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ANÁLISIS

En el jardín de Chesterton abundan las coles

El gran autor británico, bebedor moderado y gourmand, decía que pocas flores puramente ornamentales son tan etéreas como la de las papas

En el jardín de Chesterton abundan las coles

Gilbert Keith Chesterton, además de un gigante, era un hombre virtuoso en todos los sentidos. Su bondad atrajo hacia él a otras personas y lo convirtió en una de las figuras más admirables de su tiempo, los posibles enemigos acabaron siendo sus amigos e hizo que algunos de ellos cambiaran sus propias vidas. Algunos incluso se convirtieron al catolicismo leyéndolo. Cuando se van a cumplir 84 años de su muerte la admiración no ha decaído, no conozco a un escritor católico y conservador que merezca tanto respeto intelectual entre personas de ideas antagónicas a las suyas. Es más, creo que Chesterton es la excepción que confirma la regla.

¿Y por qué nos hemos sentado esta vez a la mesa con el coloso de Beaconsfield? Lo confieso, he soñado que me encontraba con él en un huerto rodeado de coles. Y, hay que admitirlo, he tenido peores sueños. El huerto de Chesterton es un jardín que ofrece las ventajas de una despensa. En El apetito de la tierra, una de las piezas de Alarms and discursions, que escribió en 1910, llega a la conclusión de que si por algo le gustan los huertos es porque contienen cosas de comer. Aquí lo tienen en la traducción de Miguel Temprano: "No quiero decir con eso que sean feos; los huertos suelen ser muy bellos. La mezcla de verde y púrpura de una enorme col es mucho más sutil y majestuosa que los toques teatrales y exagerados de amarillo y violeta de un pensamiento. Pocas flores puramente ornamentales son tan etéreas como la patata. Un huerto es tan hermoso como una huerta; pero ¿por qué la palabra huerta resulta tan bella como jardín e incluso suena más convincente? Vuelvo a sugerir mi descubrimiento oscuro y delicado: porque contiene cosas de comer". Resumiendo no hay flores tan hermosas como una col o una alcachofa. Comparto la idea con Chesterton. Es más, nunca pensé que hablando de él se me ocurriera sugerirles una receta sobre la apetitosa flor de cardo que estos días puede verse en los mostradores de las frutería. En las alcachofas a la Barigoule, de inspiración provenzal, se saltean chalota, zanahoria, cebolla y bulbo de hinojo, todo en dados pequeños, junto con el aceite de oliva, tomillo fresco y hoja de laurel. Se añaden las alcachofas y se mantiene a fuego lento alrededor de diez minutos. Se añade caldo de verduras, vino blanco y unos filetes de anchoa. Se tapa el guiso dejándolo enfriar. Finalmente se cortan las alcachofas en cuartos o mitades, se añaden unas hierbas al gusto y por encima se rocía de aceite y ralladura de limón. Y listo.

A Chesterton que era un impenitente carnívoro, parece ser, no le gustaban excesivamente las hortalizas pero no hasta el punto de desagradarle como los ropajes que utilizan los vegetarianos para disfrazar su renuncia omnívora. De vivir hoy, tendría un material constante a su alcance para desnudar con su afilada escritura esa especie de hipocresía. Pero el enigma de por qué los vegetarianos se han empeñado en que los alimentos que consumen suenen a carne o incluso lo pretendan simular ya desazonaba entonces. ¿Por qué hamburguesas de soja o albóndigas veganas? ¿Por qué buscar sustitutos cárnicos enmascarándolos con lentejas y no comer sin más las legumbres sin el chorizo? "Si realmente piensan que está mal comer carne, si sinceramente lo consideran una especie de canibalismo, ¿a qué viene recordar el repugnante hábito al que renunciaron?", se preguntaba el gran escritor inglés. "Cuando los isleños de los Mares del Sur renunciaron a la antropofagia jamás les escuché llamar a sus platos salteado de Smith o Brown à la maître d'hotel", añadía.

Coincido además con Chesterton cuando decía que todos estos disfraces, que con el tiempo han ido a más, son inapropiados para la causa en cuestión de los vegetarianos o veganos. El autor de El hombre que era jueves consideraba que la poesía se encuentra en casi todo, incluso en una dieta vegetal, pero que depende totalmente de la simplicidad. "Existe cierta belleza en la idea de alguien que vive de las frutas silvestres o de las que cultiva en su jardín, pero no sobre un hombre que come fruta machacada y bebe una taza de Brunak". Este último, según Chesterton, le quita a una dieta frutal la única atracción que tiene para la imaginación humana y que consiste en su frescura, la limpieza y el aroma a Edén. "Comeré nueces con cualquier hombre o con cualquier mono, pero deben ser nueces, no nutter o nutton, o nitrógeno, o nuez de anacardo nutariano", escribió.

Era un tipo sincero que defendía sus principios sin disfrazarlos. Lo mismo cuando hablaba del queso, una de sus pasiones, y lamentaba que no estuviese más presente en la gran literatura. O de la carne y de las bebidas alcohólicas, a las que jamás renunció. Únicamente decía que había que beber menos cerveza y borgoña para darle gracias a Dios por poder contar con ellos. A su manera, entendía la importancia de la templanza: "Su gran valor no es que aumente la moderación, sino que aumente el placer" o "Bebe cuando estés feliz, no cuando te sientas un ser miserable". Al contrario que los grandes dipsómanos de las letras no solía trasegar licores de alta graduación. Solo vino y cerveza, esta última teniendo sed. "Deje que un hombre camine diez millas sin detenerse en un caluroso día de verano, y pronto descubrirá por qué se inventó la cerveza".

Por ser fieles al eterno enfrentamiento, George Bernard Shaw, abstemio y no fumador, solía masticar hierbas, vivió más tiempo que Chesterton, pero estaba equivocado en casi todo, hasta el punto de declararse admirador de Mussolini y de Stalin. ¿A quién prefiere de los dos?

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