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Pedro Lezcano, relato de vida

Se cumple el 17 de septiembre el centenario del nacimiento del poeta, una biografía envuelta por la pasión de la política, la devoción por la naturaleza y la inteligencia del ajedrez

Pedro Lezcano, relato de vida LA PROVINCIA/DLP

Cabeza Mesada, el pueblo donde Pedro Lezcano vivió sus primeros años, debía de tener un sol de justicia, quijotesco, de secano. La abuela Petra fue buena con él, el huérfano de su hija, cuando su yerno le dejo al vástago para que lo criara mientras el padre se buscaba la vida en trabajos de oficina regados con coñac del barato. "Trocar mi vida nueva por tu gastada muerte/, fue mi primer comercio ventajoso y canalla", escribiría muchos años más tarde el poeta en unos versos dedicados a la madre desconocida. Esa fue la primera de sus muchas aventuras autodidactas: imaginar besos y caricias en una infancia de cal y barro.

Aún muy niño dejó atrás el humo de los trenes de la estación de Arganda para descubrir la Patria que le pertenecería de por vida: un golpe de suerte, la herencia de una tía, trae a Pedro, a su padre y a su hermano Ricardo hasta la Isla. Lo que a sus ojos de niño le pareció una rara vegetación, unas azoteas donde asomaban cabras y un abuelo militar que lo llevaba a dar paseos por el campo, convierten a Lezcano en poco tiempo en un converso isleño. Ayudará la fascinación por el recién descubierto mar, el patio de juegos donde terminaban las guirreas con callaos de la marea junto a San Telmo, cuando la ermita aún tenía hendido un brazo de muelle en el Atlántico.

Las clases en el instituto no fueron en balde: tuvo entre sus profesores a Espinosa, el surrealista canario, y a un cura letrado, don Joaquín Artiles, con el alma dividida entre la fe y una lista de libros prohibidos. Aunque modesta, la ola de pensamiento de la Institución Libre de Enseñanza también llegó a Canarias. En su casa apenas había libros, pero la biblioteca del Museo Canario le descubrió el valor de la Palabra porque cayó en sus manos la A ntología de Gerardo Diego. Después llegó la guerra; los amigos mayores marcharon al Frente con las tropas de Franco y su hermano, ausente por sus estudios en Barcelona, fue enrolado en el ejército republicano, escapando de los bombardeos con un espíritu de supervivencia casi genético en su familia.

A nuestro poeta lo movilizaron más tarde, en la última quinta, aunque no saldría de Gran Canaria. Lezcano cavó trincheras interminables en la playa de Arinaga mientras redactaba cartas de amor para las novias de sus compañeros iletrados. En el cuartel fue infortunado testigo del fusilamiento en La Isleta de un pobre maestro de escuela de izquierdas; el horror de aquella escena lo convertiría de por vida en un activo pacifista.

La Laguna de Tenerife, entonces única universidad de aquella Canarias aún colonial, fue el lugar de los primeros escarceos amorosos; allí lo llevó su intención de estudiar Filosofía cuando lo desmovilizaron los militares. Hambre no se pasaba en la pensión de doña Conchita; solo había que preocuparse de los chinches, eternos compañeros de viaje de la posguerra. Don Elías Serra, un catedrático intelectualmente inquieto, le daba unas pesetas para que lo ayudara en la catalogación de la entonces modesta biblioteca de la Universidad. Después tuvo que coger el barco hasta Cádiz -donde trabó profunda amistad con el psiquiatra lagunero, y también poeta, Carlos Pinto- y volver a Madrid, a una universidad bien distinta de La Laguna familiar que había conocido.

Madrid y el Parnaso literario

Confesaba de viejo que lo único interesante de la Facultad madrileña era el bar, donde conoció a Eugenio de Nora y otros jóvenes poetas españoles, sotanas y tomismo inundaban las aulas con un sopor que duraría aún muchos años en el pensamiento oficial del país. Pero quedaba el Gijón, con tertulias a dos y tres bandas, donde la creación poética se expresaba a través del círculo del bondadoso García Nieto y los garcilasianos. Tenían plaza reverencial Cela y el rubicundo y pelirrojo Fernán-Gómez junto a otros personajes de la farándula madrileña. Ya se sabe que en aquellos años era visita obligada, a poco que uno escribiera versos, acercarse hasta Velintonia, donde Aleixandre mantenía encendida la llama poética del 27. Es en esa época cuando empieza a colaborar con publicaciones literarias como Garcilaso, Espadaña, o La Estafeta Literaria y se alza con un prestigioso premio teatral en el Ateneo madrileño.

