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El mundo encantado de Jacques Demy

Contracorriente edita en alta definición cuatro de los musicales más representativos del cine francés, rodados en plena eclosión de la 'Nueva Ola', y atravesados por un halo inconfundible de frescura

Jacques Demy retratado por Agnès Varda, su pareja. LA PROVINCIA/DLP

Tenía, creo, casi la misma edad que hoy tiene mi hijo Alejandro, trece años, cuando, en compañía de mi padre asistí al reestreno en el viejo cine Triana de Las Palmas de Los ( Les parapluies de Cherbourg, 1963). Y cuál fue no fue el impacto causado que aún recuerdo el efecto balsámico que me produjo presenciar la deslumbrante paleta de colores pastel, cuasi irreales, ensoñadores, que mostraba la película y los efluvios de optimismo y de tristeza, a un mismo tiempo, que destilaba el desdichado romance que, por razones completamente ajenas a la voluntad de la pareja protagonista, integrada por una espléndida Catherine Deneuve y un cándido e inolvidable Nino Castelnuovo, acaba truncándose sin remedio. La pena ante tan desdichado desenlace se mezclaba con un extraño sentimiento de júbilo provocado, en gran medida, por el cálido tono visual que acompañaba cada una de las imágenes de Jean Rabier, su director de fotografía.

A partir de esa tarde, lo confieso, se generó en mi todavía incipiente sensibilidad como espectador una auténtica epifanía. Descubríamos una nueva forma de estilización visual, que surgía de las entrañas de tres géneros eminentemente populares, como el cuento tradicional ( Piel de asno) la comedia de situación ( Los señoritas de Rochefort ) o el melodrama de raíces románticas ( Lola ), pero que lograba ascender a cimas artísticas poco exploradas hasta entonces por el cine europeo. Sus trabajos posteriores, y de ahí la inalterable coherencia de su autor, mantuvieron la misma tónica aunque el golpe providencial de Los paraguas? todavía persiste en nuestro imaginario como una de las experiencias más gratificantes como ojeador cinematográfico que hemos vivido en muchas décadas. La imaginación, la plasticidad y el sentido del riesgo lo hicieron todo.

Con el cine de Jacques Demy (Pontchateâu, 1931/París, 1990), decía Godard, ocurre como con Italia: cuando se ha ido una vez se sienten deseos de volver. Y eso que, debido a su muerte prematura (59 años), su filmografía no pasó de los quince largometrajes y muchos de sus proyectos han quedado por tanto truncados definitivamente, pese a los esfuerzos de su viuda, la también cineasta Agnès Varda, desaparecida en 2019 a los 90 años, por poner en pie algunos de ellos y honrar su recuerdo como uno de los pocos directores de la época alejados de cualquier tentación comercial, aunque sujeto, a su manera, a las normas establecidas por los fundadores de la Nouvelle vague cuando tuvieron que argumentar públicamente las razones que justificaban el surgimiento de la mítica corriente que brotó a finales de los cincuenta.

Demy se adhirió al movimiento "con todas sus consecuencias" desde el momento en que decidió sumarse a la causa, asumiendo un compromiso que mantuvo en activo durante sus casi treinta años de carrera ininterrumpida tras las cámaras. Desde sus inicios en al año 1961 con Lola ( Lola), supo distinguirse como el cineasta por antonomasia de la soledad y de las ausencias, el cineasta que se mueve como pez en el agua en ese laberinto de pasiones al que desembocan siempre los amores involuntariamente interrumpidos, como el de la cantante de cabaret que encarna una Anouk Aimée inconmensurable en este apasionante y proceloso relato sobre la soledad y la melancolía, que dio inicio a su excelente carrera profesional, acompañado, entre otros, del genial compositor Michel Legrand, del eminente director de fotografía Raoul Coutard y de estrellas de la talla dramática de Jeanne Moreau, Catherine Deneuve, Jean Marais, Michel Piccoli, Françoise Dorléac, Jacques Perrin, Delphine Seyrig, Micheline Presle, Yves Montand, Dominique Sanda o Marcello Mastroianni.

