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ANÁLISIS

El hedonista cómodo

La comida que no requiere disciplina es a veces el más sencillo de los placeres, asómense al frigorífico

El hedonista cómodo

La idea de que la muerte es sobre todo un castigo del pecado, y que el apetito es degradante, ha cambiado. En 2004, el panadero Lionel Poilane se unió al chef Paul Bocuse y a varias otras figuras francesas en la misión de suscribir una encantadora, juguetona, pero sincera súplica al Papa para eliminar la gula de la lista de pecados mortales. La manzana de Eva ha servido como un recuerdo lacerante de ese pecado, pero desde hace tiempo en lugar de maldecirla nos preguntamos qué descubrió en ella. El apetito también ha mudado y, en determinadas circunstancias, se presenta sin que sepamos muy bien cómo manejarlo. No siempre tiene que ser disciplinadamente culinario. Puede encauzarse cómoda y caprichosamente. En una de las mejores novelas de Iris Murdoch, El mar, el mar (1978), el protagonista, con el que me he sentido gozosamente identificado, descarta los procesos tediosos de la cocina ordinaria en favor de una alimentación bohemia, muchas veces frugal pero siempre imaginativa. Es lo que a uno le ocurre cuando tiene que cocinar en soledad y para sí mismo y se refugia en cualquier cosa al alcance de su mano que, además, acaba proporcionándole el placer y la digestión que no encuentra después de haberse esforzado en la preparación larga de cualquier plato. Y, en ocasiones, ¿por qué no decirlo?, el combustible sustituye al placer gastrónomo sin tener que alejarse necesariamente de la gastronomía. Uno está hambriento y, en vez de pensar, decide comer de pie cualquier cosa antes de que la puerta del refrigerador haya tenido la oportunidad de cerrarse. Una comida que se sueña y se hace realidad en el transcurso de unas horas requiere, en cambio, disciplina.

El Charles Arrowby de Murdoch medita sobre un libro de cocina rápida. Ha leído algunos recetarios que tienden a ser engañosos y en los que quince minutos significan realmente treinta, él solo quiere escribir para personas tenaces y serias, incapaces de preparar un rebozo, pero hedonistas. En el comer y el beber, como en muchas otras cosas, sostiene, aunque no todas, los goces simples son los mejores. He leído El mar, el mar durante el pasado confinamiento y me ha servido de gran utilidad para volver a apreciar ciertas cosas sencillas sin tener que sentirme culpable de la pérdida de tiempo. Arrowby intenta persuadir a sus amigos de que no es necesario cocinar a lo grande y que es una ilusión soñar con que la cocina elaborada es más creativa que la simple. No siempre ocurre así. Un buen pan, un pedazo de blue stilton y una copa de oporto es una comida lo suficientemente solitaria, placentera y creativa. Y hay más de ello asomándose a un frigorífico convenientemente abastecido. Si a alguien le perturba la alusión a un hueso inglés, cámbielo por un en flor o un gamonéu con un médium dry o semiseco de Jerez.

Habría, sin embargo, que empezar diciendo que el frigorífico es la habitación más frecuentada de la casa. Hace frío dentro, sí, por supuesto, pero eso no impide abrir la puerta una y otra vez para asomarse a su interior. La invención del frigorífico se puede decir que marcó el paso hacia la modernidad y cambió la vida del género humano. Hasta entonces los seres de este planeta se alimentaban con lo que compraban a diario en los mercados y conservaban en sus fresqueras, los vegetales o los animales que criaban en sus casas. Sin embargo, los métodos de refrigeración existen desde tiempos inmemoriales. Los chinos y los árabes, que consumieron los primeros helados, utilizaban la nieve de manera práctica e inteligente para conservar los alimentos. Los griegos y los romanos excavaban fosas que colmaban de granizo para mantener a temperatura fría sus vinos. William Cullen, un escocés inquieto, diseñó el primer frigorífico con una máquina de vacío química capaz de absorber el calor y producir hielo. Mucho más tarde la tecnología frigorífica se desarrollaría gracias a los gases comprimidos más seguros. La nevera pasó a ser un electrodoméstico indispensable en los hogares de la humanidad, salvo quizás para los habitantes de los polos. Magnus Nilsson, en Järpen, en la parte más noroccidental de Suecia prescindió de ella y tenía una en cambio la tradicional bodega para mantener a salvo los fermentados y los encurtidos, los nabos y las grosellas negras en una temperatura constante todo el año.

La gestión de un frigorífico es un asunto de primera magnitud en el que todos más o menos flojeamos en algún momento de nuestras vidas. En primer lugar porque creemos que los productos que llevamos a las estanterías son eternos o de una caducidad superior a la que en realidad tienen. En circunstancias normales, guardar alimentos significa también el hecho de tener que tirarlos algo que me parte el corazón pero resulta inevitable. A saber, dónde, se esconde, por ejemplo, sutilmente empaquetada la botarga comprada en Italia, la salsa que no es fácil de hallar y que carece de conservantes. La trufa que se guarda como oro en paño, el pedazo de parmesano que si bien está demasiado curado para comer puede servir perfectamente para rallar. Manejamos más recursos de los que verdaderamente controlamos. Entonces, cuando nos damos cuenta de ello, llega el momento de desalojar. Una nevera vacía resulta inhóspita: es como un jardín sin flores.

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