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El culto campesino de Antonio Padrón

Considerado "el último indigenista", rótulo que rebasa con una fuerte carga simbólica, y prematuramente fallecido, el artista de Gáldar habría cumplido este sábado cien años de edad

'En la exposición', Antonio Padrón, 1964. LA PROVINCIA/DLP

"Las cosas se detienen a mi alrededor: de este modo desarrollo la realidad hasta rozar con la abstracción", expresó, significativamente, Antonio Padrón (Gáldar, 1920 - 1968), de cuyo nacimiento se cumplen esta misma mañana de un 22 de febrero cien años de edad. Era el benjamín de ocho hermanos, y en el curso de un solo año, cuando era un niño de los nueve a los diez, quedó huérfano de padre y después de madre, para pasar al cuidado de su tía materna, Dolores Rodríguez Ruiz, "Doña Lola", que, según diversos testimonios, se convertiría no sólo en madre inspiradora, sino también en mecenas incondicional, bajo cuyos auspicios estudió en Madrid, en la Escuela Central de Bellas Artes de San Fernando, donde se licenció como profesor de dibujo, y montaría su estudio ajardinado, a partir de 1951, cuando se instala definitivamente en Gáldar.

En los diecisiete años que transcurren hasta su temprana muerte, en mayo del 68, a la edad de 48 años, a causa de un infarto de miocardio, Antonio Padrón produce más de ciento cincuenta piezas (incluyendo dibujos y grabados, más una veintena de esculturas, y eso sin contar su infinidad de bocetos), en su mayoría óleos que basculan entre la epifanía alegre y luminosa y una tensa simbología dramática. Aun considerado en los manuales como "el último indigenista" -por su desfase temporal respecto a la cantera originaria de la Escuela Luján Pérez- nadie se atreve a tildarlo de ese modo a secas. Siguiendo sus exiguas pistas, dejó dicho, tangencialmente, que "practico un expresionismo sin desgarradura, lo que busco es un dramatismo sereno...",

Pero antes de entrar en su compleja adscripción estética -donde tampoco tienen cabida tantos otros términos unidimensionales de los que sin duda participa (figurativismo, realismo, costumbrismo rural, esoterismo, religiosidad aborigen, etcétera), quienes le conocieron o lo han estudiado, o ambas cosas, tampoco definirían con un solo trazo una personalidad marcada de por vida por aquella temprana orfandad.

"Era un hombre reservado y hasta taciturno, pero sólo con todo el mundo y no con quienes nos consideraba sus amigos", manifiesta el antropólogo y escritor Ángel Sánchez, también galdense. "De adolescente, me tiraba horas en su estudio viéndole trabajar, y hasta acordamos que me daría clases de dibujo, lo que finalmente no pudimos llevar a cabo por mi traslado a Las Palmas, a los 15 años. Era un hombre sencillo, que, en efecto, transmitía con sus silencios, y en algunos de sus cuadros, una gran pesadumbre. Le pesaba no sólo esa temprana pérdida de sus padres, sino una comprensible hipocondría, ya que ambos, al igual que uno de sus hermanos, habían muerto de cáncer", rememora Sánchez. "Pero en las distancias cortas, cuando se sentía confiado y querido, se volvía alegre y bullanguero: tocaba la guitarra, componía canciones. Su radical empatía con la gente del campo y la admiración por sus costumbres y su medio, le permitieron contrarrestar esa predisposición al drama", matiza el Premio Canarias de Literatura, quien destaca el valor etnográfico de la obra de su paisano, a la que califica de "expresionismo indigenista".