Esta especie de verso suelto de la modernidad cinematográfica al que algún sector de la crítica francesa subestimó sin rodeos tildando su arte de "artificioso y volátil" (sic) siguió, efectivamente, su propio camino, lejos muchas veces de la senda trazada por muchos de sus compañeros de filas, fijándose una meta exclusiva: "hacer, decía, un cine rebosante de alegría para que el espectador salga de la proyección menos triste que antes de entrar". Jamás se dejó embaucar por los cantos de sirena de ciertas modas, pese a compartir muchos de los postulados de la Nouvelle Vague, que inspiraría el gran Jean-Pierre Melville a mediados del siglo XX..

Pues bien, Lola ( Lola, 1961), Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort ( Les demoiselles de Rochefort, 1966) y Piel de Asno ( Peau d´Âne, 1970), dirigidas por Demy en apenas diez años, constituye la tetralogía musical más popular, original e inspirada del cine francés de la segunda mitad de la pasada centuria, bajo cuya advocación brotó en Europa una nueva corriente cinematográfica, visiblemente inspirada en la época dorada del music hall hollywoodense, aunque provista de una mirada que permitía una lectura del género aún más dúctil, sensitiva y transversal.

Se trata de cuatro producciones de fuste, escritas también por el propio Demy, cuya gestación desencadenó un fenómeno creativo a medio camino entre el clasicismo de Hollywood y los aires de modernidad de un cine europeo que ya renacía con nuevos bríos a la sombra de una "conjura" contra el cine comercial, la de los "nuevos cines", que, ante el asombro de la muy conservadora industria del cine del momento, lo cambiaría casi todo.

Desde el tradicional concepto de puesta en escena hasta el modo de vertebrar los conflictos y las nuevas maneras de plantear la dramaturgia cinematográfica con cambios tan paradigmáticos como la salida de los estudios y el reencuentro con la vitalidad de los rodajes en exteriores, un rasgo que se extendería como una plaga a lo largo y lo ancho de las principales cinematografía europeas, no quedando una sola parcela que escapara al impulso profundamente innovador que se propugnaba desde órganos tan influyentes como los Cahiers du Cinéma.

Incluso la propia actitud de sus creadores frente a la realidad cambió hasta el punto de instrumentalizar sutilmente los patrones más tradicionales del género con propósitos inequívocamente políticos o, como en el caso de Piel de Asno, devolviéndole al cuento de Perrault su vena más inquietante y turbadora. Demy se propuso, como se empeñó en repetir a lo largo de su corta pero enjundiosa carrera, excitar continuamente la sensibilidad visual del público mediante mensajes plagados de apelaciones a la fantasía, a la solidaridad, al amor y al rejuvenecimiento de la moral en una época de drásticas trasformaciones.

En Los paraguas de Cherburgo, por ejemplo, enfocada, como casi todas las películas de Demy, con un tono abiertamente sentimental, el idílico romance que protagonizan Geneviève (Catherine Deneuve y Guy (Nino Castelnuovo) se rompe radicalmente cuando este es llamado a filas para combatir en Argelia, verdadero punto de inflexión para un país que se oponía a abandonar una de sus últimas colonias africanas con el consiguiente precio que hubo de pagar en vidas humanas y en imagen de país a escala nacional e internacional. Y pese a su reencuentro fortuito, años después, por las soleadas calles de Cherburgo, para Guy y Geneviève el mundo ya no es el mismo que cuando constituían una pareja con un sólido proyecto de vida en común. Un cúmulo de circunstancias incontrolables se encargó de derrumbar el armazón sentimental que los mantenía estrechamente unidos.

