Él era un hombre con distintas herramientas: la música, la narrativa, el periodismo cultural y Dragaria, aquel periódico integrador que fue el producto de su esfuerzo aunado con el de la también escritora Mayte Martín. Llegó en un momento en que las revistas culturales habían pasado a mejor vida, pero llamó a los que ya estaban consolidados y también a los que empezaban a manifestarse en las letras y las artes de las Islas, practicó el ideal de la convivencia entre distintas generaciones y se mantuvo mientras pudo. No mereció la ayuda institucional que sí disfrutaron otras publicaciones similares, desde Fablas a Fetasa, Los Cuadernos del Ateneo o aquella Insularia de la Asociación Canaria de Escritores, que recibió una ayuda de la entonces Dirección General del Libro. Fue un proyecto personal, independiente y valeroso. Ni el Cabildo ni el gobierno regional supieron ver la importancia de un propósito tan bien intencionado. Todos nos lavamos las manos frente a aquel esfuerzo, a lo sumo pagamos unos cafés claramente insuficientes para su mantenimiento.

Después de la infernal pandemia, no es probable que vayamos a entrar en una nueva edad maravillosa en la que la identidad cultural vaya a ser rescatada como merece. Es probable que haya un atisbo de desglobalización, con todos los riesgos, las carencias y las posibilidades que comporta. Esperamos que la nueva época esté orientada cuando menos al respeto a los patrimonios culturales de la comunidad, esos que en nuestra tierra suelen estar a la cola de los planteamientos de los partidos políticos cuando se acercan las urnas. Pero está claro que, más allá de la tendencia a la negatividad que nos conduce a la resignación, merecemos una digna supervivencia.

Hemos de seguir creciendo más allá de esta larga prisión domiciliaria que nos ha quitado la libertad, nos ha acentuado el aislamiento y nos ha querido mermar las fuerzas. Una edad de claroscuros que deja en el camino a gente como Manuel Almeida y Tito Santana, animadores en tantas facetas que no han podido dar de sí todo lo que anunciaban.

En Nueva Semilla tenían cabida poemas y canciones con mensaje, era una banda que abría caminos en una tierra en la que suele cultivarse lo facilón y lo populachero. Su literatura tenía un sesgo social y existencial porque Manuel tenía la aspiración de lo trascendente, y por eso fue un luchador de causas perdidas, un fajador de tantas reivindicaciones pendientes. Con su atisbo de reflexión y de agridulce ironía, Almeida fue un trabajador de la cultura serio, independiente y valeroso. No tuvo tiempo de madurar todas sus propuestas, de que la sociedad canaria -tan proclive a los silencios- escuchara su lucha. Otro adelantado a su tiempo fue el agaetense Tito Santana, que sembró ilusiones en el mundillo de Gáldar, en cuyo teatro realizó tantas convocatorias.

¿Por qué será que la muerte persigue con saña a quienes apenas somos polvo en el alisio? ¿Por qué el remolino del viento no nos deja fructificar y echar raíces? ¿Por qué la muerte temprana nos priva de contemplar la maduración de talentos como Manuel Almeida, que tanto tenían que ofrecer?