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Análisis

El dandi dual que idealizaba la comida

Las dos almas de Pushkin confluían en una naturaleza que lo atormentaba, en una Rusia donde las clases altas vivían con naturalidad el afrancesamiento culinario

El dandi dual que idealizaba la comida

El mejor poeta del alma rusa, Alexander Pushkin, se iba a la cama después de comer una papa sancochada que después freía entera cuando el servicio ya se había acostado. Esas papas aún se conocen en Rusia por el nombre de púshkinskiye. No hay otro autor en la historia, quizás salvo el músico Rossini, al que se le recuerde tanto gastronómicamente aunque en su caso sin haberle importado extraordinariamente la gastronomía. El bellísimo Café Pushkin, gran santuario moscovita de la cocina ruso-francesa, es una prueba de ello. Cita inexcusable, retiene esa atmósfera comprimida del lujo pasado en un marco elegante fin de siècle, con platos evocadores inspirados en las mesas de los zares. Los banquetes del zarismo se diferenciaban al principio por la desmesura y el exceso hasta que con Catalina la Grande se produjo el afrancesamiento. Las coles y los pepinos fueron reemplazados por la coliflor y las alcachofas. La presentación de los platos refinó. Con el paso del tiempo, de su decadencia final podría hablar el chef Spiridon Ivanovich Putin, abuelo del presidente ruso, que llegó a cocinar para aquel monje majara llamado Rasputín que mantenía un dieta de huevos duros, y terminaría haciéndolo más tarde para los nuevos zares de la Revolución, el frugal Lenin que solo paladeaba doctrina y en las delirantes pitanzas de Stalin.

Pushkin describió, en sus orígenes, la comida refinada rusa con lujo de detalles y admiración aunque cuando le entraba el hambre caía en la primera taberna que encontraba. Sin ser lo que se dice un sibarita, ello era fruto de la dualidad de un personaje único que encarnaba, por un lado, la naturaleza campesina, amaba la sencilla vida rural, las gachas de alforfón, la sopa de col y las albóndigas de espinacas, y, por otro, el pastel de Estrasburgo, el blancmange (manjar blanco) y los grandes vinos franceses. Para establecer la diferencia, un menú tradicional del pueblo podría ser una sopa de pescado ( solianka) o de setas, unas empanadillas ( pirogui) rellenas de carne, col o kasha (gachas de sémola de alforfón, que se pueden comer de guarnición de una carne o como plato principal), pescados ahumados, básicamente arenques bálticos. Uno propio de los Romanov llevaría esturión, bisque de cangrejos y faisán relleno, por solo poner un ejemplo.

El afrancesamiento de la cocina rusa que se produjo a partir del siglo XVIII, auspiciado por las clases altas, pertenece en la actualidad al recuerdo y al exclusivo homenaje particular de ciertos chefs, tras décadas de comunismo. Pushkin describió un banquete de aquellas alegres veladas en Eugenio Onegin: "Con el sanguinolento rosbif /la flor de la cocina francesa / trufas ni más ni menos, / el supremo deleite de los jóvenes paladares, / patés de Estrasburgo de calidad suprema, / queso de Limburgo bajo campana de cristal / y, por último, doradas piñas". O aquella otra estrofa de su gran novela en verso: "La prodigiosa esencia espumosa de esta bebida / se arremolina a su antojo en mi estómago / y, como se ha podido constatar, / el efecto es más razonable con un burdeos. / El champán posee la misma malicia / que las mujeres que con sus encantos / nos seducen y aunque al instante / nos desengañan por ser puro artificio. / Pero tú, burdeos, eres como un amigo / bueno y leal, siempre dispuesto / a aligerar nuestro corazón / de penas y aflicciones. / Tú retornas la alegría al afligido, / por eso ¡alabado seas, amigo burdeos!".

Probablemente, Pushkin, amante de los placeres de la vida y de las mujeres, idealizaba todo lo que no podía permitirse por sus deudas. Los derechos que recibía de los editores por sus libros no le alcanzaban y los extras con que Nicolas I le compensaba, por ser su chambelán y estar casado con un bellezón, únicamente le permitían mantener más altas unas expectativas de vida que no siempre podía cubrir. El Zar, en otras circunstancias, habría perdido la cabeza por la fascinante Natalia Pushkina, que acompañó al poeta durante sus seis últimos años hasta que halló la muerte en el duelo con el oficial francés Georges d'Anthès, que perseguía a su esposa y del que ella presumiblemente estaba enamorada. El motivo por el que se vio empujado al enfrentamiento fueron los celos; el propio Pushkin reconoce en su Diario secreto 1836-1837 el sufrimiento insoportable que le producía D'Anthès, ídolo de todas las mujeres de la Corte, pero éste llegó a confesar tras la muerte del escritor que jamás había mantenido relaciones íntimas con Natalia. No porque no lo pretendiera sino debido a que Natalia se negaba a dar el paso adelante para no destrozar a su familia. De hecho con el fin de estar más cerca de ella D'Anthès se casó con su hermana mayor Ekaterina.

Se han escrito ríos de tinta sobre lo que comía o dejaba de comer Alexander Pushkin, fundamentalmente basándose en la idealización literaria que hizo de la comida. Si las populares chuletas de la Taberna Pozharsky, de pollo picado envueltas en pan rallado, si el pastel de foie gras alsaciano o las famosas manzanas en escabeche conservadas en barriles con grosellas negras y hojas de cerezo. Pero lo más probable es que pillase allí donde resultase más fácil lo que acostumbraba a llevarse a la boca, de la misma forma apresurada y atormentada con que vivía, acosado por los acreedores y corroído por las pasiones: los celos hacia su esposa, las mujeres que frecuentaba y la autoexigencia que lo mortificaba, como revela su famoso Diario secreto, cuya paternidad sigue siendo objeto de controversia. No por el contenido meramente pornográfico y sí por la profundidad extraordinaria del análisis de alguien que es capaz de desnudar de esa manera sus sentimientos más íntimos. Larga gloria a Pushkin, un dandi que todavía hoy nos sigue desconcertando.

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