La vuelta a Canarias fue empujada por los sentimientos: el mar y el recuerdo de Carmen Jaén, el amor de su vida ("A enraizarse vivo/viene desde los mares un vigía que grita./No desdeñe tu seno su vocación de olivo./mujer, tierra bendita"). Al establecerse en Las Palmas deseaba independizarse de su padre, así que vendió el único recuerdo que le quedaba del pueblo manchego de su progenitora, unas tierras donde el trigo era más antiguo que la presencia del hombre. Con las ganancias se compró una máquina de imprimir y tratados técnicos para aprender lo que no sabía. La imprenta, en la calle de los Moriscos, era visitada por ilustres bohemios como Juan Ismael, que se acercaba hasta allí en chanclas y pijama. Al caer el día se trasladaban al bar Polo, alongado sobre el Puente de Palo, que aún se asomaba a las riberas del barranco del Guiniguada entre olores de carajacas y medianías. Eran los de aquella tertulia hombres viajados en su juventud, que terminaron varados en la Isla, atrapados algunos de ellos en un alcoholismo más o menos civilizado con el que combatían sus frustrados sueños artísticos.

Los Millares Sall mayores -Agustín y José María- , Ventura Doreste, Felo Monzón y las féminas de Mujeres en la Isla propiciaron encuentros literarios y de amistad que lo hicieron editor de libros las más de las veces deficitarios. Antología Cercada -la primera propuesta colectiva de poesía social en el país, adelantada a su tiempo por anunciar una voz nueva- no pasó desapercibida, pero la presencia física de la periferia estaba muy lejos de los reducidos cenáculos literarios de entonces ("Se prohíben los sueños a deshora;/para soñar ya hay decretadas fechas,/ hay parques con pájaros y novios/ hay líricos poetas").

A mitad de la década de los años 50 el poeta vuelve por unos meses a Madrid con la intención de reanudar su carrera literaria pero es, probablemente, un intento provocado por pasiones sentimentales. Regresa a Gran Canaria y durante algunos años convive con una desgana depresiva que acompaña con periodos de dependencia con el alcoholismo. De vez en cuando seguían publicándole fuera sus amigos continentales pero confesaría, años después, su acomodo al mundo insular; había renunciado, definitivamente, a la gloria literaria que imaginara en sus años universitarios.

Ya había entrado en su vida el ajedrez federado, -fue su hermano Ricardo quien le enseñara de niño-, con matemática precisión. Y el mar había dejado de tenerle como un visitante complacido de sus orillas: descubrió el submarinismo y a las viejas enrocadas sobre la lengua de piedra de La Barra, cuando Las Canteras, la playa de su ciudad, refugiaba a las primeras suecas en el bar Colón a rebufo de boleros arrastrados.

Así, Lezcano se terminó convirtiendo en un poeta a ratos. Bien es verdad que su espíritu no paraba sólo en eso: con la sólida complicidad de Ricardo ("Las espaldas, hermano/, ese lugar donde germina el ala")-, con amigos y familia, funda el Teatro Insular de Cámara. El Museo Canario, una entidad cultural de raíz ilustrada que era respetada incluso en los conservadores ámbitos de la política cultural del Régimen, les acoge; en los camerinos -donde se cambian para las funciones el Godot de Ionesco, el Lindo don Diego o el inquisidor de Las Brujas de Salem- son observados por las momias de la prehistoria de Canarias con mortuoria indiferencia. Fueron 12 años de éxito local que trascendió el mágico prodigio de la afición. Lezcano pinta decorados, dirige y actúa con proverbial facilidad.