De su generosidad extrema da fe el poeta y crítico Lázaro Santana, que cultivó su amistad y ha estudiado su obra, a la que prefiere catalogar de un "indigenismo simbólico", y también, en cierto modo, de "indigenismo literario". "Era una gran persona y un gran amigo, dispuesto siempre a atender cualquier petición para ilustrar las portadas de las publicaciones. Sentía predilección por conversar con escritores, y particularmente con poetas, como Pedro Lezcano, Manuel González Sosa, Manuel Padorno o yo mismo, porque consideraba esas charlas una fuente de inspiración. En sus cuadros hay siempre un halo narrativo o poético, que pone en entredicho su evidente realismo", explica Santana. De hecho, considera a Padrón el "menos realista" de los indigenistas canarios. "Si comparamos a Padrón con Oramas, Santiago Santana, Felo Monzón o Jesús Arencibia, observamos que los rostros de sus personajes son mucho más hieráticos y también triangulares, próximos a los ídolos guanches; son menos personales y más simbólicos".

Parecería que un rasgo peculiar de Padrón -quien, imbuido por el fauvismo, emplea colores de su estricta invención- fuese que los colores dibujan y los dibujos pintan. Si en otros casos la balanza se inclina hacia uno de los dos lados, Santana observa un perfecto acoplamiento: "Era un gran dibujante y un gran colorista pintor". El crítico dice no compartir la visión dramática que a menudo se le atribuye, ni siquiera en sus más oscuros lienzos. "Yo prefiero hablar de nostalgia más que de drama", explica, destacando al respecto su perfecta ecuanimidad entre cuadros muy luminosos y otros muy lánguidos, como en su tratamiento, por ejemplo, de la infancia, desde la enfermedad al alborozo.

De profunda "magua" como el tema y principal aroma de sus cuadros habla César Ubierna, director de la Casa-Museo Antonio Padrón, de Gáldar. De hecho, "así planeaba titular un nuevo cuadro", cuando acabara La Piedad, que es el que estaba componiendo cuando le sorprendió la muerte. "Es significativo que en sus dos últimos años aumenta su producción desaforadamente y la expresión dramática se intensifica, como si tuviera el presentimiento de ese final", explica Ubierna. "Es cuando pinta, por ejemplo, El niño enfermo, y esa inacabada Piedad, tan enigmática, una virgen negra y carente de aureola, paganizada; cuadros con los que parece querer evocar la orfandad de su infancia y a la madre muerta", subraya.

Ubierna también destaca el influjo de la literatura en sus lienzos. "Era un lector voraz, y creo que para entender a fondo su obra tendríamos que leer todo lo que él leía", apunta, para recordar un libro de arqueología que le marcó muy especialmente: Dioses, tumbas y sabios, del divulgador alemán C. W. Ceram. "En Padrón coinciden la devoción por el mundo aborigen, cuyos principales yacimientos insulares tiene a un tiro de piedra, la Cueva Pintada y el Cenobio de Valerón, que serán sus santuarios de visita frecuente, y la devoción por las costumbres campesinas, que observa, asimismo, en su entorno", explica el responsable del Museo.

Se trataría, para el artista galdense, de dos planos indisociables, como si la extinción de los aborígenes (a los que bautiza como "nuestros padres", y le suponen un trasunto, acaso, de sus propios padres prematuramente muertos) le apremiara a testificar ahora unas costumbres campesinas que observa en peligro de extinción. "Las cosas se detienen a mi alrededor", decía, justamente, en la frase del inicio, la más reveladora declaración de intenciones del artista, donde se apresura a convertir su deseo en hecho consumado. Y concluye: "De este modo desarrollo la realidad hasta rozar con la abstracción".

