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El evangelio según Tolstói

Traducido tras un siglo 'El camino de la vida', breviario que sintetiza la doctrina del conde ruso, escrito tras sufrir una intensa crisis espiritual

El evangelio según Tolstói

No está del todo claro cuando se gestó la mutación. En cualquier caso, los especialistas en la obra de Tolstói resaltan que ya en Ana Karénina (1875-1877) el personaje de Levin delata la transformación espiritual de su autor. Una metamorfosis causada por una profunda crisis anímica cuyo indicio más temprano sería un apunte de septiembre de 1869 en su diario: "La verdad es que la vida es absurda. Había alcanzado el abismo y veía que, ante mí, solo quedaba la muerte. Sentía que yo, un hombre sano y feliz, ya no podía vivir". Anotada a los 41 años, esta confesión de Tolstói coincide con la publicación de las últimas entregas de Guerra y Paz (1865-1869), el aldabonazo que liquidó las convenciones novelísticas rusas.

Las grandes crisis pueden iniciarse con un relámpago, pero sus tormentas pueden tardar años en disiparse. Lev Tolstói (1828-1910), de distinguida estirpe aristocrática, ensalzado por Guerra y Paz y consagrado con Ana Karénina, hombre sano y con una vida familiar tan razonablemente feliz como las de otras familias felices, se convirtió tras una década de lecturas filosóficas y religiosas en el apóstol de una espiritualidad transformadora basada en su interpretación personal de los Evangelios. Lo hizo después de buscar sentido a su vida, y no hallarlo, en la Iglesia, la Filosofía y la Ciencia. Y de descubrir que el mayor impedimento para que una vida tenga sentido es la desigualdad, generada por la propiedad privada, defendida por el Estado y por una Iglesia que había pervertido el mensaje evangélico: Dios es amor, amadle y amaos.

El nuevo Tolstói pasó a ser un inagotable batallador por la transformación individual que no sólo despreciaba su actividad literaria previa sino que, además, arremetía contra la Iglesia y el Estado, los dos grandes pilares de la Rusia zarista, y propugnaba un anarquismo radical que, alejado de la violencia, defendía la destrucción de las instituciones del Estado a través de una pasividad total que las ignorase. Este método de combate ha sido llamado "no resistencia violenta al mal", tuvo gran influencia en Gandhi y alimenta a parte de la izquierda alternativa desde finales del siglo XX.

La iluminación de Tolstói cristalizó hacia 1878, cuando tenía 50 años, y le llevó a adoptar una sencilla vida campesina en su hacienda de Yásnaia Poliana. Allí siguió escribiendo, pero su nutrida producción fue sobre todo ensayística y compuesta en una prosa que la crítica considera algo chata y reiterativa. Características que, sin duda, se vinculan al afán por que su mensaje de revolución individual llegase con nitidez a sus lectores, atravesando las barreras de la educación y de la vida cotidiana. Tolstói, excomulgado en 1901, escribió primero para entenderse a sí mismo. De ahí que abriera su nuevo corpus con Confesión, gestada en torno a 1880 como pórtico de una trilogía sobre la religión, el cristianismo y el sentido de la vida en la que denuncia la manipulación del Evangelio por la Iglesia ortodoxa rusa y propone su propia lectura.

Pero Tolstói también escribe para despertar conciencias. Y ahí encaja, culminando una larga lucha, su último título, El camino de la vida, recién traducido al castellano más de un siglo después de su publicación póstuma en 1911. Explica Selma Ancira, en el prólogo a su espléndida versión del texto, que ya hacia 1884 concibió Tolstói la idea de recopilar sentencias de grandes pensadores. No inició, sin embargo, el trabajo hasta que, encamado por una enfermedad en 1901, se aficionó a leer aforismos de almanaque y decidió hacer su propio calendario. En realidad, hizo varias tentativas hasta llegar a El camino de la vida, que "consideraba la expresión más completa de su pensamiento religioso y moral".

La obra, dividida en 31 capítulos, uno para cada día del mes, dista mucho de ser una suma de fragmentos de autores de todos los tiempos, comenzando por "la escritura brahmi, la confucionista y la budista, y llegando hasta los Evangelios, las epístolas y muchos pensadores tanto antiguos como modernos", según advierte el propio Tolstói. Junto a estos materiales, incluye otros muchos de apariencia anónima. "Han sufrido una modificación tan grande que me resulta incómodo calzarlos con la firma de sus autores", explicó el conde ruso para justificar todas esas piezas que le permiten articular con plena coherencia su síntesis doctrinal.

La cabeza privilegiada que fue capaz de erigir descomunales frescos novelescos no tuvo dificultad alguna en organizar su pensamiento religioso, con sus correlatos moral, político y social, en una estructura sencilla y, a la vez, exhaustiva, aunque para ello, con innegable afán pedagógico, se viera obligada a incurrir en las reiteraciones que se le afean.

Con ánimo de facilitar la comprensión, Tolstói glosa el esqueleto del volumen en un "Prolegómeno" que arranca así: "Para que el hombre pueda llevar una vida de bien, es necesario que sepa lo que debe y lo que no debe hacer. Para saberlo, debe entender qué es él mismo y qué es el mundo en el que vive". Y a continuación sintetiza en 30 puntos la siguiente religión de amor.

Hay un principio que nos da vida, y que todos conocemos, al que llamamos "yo". Es invisible y lo compartimos con los demás seres vivos. Si está encerrado en un cuerpo lo llamamos alma. Cuando "existe por sí mismo y da vida a todo lo vivo" lo llamamos Dios. Los cuerpos separan a las almas de Dios y entre sí, aunque ellas tienden a unirse mediante el amor, y con Dios mediante la conciencia de la divinidad que hay en ellas. En esta unión consiste el sentido y el bienestar de la vida humana.

Ahora bien, la unión requiere liberar al alma de tres tipos de obstáculos: los pecados, nacidos de complacerse en el cuerpo, y entre los que figura la avaricia, causa de la desigualdad, y los que tienen que ver con la mala voluntad hacia las personas; las tentaciones, surgidas de la falsa idea de que unas personas son superiores a otras y por tanto pueden organizar sus vidas o castigarlas, y las supersticiones -Estado, Iglesia y ciencia- que justifican pecados y tentaciones.

Se puede luchar contra estos obstáculos mediante esfuerzos, que son actos de renuncia al cuerpo, actos de humildad y actos de veracidad. Son siempre posibles, pues se hacen en el presente, que para Tolstói es ajeno al tiempo, del que descree. Un presente que se equipara, por tanto, a la eternidad, concebida como atemporalidad, no como infinita duración. Cierra la doctrina la negación del mal, que el ruso ve solo como señal de que se vive en el error. De igual modo niega la muerte, que solo tiene sentido en el tiempo, y se desentiende de lo que le ocurra al alma tras la muerte, ya que no le interesa cómo se conciba a sí misma esa alma sin cuerpo.

Para los creyentes practicantes lo anterior despertará ecos dominicales posconciliares, aunque sus aristas sociopolíticas puedan incomodar. Los agnósticos filocientíficos recomendarán a Tolstói un poco de psicología y neurociencia para precisar su idea de alma. Quienes, por su parte, hayan franqueado las puertas de la percepción reconocerán un eco familiar en el principio universal al que Tolstói, quien alguna vez lo personaliza, llama Dios. Más de un siglo después de su muerte, el ruso seguirá, pues, suscitando división de opiniones. No en vano murió solo, en una estación, a los 82 años, tras negarse su familia a que legara sus bienes a los pobres.

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