El compromiso de las Letras

El compromiso de las Letras fue también el de las ideas. El vate fue compañero de viaje de los clandestinos comunistas, pero en verdad la ortodoxia del Partido nunca fue de su agrado: cualquier tipo de fe estuvo siempre lejos de la duda existencial de Lezcano. Primitivas máquinas de impresión y volanderas hojas de propaganda salieron de sus manos para ayudar a la modesta oposición política en la Isla. Con Germán Pírez entonces secretario general de los comunistas isleños, compartió amistad, dialéctica y ajedrez.

El Corredera sí que llegó a mito, aunque le costó la muerte en el garrote. Con Fernando Sagaseta -el abogado que, con el tiempo, llegaría a ser diputado en las Cortes españolas- y otros amigos, Pedro hizo vigilia hasta apurar las razones de la sinrazón. Lezcano bebió de las fuentes estéticas del romancero popular para convertir a Juan García, un topo canario de la Guerra civil, en personaje de leyenda: "Canarias llora en los pozos/ para que nadie la vea/ por rebelarte a morir/ a la muerte te condenan."

Pocos años más tarde, los hermanos Gallardo, junto a Sagaseta y otros compadres de tertulia y vida, caen en una playa de Gran Canaria, Sardina, celebrando una reunión clandestina. Les quedan años de pasos repetidos en el patio del Dueso. Lezcano, vigilado de cerca, ve secuestrado su poemario Consejo de Paz ("Bajaos del corcel, tirad la espada;/los héroes ya no existen o están en cualquier parte./Llegará la hora cero de ser héroes/ cualquier día cruzando la calle"). Un tribunal militar se forma para juzgarlo; en su casa conservaba cartas y pliegos de apoyo venidos desde la solidaridad a su obra poética. Uno de ellos estaba firmado con huellas dactilares de mujeres aparceras que no sabían escribir su propio nombre; son gentes del pueblo que recitaban su poesía a la luz de los candiles.

La década de los 70 trajo los esperados cambios: el poeta puso sus versos al servicio de la Transición. La marea humana, ahora sí, salía a la calle en busca de sus derechos civiles. De mitin en mitin se le oía recitar La Maleta, un monólogo en el que seducía con sus capacidades actorales; hijo de una patria que había recorrido por senderos y veredas -era un inquieto senderista desde su juventud y terminó siendo un micólogo aficionado, respetado incluso por los propios profesionales de esa disciplina-, concluye adscribiéndose al nacionalismo de izquierdas entonces emergente ("Yo rezo con la lluvia por el retorno al valle,/ cuyo perfil tenía rostro de compañero?").

El poeta y la praxis política

Aparte de la imprenta Lezcano tuvo, a medias con su hermano Ricardo, un hostal y un local de futbolines en el barrio de Arenales. La imprenta era la más "política" de todas las que había tenido el poeta; la de la calle Malteses y la de Tomás Morales quizás fuesen, por la conveniencia de los tiempos, más "literarias".

Lo cierto es que en aquella época atendía las labores de la imprenta de forma irregular porque su pasión se nutría de los cambios que se respiraban en la calle. En cualquier caso, el poeta se contentaba con en el diletante papel que aquella izquierda de entonces concedía a los intelectuales: unos combativos versos en los mítines locales, un agasajo al algún prócer nacional de la misma especie que apareciese por la Isla y el encabezamiento de firmas para este u otro asunto social candente.

Entra en la política activa como cabeza de lista para el recién creado Parlamento regional a propuesta de un partido de izquierdas nacionalista, Asamblea Canaria, y es elegido parlamentario en dos legislaturas. Lezcano poseía un pedigrí adecuado para ejercer como "figura decorativa" -entiéndase esto en el mejor de los sentidos- dentro de aquel batiburrillo de siglas e ilusiones nacionalistas que años después se verían abocados a un cambio de rumbo, derivado en parte por la frustración a la que los arrojaban las urnas tras cada nueva consulta electoral. En esos años realiza algunos viajes al extranjero y algunos de los países visitados, que conservaban regímenes comunistas, son observados de cerca por el poeta con decepción; en algunas de esas ocasiones es acompañado por sus amigos de Mestisay: Lezcano recita y los entonces jóvenes músicos ponen música a sus poemas.