Como ilustración de esa condición anfibia entre "realidad" (que no realismo) y "abstracción" (que no abstracto) de nuestro pintor, Lázaro Santana remite a su elocuente lienzo En la exposición (1965), donde se ve a tres estilizadas mujeres que observan atónitas un cuadro abstracto, dejando entrever que no entienden lo que están viendo. La figuración y la abstracción se tocan ahí en un mismo pasmo. Una clave que ilustrará la respuesta de César Ubierna, cuando se le pregunta por qué la obra de Antonio Padrón no ha tenido un mejor reconocimiento: "Para los artistas que conformaron la vanguardia a mediados del siglo pasado, en torno al Grupo El Paso, Padrón era un realista figurativo, pero para los puristas del realismo Padrón era demasiado abstracto". A partir de esa espita, sucedió -¡y sucede!- que "no era tampoco un indigenista puro, y, además, llegaba tarde, para las huestes de la Escuela Luján Pérez, entre las que resultaba demasiado docto y cultivado", señala. "Y, además, ¿qué era eso de que un presunto indigenista accediera a la Meca madrileña de San Fernando, para formarse con Vázquez Díaz y Lafuente Ferrari...? ¿Y que un hombre de posición acomodada jugara a enaltecer a los campesinos...?"

Es como si aquel artista falsamente sedentario en su Gáldar natal precisara de un merecido cambio de empadronamiento. Cambiar el abusivo rótulo de "el último indigenista", por algún indicador más a fondo sobre su condición primigenia y poliédrica.

"Particularmente, siempre me interesó su manera de romper con el costumbrismo insular al uso: ese modo tan singular suyo de abordar las escenas del campo, donde rompe con los folclorismos manidos", expresa Rafael Monagas, un pintor que ha rastreado también el mundo aborigen, a través de sus emblemáticas pintaderas, y el paisaje rural. "Aunque destacaría, además, sus sugerentes lienzos referidos al mundo esotérico y a la brujería, como las 'Santiguadoras', que tienen mucho magnetismo", agrega.

Olvidar para siempre su etiqueta de indigenista, para considerarlo un "primitivista" universal y de vanguardia es el cometido de Antonio González, profesor de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, natural también de Gáldar, y uno de sus principales mentores y exégetas. Tras destacar que su figuración no supuso en absoluto un alejamiento de la orientación de las vanguardias históricas de la posguerra, González estima que "en su obra se puede percibir un reflejo, veraz y poderoso, del entorno físico, humano y social que, más allá de pintoresquismos o regionalismos caducos, le convirtieron en un testigo elocuente del drama del hombre moderno". Así la define en el último número de la revista Descubrir el arte, de este mismo mes de febrero, donde homenajea al artista por su centenario, bajo ese preciso título: Antonio Padrón: testigo del drama humano. González nos conmina a "subrayar su personal interpretación de una especie de primitivismo que, superando las coordenadas de un supuesto indigenismo local, conecta con algunas inquietudes que se desarrollaron en el horizonte artístico de la primera mitad del siglo XX".

Para el profesor y ensayista, la poética de gran parte de la obra de Padrón posee "la impronta expresionista y trágica" de Picasso; pero de "un Picasso reinterpretado a través de las reivindicativas pinturas del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, casi coetáneo de Padrón, que dejará profunda huella en nuestro artista tras su paso por las islas, a mediados de los años 50", sostiene.

¿Vive Padrón su culto a los aborígenes extintos como una suplantación sublimada de sus jóvenes padres muertos? González repara, asimismo, en la dualidad de su tratamiento de la infancia, de un lado "alegre y despreocupada", pero también "desposeída del cariño y protección", frente a figuras por lo común "expectantes, inmóviles y concentradas", como metonimia de la peculiar tensión del artista. A partir de su concepción y tratamiento de los aborígenes como "nuestros primeros padres", Padrón dará de plano, a su juicio, con "los orígenes universales".

En defensa del vanguardismo a raudales que recorre los lienzos de su paisano, González estipula que "el interés por el universo troglodita de la antigua cultura canaria coloca su obra en el mismo contexto antropológico y estético presente en el surrealismo europeo de figuras como Paul Delvaux, Óscar Domínguez o Brassaï, entre otros". Según expone, a Antonio Padrón le bastó con explorar en la comarca de Gáldar "la poesía secreta de la vida campesina" de cualquier parte.

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