Dejé atrás la puerta de metal, que se cerró en silencio. No me llegaba ningún ruido de fuera ni de la portería, con cada escalón que subía sentía mi respiración y el suave zarandeo de la leche en la botella. Pasé de largo el entresuelo y el principal. El primer piso eran unas oficinas. Lo sabía por todas las veces que había pasado por delante del edificio. Lo había hecho algunas veces, aunque no me viniese de paso, entonces miraba hacia arriba y contemplaba cómo trabajaba la gente. Si me detenía podía ver cómo la pantalla azul se les reflejaba en las gafas y cómo la luz de los fluorescentes teñía la piel de los trabajadores de amarillo, como si estuvieran enfermos del hígado. Entonces me preguntaba cómo le iría a Samuel, pero por aquel entonces aún me dolía que aquel día me dejara en el pasillo, y me volvía a poner en marcha y casi corría hasta casa. Me preguntaba si algún día podría perdonarlo, nosotros, que siempre nos habíamos llevado tan bien, que cuando volvíamos a casa desde el colegio hacíamos turnos para chutar las piedras que encontrábamos por el camino. Una vez Samuel chutó una tan fuerte que me hizo sangre en la cabeza. No lloré y una gota de sangre me resbaló por la frente como una lágrima y Samuel me acompañó al ambulatorio, donde me pusieron unos puntos de papel y un poco de mercromina, y me hizo prometer que no diría a nadie que había sido él.

Ahora en las oficinas no había nadie. Habría pasado de largo si no fuera porque al llegar al primer piso la puerta estaba abierta. La luz de las escaleras se había apagado, era un interruptor de aquellos con temporizador, y me tropecé con el último escalón. La botella de leche casi se me cayó del brazo e hizo un ruido como el de una bañera vaciándose.

Camino de números

Busqué el móvil para alumbrarme, pero no lo tenía. El bolso se me debió caer cuando corría. La luz de las oficinas se colaba por la puerta medio abierta y formaba un camino recto en el suelo. Lo seguí, buscando el interruptor de las escaleras a tientas, y terminé de abrir la puerta. Había algunas luces encendidas, muchos papeles por el suelo y una impresora que imprimía un camino de números en un papel interminable. En un rincón, un carrito lleno de productos de limpieza y unos guantes de goma. Pregunté si había alguien, pero no contestó nadie, y recorrí el pasillo enmoquetado que había entre las mesas; la moqueta olía a polvo y muebles, a desinfectante. Quizá quien había estado limpiando se había olvidado de cerrar la puerta y el carrito de la limpieza.

Me acerqué a la ventana. Qué raro era contemplar la acera desde allí. Casi esperaba verme a mí misma mirando hacia arriba y deteniendo la vista en las oficinas, pensando en las piedras que chutábamos de camino a casa y en la herida de mi cabeza. Siempre habíamos guardado secretos. Con un acuerdo tácito, creíamos que papá y mamá eran un núcleo y nosotros dos, otro. Como encerrados en dos burbujas transparentes, veíamos el mundo de nuestros padres y ellos veían el nuestro, pero no nos entendíamos. A mí ya me parecía bien. Era la pequeña, y la gente a menudo me decía que parecía la mayor porque era la más responsable. Aunque estuviésemos los dos, los adultos me hablaban a mí y miraban a Samuel de reojo porque ponía petardos en los buzones, porque levantaba la rueda de delante cuando iba en bici y más tarde en moto, porque iba con malas compañías como Xavier. Esto fue un poco antes de que Samuel trajera a Xavier a casa, y mucho antes de que Xavier me quitara los apuntes de la clase de inglés.

Mi reflejo me miraba, amarillo como los habitantes de antes de las oficinas. El reflejo de las mesas y las sillas y los fluorescentes y la moqueta gris se multiplicaba detrás de mí como un laberinto. La impresora dejó de imprimir su lista interminable de números y me di cuenta de que no se oía nada más. Abrí la ventana y entraron un soplo de aire que olía a humo mojado y el susurro de las hojas de los plátanos de enfrente. El semáforo de la esquina cambiaba de rojo a naranja a verde a naranja a rojo. Y en aquella calle tan grande, ni un coche, ni nadie paseando al perro, ni el canto circular de un vencejo.

La gente había trepado a los árboles, habíamos corrido juntos como una sola persona. Pero ahora que la calle estaba tranquila, no sabía qué me había hecho venir hasta aquí. Quizá había sido una histeria colectiva, una manifestación que acabó a golpes, un ataque terrorista. Me daba igual. Ahora ya estaba aquí, y quizá, si había llegado tan lejos, era señal de que tenía que seguir subiendo.

Mañana, capítulo 3:

Cuarto Piso