Lo mismo que sucede con Piel de asno, cuyas raíces fantásticas no le impiden seguir abiertamente los pasos marcados por el cineasta, dramaturgo y poeta francés Jean Cocteau, a través de una puesta en escena de clara matriz surrealista sobre la que se deslizan constantemente figuras poéticas dotadas, como las que engendraba el autor de El águila de dos cabezas (L´aigle à Deux têtes, 1948), de una gran capacidad de ensoñación. Por eso, la presencia del gran Jean Marais encarnando a la figura del Rey del Reino Azul, protagonista a la sazón de muchos de los filmes de Cocteau, tampoco es casual; ni las cariátides que flanquean los salones del ostentoso palacio donde la hija del monarca lucha contra el deseo paterno de convertirla en su esposa surgen solo de la poderosa imaginación de Demy sino de un diálogo abierto que este establece con la escritura poética de Cocteau durante todo el filme, con la inapreciable colaboración del diseñador de vestuario Agostino Pace y la premeditada levedad tonal que aplica Ghislain Cloquet en el diseño visual de la película.

Satisface, pues, comprobar cómo, cincuenta años después de su estreno, un musical de tan delicada factura como Piel de asno, libremente inspirado en el cuento homónimo de Charles Perrault, siga manteniendo intacta su vigencia estética o que Los paraguas de Cherburgo no haya acusado el menor desgaste transcurridos ya casi sesenta años desde su presentación en París y de la flamante Palma de Oro que obtuvo aquel mismo año en el Festival de Cannes. Y fue precisamente en el prestigioso certamen francés donde pudimos verla, con imagen y sonido remasterizados, cuando cumplía su cincuenta aniversario, en la pantalla gigante del grand palais con la presencia Agnès Varda, su viuda, y de sus hijos, escoltados por la fleur et la crème del cine galo. Tal experiencia, ciertamente, ha tenido escasos parangones en mi dilatada trayectoria como espectador. El propio Demy lo dijo, y sin ambages, " Los paraguas de Cherburgo es, en realidad, una película contra la guerra, contra la ausencia, contra todo aquello que odiamos y que hace añicos la felicidad". Y a fe que la película lo transmite.

Las cuatro películas, distribuidas por el sello independiente A Contracorriente, regresan en formato digital al mercado nacional con un lavado integral de imagen tras un pormenorizado proceso de restauración, acompañadas de un material documental adicional que ayuda a comprender más a fondo las razones que explican el peso de esta película en la historia grande del cine. Además, su viuda, Agnès Varda, pionera del cine feminista, aporta a la presente edición materiales filmados en los más dispares soportes donde Demy muestra su conocida timidez ante las cámaras, repartiendo sonrisas e instrucciones al equipo de rodaje en medio del cual divisamos al autor de Los ( Les Quatre Cents Coups, 1959) presenciando el aparente caos que mostraban los frenéticos rodajes de este maestro incuestionable del musical, hoy más reivindicado que nunca, por historiadores y críticos como epígono de uno de los colectivos más prestigiosos de la historia del cine contemporáneo.

En su día, durante la explosiva década de los sesenta, el cine de Jacques Demy se interpretó como la representación más "ligera, sentimental y esponjosa" de la Nouvelle Vague, pero con el paso del tiempo, su obra, escasa en número de producciones pero muy sustancial en cuanto a sus resultados estéticos, trascendió mucho más allá de estos postulados, reales sin duda, para adentrarse, con todos los honores, en el ámbito más exclusivo del cine de autor, donde ya actuaban a pleno rendimiento figuras como Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Agnès Varda, Éric Rohmer, Alain Resnais, François Truffaut o Louis Malle, marcando un itinerario artístico que alumbraría, además de las obras citadas, filmes del calibre estético de La ( La Baie des Anges, 1963)-para algunos la obra más redonda de Demy-, junto a una Jeanne Moreau en perfecto estado de gracia y una espléndida fotografía en blanco y negro a cargo también de Jean Rabier, otra eminencia en el arte de la fotografía cinematográfica, que tuvo la enorme fortuna de formar parte del equipo técnico de uno de los cineastas más aplaudidos y admirados desde los años de la posguerra.

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