, los cómos y los porqués de sus páginas; o cuando lo sentamos junto a nuestra mesa para conversar con él sobre tantas y tantas cuestiones, que fueron de ayer y que siguen siendo de hoy.

Yolanda Arencibia.

Cátedra Pérez Galdós.

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