El vate confesaría a algunos de sus íntimos que dos de los peores momentos de su compromiso político fueron la invasión de Checoslovaquia en 1968 por los soviéticos y la asunción de la Presidencia del Cabildo Insular de Gran Canaria, que ejercería desde 1991 a 1995. Cabeza de la lista electoral cabildicia de la entonces recién creada Coalición Canaria , se convierte en Presidente de la Corporación Insular con la ayuda del Partido Popular gracias a una moción de censura realizada en contra de los socialistas isleños, que gobernaban la institución desde dos legislaturas atrás.

Lo primero resquebrajaba algunos de los conceptos ideológicos que manejó desde que comenzó a tener conciencia política pero, obviamente, le queda muy lejos como para haber jugado un papel activo en ello; lo segundo cuenta con su compromiso, inexplicable ante una parte de la opinión pública dada su trayectoria ideológica hasta entonces.

Entre sus más cercanos, sobre todo los ajenos a la política partidaria, elabora distintos razonamientos que intentan justificar su posición de entonces, aunque su concepto de lealtad para con sus compañeros de filas debió pesar en su decisión. El poeta había dejado de soñar con la Utopía y se encontraba, por primera vez en su vida, con la descarnada realidad de la praxis política diaria. El desgaste de aquella época se hizo ostensible en un carácter como el suyo y tuvo consecuencias en su privacidad emocional.

Crónica de un final

Así, el reconocido cúmulo de virtudes de Lezcano tenía contrapesos vitales -de los que hablaba con pudor en su vejez- que horadaban la conciencia del poeta. De lo segundo, sin duda lo más destacable era su recuerdo de la controversia con Manolo Millares, antes de que el pintor emprendiera su viaje al continente huyendo de lo que catalogó como "la técnica insular de la mezquindad". Eran discusiones a propósito de la abstracción en el Arte y del compromiso de la creación artística con los problemas de las sociedades contemporáneas, una estéril discusión al modo gramsciano que entonces era de obligada referencia incluso en los círculos intelectuales de la periferia.

Millares no olvidó y se despacha a gusto con Lezcano, años más tarde, en sus imprescindibles memorias. Nuestro vate recogió el guante décadas después delante de la viuda del pintor, con motivo de la inauguración de la primera antológica del pintor en la Isla celebrada en el Centro Atlántico de Arte Moderno y oficiada por el poeta, investido ya como presidente del Cabildo. Pide disculpas entonces a la memoria de Manolo y reconoce la esterilidad de aquellos presupuestos ideológicos, sostenidos también por Agustín Millares -con mayor pasión, como cabe suponer, al ser el mayor de los hermanos Millares un convencido comunista-.

No sentó bien entre la clase política a la que había pertenecido, incluso entre algunos de sus compañeros de partido, el discurso que leyó en el Paraninfo de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria con motivo de su investidura como doctor Honoris Causa tras sus retiro de la vida pública. A Lezcano le dolieron, íntima y calladamente, los reproches vestidos de silencio de la mayor parte de la fauna política insular. En su defensa sostenía que haber tenido responsabilidades políticas e institucionales no lo inhabilitaba -más bien al contrario, lo obligaba- para ejercer una última reflexión sobre las condiciones del sistema democrático parlamentario, al que consideraba necesitado de urgente reforma y al que acusaba de anquilosado e impermeable a los problemas reales de los ciudadanos.

Huelga decir que parte de esa y otras contradicciones en la vida del poeta modelan la interacción entre pensamiento intelectual y praxis política, reñidos en las formas y, muchas veces, en el fondo. Siempre fascinado por su curiosidad de vivir (la impresión, el senderismo, el teatro, el ajedrez, la micología, el submarinismo?), su última pasión fue la informática.

El achaque de una enfermedad que merma su hasta entonces envidiable salud y el fallecimiento de May Lezcano, su primogénita, le entregan los dos últimos años de su vida a un pesimismo existencial lejano a su forma de ser hasta entonces. Fallece en la Isla que lo acogió cuando niño, Gran Canaria, el 11 de Septiembre del año 2002, a punto de cumplir los ochenta y dos años.

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