La Provincia - Diario de Las Palmas

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Crónica obsesiva de una ruptura

El 'reality' de la conciencia de una mujer no amada por su pareja fluye en la obra de Melini

Nicolás Melini. LA PROVINCIA/DLP

En cuanto acabé de leer El estupor de los atlantes, última novela de Nicolás Melini, anoté lo siguiente: "Una prosa voluntariamente condensada que evita la expansión lírica y que se centra en el monólogo interior de una conciencia en crisis. Un estilo literario que es producto de esa máxima condensación y que procede mediante frases concretas, a veces entrecortadas, párrafos de pocas líneas y otros de breve descripción. Este estilo fija, línea a línea, razonamiento tras razonamiento y desesperanza tras desesperanza, la crisis radical y las emociones traumáticas de su personaje principal, que es la narradora y la protagonista. La voz narrativa nos golpea con la dureza y concisión de un telegrama, y este estilo "telegráfico" es la clave de una prosa que emana de una desgarradora tormenta interior, cuyo ritmo terrible empuja a su víctima hacia el filo del abismo".

Leer El estupor de los atlantes es aparentemente muy fácil, porque el directo continuo, el reality de la conciencia de una mujer no amada por su pareja (otra mujer) fluye con apabullante y arrolladora desolación. Melini, cortando las alambradas sentimentales que la literatura suele emplazar para llegar al fondo del drama, en este caso el desamor, o la asimetría completa entre una mujer que ama mucho y otra que parece no corresponder en absoluto, ni siquiera en los pequeños detalles, rasga las paredes del texto para hacer hablar una voz que nos asusta y nos conmueve a la vez. Que sea hombre o mujer quien cuenta esta triste y cotidiana historia es irrelevante. Lo importante es donde se sitúa, en los instantes continuos de la desesperación, que Isabelle, la protagonista desamada, analiza y enumera con cartesiana claridad. Y, si digo cartesiano, viene al caso, pues la novela (más bien una nouvelle en la tipología que hacen los franceses de un relato largo que deviene novela corta, y que allende los Pirineos aún no sabemos catalogar muy bien) se ambienta en la sureña ciudad de Aix, una villa marcada por poderosos simbolismos artísticos. Aix fue la morada definitiva de Paul Cézanne, cuya omnipresente montaña de Sainte-Victoire pintaría mil veces, y morada definitiva (y ultra telúrica) de Pablo Picasso, cuya tumba yace en las tierras de un castillo del lugar. Aix es una ciudad bella, de nobles fachadas de piedra tallada y esculpida, verbigracia los atlantes que captan la atención de su protagonista.

Isabelle, pareja de la española Luz, cooperadora de una ONG, entregada a la causa de los inmigrantes clandestinos que ocupa todo su tiempo y emoción, reconoce la belleza de Aix, pero la siente lejana, paradójica, enervante. El mal del drama psicológico hace que la vida retroceda hacia los umbrales oscuros de la insatisfacción permanente. El estupor de los atlantes riza el rizo insoportable de la victimización, del daño de la culpa generada en el corazón y en la mente del otro por el inculpador, hasta que acaba asumiendo que es culpable. La dependencia emocional de esta patética situación es tremenda, y solo en las páginas finales, la inculpada (Isabelle) se libera por fin de la culpabilizadora (Luz). Sorprende cómo y cuánto dura esta relación sutilmente sadomasoquista, pues no hay violencia física, sino una retórica del menosprecio continuo. El amor ya carece de memoria, salvando algunos detalles, y es aquí, en esta parcela, donde al lector posiblemente le gustase ver y leer algo más sobre cómo fue el comienzo y qué buenos momentos hubo en esta relación. Quedan excluidos, sin duda por la desesperación emocional de la narradora, que con razones críticas muy bien hilvanadas (que recuerdan el silogismo clásico) "da la razón" a la mujer poderosa que no la ama y la castiga: "Solo porque tienes razón en tantas cosas sobre mí, solo porque argumentas tan bien contra mí, lo que me hace sentir responsable de tu rencor, aún intento que me quieras"

Aparte del sufrimiento que embarga cada parcela de su existencia, la mujer no amada siente una aversión prácticamente fóbica hacia otro mal de nuestro siglo (fobia que es la del propio escritor, me parece), contra la publicidad. Ésta jalona la obra desde principio a fin, comenzando en un vuelo low cost y continuando en la ciudad de Aix donde el nombre y la figura de Cézanne se reproducen obsesiva y vacuamente. Es la publicidad que subyace toda conexión electrónica, cada film que vemos en la tele, cada escaparate por el cual pasamos, ubicua, continua, imparable. Un mal de entre siglos que no se atempera, sino al contrario. El interior dañado de la amante, su soledad, la falta de recursos espirituales, la insoportable vacuidad del día a día, la ausencia incluso de la amistad, son señales claras de una realidad líquida cuya toxicidad conocemos de sobra y que toleramos demasiado. El autor, sin embargo, no subraya estas conexiones, simplemente las describe.

El estupor de los atlantes quizás alcanzaría su máximo impacto como obra teatral, pues la naturaleza de su diálogo en ausencia del otro creo que se prestaría al ambiente claroscuro de las tablas y las candilejas. Sería un monólogo que ganaría oyéndose.

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