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Woody Allen, los secretos del estado de un creador

'A propósito de nada' brilla en la evocación juvenil, divierte en el menudeo sobre cine y reitera sus argumentos frente a las acusaciones

Woody Allen, los secretos del estado de un creador

Con falsa modestia o para curarse en salud, Woody Allen siempre se ha esforzado por reducir al máximo la trascendencia de su trabajo como creador. Y buena muestra de ello es titular A propósito de nada su polémica autobiografía, desde hoy a disposición de los lectores españoles, de la que se habla y se escribe sobre todo por las partes nada novedosas dedicadas a la autoexculpación en el caso de las acusaciones de abuso a su hija adoptiva Dylan y de golpetazos más desdeñosos que iracundos a la figura de Mia Farrow. Los buscadores de carnaza pasarán hambre. Los cinéfilos más exigentes que quieran agudas reflexiones sobre su propia obra y la de otros colegas geniales a los que trató echarán de menos más enjundia. Allen no juega en la liga analítica y apasionada de un Scorsese o un Bogdanovich. Tampoco hay vistosas anécdotas de rodaje que llevarse a la boca ni teorías desarrolladas con amplitud sobre su obra, más amplia y más variada de lo que piensan algunos. Entonces, ¿vale la pena leer su libro? Sí, claro. Porque en su voluntario y muy entretenido desorden acumulativo (da la sensación, como en las películas más flojas de Allen, de que ha reunido despreocupadamente notas acumuladas sin molestarse en darle una forma más sólida y trabajada) surgen con bastante frecuencia los brotes de humor corrosivo y autocrítico, las pinceladas descriptivas que con una frase nos ahorran páginas enteras, los detalles aparentemente nimios de su vida que ayudan a entender más su obra por lo que tienen de influencia y consecuencias. Sus elocuentes repliegues.

Sirva como ejemplo la desconcertante dedicatoria a su esposa: "Para Soon-Yi, la mejor. La tenía comiendo de mi mano y entonces noté que mi brazo había desaparecido". Claro, es humor, y es amor, pero resulta imposible no alzar las cejas ante una imagen que recuerda más a una mascota que a una pareja. Sabemos que la publicación del libro fue inevitablemente conflictiva después de que Ronan Farrow, hijo de Mia Farrow y Woody Allen, protestara contra Hachette y la editorial se echara atrás. Se hizo con ella otro sello y las páginas vieron la luz sin que la tinta haya ampliado el lío de dimes y diretes que ya nos sabemos de memoria. A sus 84 años, el cineasta que plantó a Hollywood cuando le dieron un Oscar por Annie Hall insiste en quitar peso político o intelectual a su carrera (dice que no "entiendo la mayoría de los poemas que no empiezan con 'Las rosas son rojas, las violetas son azules", anda ya, y se esfuerza por dar una imagen suya en sus años mozos más bien atlética) e intenta incorporar a su libro al terreno de sus cintas más livianas y sentimentales que no a las más serias y sesudas, tan influidas por Ingmar Bergman. De ahí que el personaje con el que más de identifica es la Cecilia de La rosa púrpura de El Cairo, la soñadora que dedica la mayor parte de su tiempo a contemplar una pantalla. Que viven en ella.

A diferencia de lo que ocurría en muchos de sus guiones, y que exponía con frecuencia por una voz en off tragicómica, Allen no se extiende aquí con sus manías o aversiones. Como mucho, confiesa que le intimida compartir eventos sociales (de ahí su rechazo inicial a acudir al Oviedo que le hizo estatua de selfie, aunque luego se fue encantado por un almuerzo con su adorado Arthur Miller, con quien coincidió en que "la vida no tiene sentido") o compartir baño. De neurótico, nada, y tiene el cuerpo libre de cualquier sustancia adictiva. Salvo el trabajo.

A la gente le hacían gracia sus desgracias de atrezzo y las convirtió en trapo y seña de identidad. No parece, pues, el autorretrato de alguien que en la pantalla se dibuja como alguien que tartamudea, es inseguro y fracasa con estrépito en sus misiones amorosas. No por casualidad sus dos mejores películas, Maridos y mujeres y Delitos y faltas, muestran a un personaje que entre bromas y veras avanza por la maraña de sus relaciones con una mezcla brutalmente sincera de gravedad y ligereza. Allen repite que se reprocha no haber hecho una obra maestra hasta la fecha y reduce su larga carrera a la buena suerte del jugador de dados (la pelota, como en Match Point, cae del lado que le favorece). No hay historias de aprendizaje profesional cargadas de resonancias épicas o lecciones duras. Y es en los primeros capítulos donde más brilla el talento de Allen para ofrecer un relato vívido y veraz de su familia (en plan D ías de radio) y su infancia. Contradiciendo su rechazo a la etiqueta de intelectual que le endosan, el cineasta nacido como Allan Konigsberg cita a Holden (el protagonista amartillado de El guardián entre el centeno) antes de lanzarse a una brillante evocación de su niñez en Brooklyn, en una casa sin libros donde la radio no se callaba nunca llenando la atmósfera con la música de Cole Porter, George Gershwin, y Billie Holiday (su futura pasión por el jazz procede de ahí), con protagonismo nada melindroso de sus padres (tan diferentes) y parándose en detalles que componen una imagen casi cinematográfica de aquellos años. De su padre heredó la deshonestidad en el juego, o el engaño, confiesa, lo que coincide con sus pasiones de la época: la magia, los trucos de cartas, el póker con trampas. Muy pronto empezó a sacarle punta a su ingenio estajanovista y con 18 ya ganaba más dinero haciendo reír que sus dos padres juntos. Le resultaba fácil. Quizá demasiado.

