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Queirós y la civilización

'La ciudad y las sierras', novela póstuma del escritor portugués, plantea la felicidad rural frente al vacío urbano y la montaña como paraíso vital

Leí hace años La ciudad y las sierras tentado por el naturalismo realista crítico de dos de los más grandes escritores portugueses, Eça de Queirós y Miguel Torga . Ambos se manejaron desde diferentes perspectivas burguesas y literarias, pero en un territorio vecino: Queirós, el bajo Douro; Torga, el mundo cerrado de Trás-Os-Montes. Ahora, la novela póstuma del primero acaba de ver la luz con una nueva traducción y sigue manteniendo su interés.

Desde 1901, cuando se publicó, al año de haber fallecido su autor, La ciudad y las sierras intriga al lector con los conflictos, la insatisfacción, los males de la civilización, el vacío y el aburrimiento de la vida urbana. Eça de Queirós era un hombre de su época, capturó el color ambiental y lo incorporó a la prosa, transmitiéndolo a generaciones sucesivas de lectores. Al tratarse de su última obra -murió el 16 de agosto de 1900- apenas tuvo tiempo de revisarla. Aproximadamente de la página cien en adelante, las pruebas no pasaron por su exigente relectura y, sin embargo, el edificio no se cae. Escrita en primera persona, el narrador Zé Fernandes cuenta la historia del protagonista, que nació y creció en París, hijo de nobles portugueses de la localidad de Tormes. Jacinto tiene una infancia rica y afortunada en la capital francesa, donde desarrolla su amor por la civilización y el progreso. En su vida se produce un giro cuando recibe una carta de Portugal que cuenta cómo una tormenta destruye la iglesia de su propiedad donde habían sido enterrados los antiguos familiares. Decide volver. Tras un viaje accidentado, llega a Tormes. La sierra empieza a ejercer sobre él un agradable influjo, se instala allí, contrae matrimonio y tiene dos hijos. La narrativa de La ciudad y las sierras propone dos lecturas. La civilización es el poder supremo y la mayor felicidad, de acuerdo con la tesis inicial. La antítesis es que las montañas son un lugar donde la naturaleza florece y oprime al hombre, que tiene que disputar con ella los espacios y la comida. Más o menos aquello de que el campo es el lugar donde los pollos se pasean crudos.

A lo largo de la novela, la teoría de Jacinto se derrumba. Pese a estar en la ciudad, nada menos que París, cuna de la civilización, y rodeado por el poder cultural supremo, el protagonista no es feliz. Si la tesis inicial es abolida, también lo es la antítesis. En oposición a ese lugar infértil que es la ciudad, Eça nos presenta las sierras del Douro como un paraíso lleno de vida. La descripción del paisaje es exhaustiva, especialmente de su exuberancia. La comida, sencilla pero contundente, también se elogia como algo natural y bueno en comparación con la parisina, disfrazada de salsas y caldos, que ocultan la verdadera esencia. En la sierra de Eça de Queirós también hay hambre y miseria, pero es ahí donde Jacinto interviene para remediar la situación y proporcionar dignidad a las personas sencillas de la tierra. El resultado es la contraposición de dos escenarios, París, el surgimiento de las ideas positivistas y las teorías civilizadoras, frente a Tormes, la síntesis rural con algunas de las comodidades de la civilización de las que se sirve el protagonista de la novela para alcanzar la felicidad máxima.

La balanza del progreso y el retraso siempre estuvo presente en la vida de Eça de Queirós que concuerda con la de otros muchos miembros de la élite liberal portuguesa inspirados en las modas parisinas. De hecho, París fue la última residencia del escritor. Allí murió después de haber desempeñado cargos diplomáticos en otros lugares del exterior y profesado un inequívoco europeísmo. La tesis de Civilización, el cuento en que se basó La ciudad y las sierras, y que viene incluido en el volumen que ahora publica Acantilado, dominó la insatisfacción de Queirós, que aborrecía el calor y prefería los climas fríos sin llegar a estar de acuerdo del todo con nada. En 1872 se vio obligado a aceptar un puesto diplomático en La Habana, una ciudad "caliente y húmeda" a la que no se adaptó. Pero tampoco lo hizo un par de años más tarde a la inhóspita y fría Newcastle. Consta en la correspondencia que mantuvo con su amigo Ramalho Ortigao . "Imagínese una ciudad de ladrillo negro, medio ahogada en barro, con una atmósfera espesa de humo, penetrada por un frío húmedo, habitada por 150.000 obreros descontentos, mal pagados y de carácter agriado, y por 50.000 empresarios lúgubres y horriblemente ricos, es Newcastle-on-Tyne".

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