Gordon Sumner, más conocido como Sting, es un caso único: una estrella de rock que a ratos se siente incómoda con ese traje y trata de sacudírselo. Su trayectoria, sus amagos y zigzags sólo se entienden teniendo en cuenta esa inquietud casi patológica. Cuando había tocado el cielo como mago del pop-rock y podía haber convertido The Police en un eterno circo ambulante del rock and roll, a lo Rolling Stones, prefirió tomar riesgos, aparcar el trío y flirtear con el jazz. Cuando también nos habíamos acostumbrado a eso, aparece con un laúd tocando y cantando canciones de la época de Shakespeare. Meses después de jurar que no reformaría a su antiguo y exitoso grupo, inició una gira con él por medio mundo. No se puede ser más culo inquieto que Sting.

La última de estas desviaciones consistió en una grabación de versiones de sus éxitos respaldado por una orquesta sinfónica para, luego, salir de gira para presentarlas con formaciones orquestales locales. Gira que lo traerá al Estadio de Gran Canaria el próximo día 13. En una entrevista concedida al Daily Telegraph en junio del año pasado, el bajista británico se defendía de las reticencias que despertaba su magno proyecto orquestal. "No necesito que nadie me ame, para alguna gente soy un pretencioso, pero esa gente no me conoce. No me apetece defenderme, así que les digo que está bien lo que piensen y sigo con mi vida".

A estas alturas ya queda más o menos claro que Sting ha alcanzado un status que, en unos límites razonables, le permite hacer más o menos lo que le de la gana dentro de la industria del espectáculo. Giras como la de The Police, con un público total de seis millones de personas, o desconcertantes discos de madrigales navideños. Así ocurrió con su propuesta discográfica para finales de 2009, If on a winter's night, que una lúcida crítica describió como "un disco de navidad para la gente que nunca ha querido escuchar un disco de navidad".

A Sting le gusta presentarse en público como un tipo serio que trasciende los clichés habituales de las estrellas de pop. Cuando en 1985 lanzó The dream of the blue turtles, el disco que supuso el inicio de su carrera en solitario y el salto a las sonoridades de jazz, muchos pensaron que había llegado demasiado lejos en la intelectualización de su música y que corría el riesgo de perder a una parte de sus seguidores de siempre. Pero es que, por el otro lado, tampoco consiguió asegurarse la respetabilidad de todo el establishment jazzista. Muchos no dejaron de verlo como a un intruso que se metía en un género que le superaba. Sonadas fueron las críticas que Miles Davis le dedicó en su autobiografía.

En todo caso, algunas razones tiene Sting pare reivindicarse como un músico de pop sui generis, porque la suya no es la biografía de la estrella discográfica al uso. De hecho, cuando accedió por primera vez al estrellato ya tenía 27 años, una familia y una carrera profesional consolidadas al margen de la música, algo que, según ha reconocido en diferentes ocasiones, le salvó de que el éxito se le subiera a la cabeza.

Doble vida

El profesor de primaria Gordon Sumner llevaba una doble vida en el Newcastle de mediados de los setenta. Por las noches cambiaba las aulas por los escenarios y se lanzaba a tocar el bajo eléctrico con bandas de jazz. Entonces adquirió el mote que acabaría siendo su nombre artístico, Sting, que significa aguijón. Un jersey a rayas y el ingenio de un tal Gordon Solomon tuvieron la culpa. En 1977 nuestro protagonista se mudó a Londres. Allí conoció al guitarrista Andy Summers y al batería Stuart Copeland. Y, como dirían los ingleses, the rest is history.

Hay otra faceta de Sting que le ha valido un amplio reconocimiento internacional, más allá del que se pueda corresponder estrictamente con sus méritos musicales, y es su vinculación a causas benéficas. Desde su aparición en 1981 en el Secret Policeman Other's Ball para recaudar fondos en favor de Amnistía Internacional, Sting no ha dejado de prodigarse en conciertos de este tipo, especialmente centrado en cuestiones de derechos humanos y relativas a la ecología.

Esta faceta, a priori positiva, también le ha traído algunos problemas serios. Desde el original Live Aid de 1985, los conciertos benéficos no están exentos de polémicas. Las fiscalizaciones periodísticas de algunas de estas iniciativas han desvelado ciertas sombras donde todo debían ser luces. Así con el concierto que Sting protagonizó en Tashkent, Uzbekistán en octubre de 2009, para un festival de artes y cultura. A pesar de que aseguró actuar esponsorizado por Unicef, luego supimos que había recibido casi dos millones de libras del presidente Uzbekistán, Islam Karimov. Desde que pudo, Unicef se desmarcó del tema, negando cualquier vinculación con el evento.

Tampoco ha escondido Sting sus preferencias políticas. Unas cuantas canciones de su carrera en solitario se adscriben a ese subgénero que algunos llaman canciones con mensaje, que son precisamente las que peor han envejecido. Además, en enero de 2009 cerraba con Brand new day la velada de homenaje que tributaba al recién elegido Barack Obama.

A punto de cumplir 60 años, nuestro hombre es un hacendado señor que posee varias fincas y chalés repartidos por el mundo, además de su residencia base en Wiltshire (Inglaterra). En una de esas casas, en su villa toscana, grabó un disco en directo y un DVD. Prolífico en el cancionero y en la paternidad, tiene dos hijos de su primera mujer y cuatro de la segunda. Siempre se ha jactado de conseguir sacar adelante una vida familiar medianamente normal en un entorno, el de las estrellas de rock, poco propicio para ello.

En un momento en que el videoclip comenzaba a consolidrase como gran vehículo promocional y obra de arte per se, Sting apareció como todo un joven sex-symbol. Siempre ha cultivado su imagen, aunque con cuidado de que no se acabe comiendo a la música, como ocurrió con otros de su generación. Comparte con Miguel Bosé una incipiente alopecia desde hace más de treinta años, sin que, milagrosamente, termine nunca de perder la batalla capilar.