Sus relaciones con las mujeres ocupan una parte relevante aunque poco reveladora del libro. "Siempre está flirteando con las chicas," espetó la maestra a la madre de Woody tras pillarlo besuqueando a una en un armario. Diane Keaton (y sus hermanas Robin y Dory), Mia Farrow (que representaba de algún modo a la realeza de Hollywood que fascinaba al niño Woody), fueron historias largas, mientras que de las relaciones efímeras pasa de puntillas y se centra en las que se prolongaron (mujeres de parecida edad a la suya, alejando la imagen que se da de él como un hombre obsesionado con las chicas mucho más jóvenes, como sus personajes en algunas películas).A los veinte años se casó con Harlene Rosen, estudiante de filosofía, y reincidió con un segundo matrimonio con Louise Lasser, una mujer digamos... bellamente compleja. Sospechosamente parecida a la Zelda amada por Scott Fitzgerald. Luego, el tsunami creativo y sentimental de Mia Farrow. Y todo cambió. Acusaciones, investigaciones, denuncias, ataques y defensas.

Y Soon-Yi, claro.

¿Y qué hay del legado, Woody? "Más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa". En el selecto Upper East Side de Manhattan. Con su máquina de escribir Olympia que tiene desde los 16 años. Aún no sabe cambiar la cinta. De eso se ocupa Soon-Yi.

En las 400 páginas de A propósito de nada Woody Allern recoge anécdotas relacionadas con su paso y sus rodajes en España. Dedica varias páginas a Oviedo y en especial lo que supuso la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Artes 2002 por su dilatada trayectoria. Fue allí donde conoció al por entonces príncipe Felipe y forjaron una amistad que terminó en una cena privada en Nueva York.

"Mi familia conoce a la reina (Sofía), también al príncipe de España (Felipe), quien posteriormente vendría a cenar a nuestra casa de Nueva York. Estoy fuera de mi elemento. Hay coches delante de nuestra casa en la noventa y dos y el servicio secreto está examinando el sótano, el techo, el jardín", cuenta Allen sobre esa visita. Y justifica el registro con un: "Después de todo, el príncipe, quien posteriormente será rey de España, viene a cenar", recuerda, para luego retomar su narración de la estancia para recoger el galardón.

Allen admite reconocer que "jamás había oído hablar" del lugar y su idea era la de "pasar" de este galardón como había hecho un poco antes con el premio a su trayectoria en los Globos de Oro. "No tenía la menor intención de ir hasta allí y por favor dejadme en paz que estoy viendo el partido", relata. "De pronto, me llama el distribuidor de nuestra película en España con un ataque de pánico. No puedo rechazar ese premio. Es el más importante de España, es enorme en toda Europa. Lo entregan el príncipe y la Reina. Es como el Nobel para ellos", recuerda Allen, al tiempo que cree estar ante "un error administrativo".

Finalmente, aceptó y en el relato de esos días de entrega recuerda especialmente a la figura del dramaturgo Arthur Miller. "Me van a conceder el mismo honor que al autor de Muerte de un viajante. Esto tiene que ser una equivocación", confiesa con admiración. La imagen con la que se quedó Allen fue la de "una ciudad pequeña de clima londinense que es una delicia".

El autor también tiene un recuerdo para el verano que pasó en España filmando Vicky Cristina Barcelona, en la que participaron Penélope Cruz y Javier Bardem. "Qué grupo de actores. Por no mencionar a Javier Bardem, uno de los mejores actores del séptimo arte", relata el cineasta, quien también se muestra encantado con el trabajo de Cruz. "Penélope, además de ser todo un talento, complicado y excelente, como actriz, es uno de los seres humanos más sexis de la faz de la tierra, y reunirla con Scarlett Johansson hizo que el valor erótico de cada una de ellas se cuadruplicara", señala en el libro, para luego destacar que su Oscar por esta película fue "merecidísimo".

Allen también explica con humor su "batalla" por la calificación de la película a raíz de una escena de sexo entre las dos actrices. "Queríamos que la película tuviera una calificación R (que indica que los menores de 17 años deben acudir al cine acompañados de un adulto), pero sólo nos asignaron la de Guía Parental (algunos contenidos pueden no ser apropiados para niños)", ironiza. Según el director, la decisión final de poner esa calificación a la película fue porque, según los responsables de estas etiquetas, "el sexo entre las dos mujeres estaba representado con muy buen gusto". "La única vez en mi vida que se me acusó de buen gusto terminó perjudicando el resultado de taquilla", bromea.

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