Ojos de Brujo.

La llegada del coronavirus ha vuelto a poner el foco sobre uno de los fenómenos juveniles más controvertidos: el botellón. Los locales de ocio nocturno siguen cerrados. Los bares están abiertos, aunque muchos jóvenes no tienen ingresos suficientes para poder pagarse copas. En esta situación, los parques y otros espacios al aire libre son la principal opción de ocio en grupo para generaciones enteras de jóvenes abocados al paro o la precariedad laboral. Sin intención de hacer una apología del botellón, el antropólogo José Mansilla cree que “la estigmatización del botellón es otra vuelta de tuerca a la criminalización de todo lo que pueda pasar en la calle”. “Y esta dinámica no es nueva. La llevamos arrastrando desde el invento del hogar burgués”, dice.

Dos jilgueros se posaron en la rama de un árbol e iniciaron su ceremonia de seducción a base de trinos. Cientos de años después, unos chicos se reunieron en un parque, a la sombra de ese mismo árbol, e hicieron lo mismo para enamorar a las chicas: trinar

Las reuniones juveniles en el espacio público existen desde que se acuñó el concepto de juventud: una etapa diferenciada entre la niñez y el mundo adulto, definida a final del siglo XIX y estudiada a fondo por el ensayista Jon Savage en su libro Teenage. La invención de la juventud. Y son precisamente esas concentraciones de jóvenes a lo largo y ancho del planeta durante los últimos 70 años el caldo de cultivo en el que han emergido géneros musicales como el doo-wop, la salsa, el hip-hop, el techno, la champeta y tantos otros estilos. El devenir de la música popular del siglo XX es inexplicable sin esos espacios alejados de la mirada adulta en los que, cómo no, el alcohol ha jugado su papel.

Dos jilgueros se posaron en la rama de un árbol e iniciaron su ceremonia de seducción a base de trinos. Cientos de años después, unos chicos se reunieron en un parque, a la sombra de ese mismo árbol, e hicieron lo mismo para enamorar a las chicas: trinar. Esta sería una teoría ornitológica y bucólica sobre el nacimiento del doo-wop. Vayamos con la sociológica: aquellos jóvenes, afroamericanos e hijos de migrantes italianos o puertorriqueños, todos ellos sin recursos para comprar instrumentos, creaban melodías con lo único que tenían: su voz.

Sin garaje

A falta de garaje espacioso en casa de papá, aquellos jóvenes quedaban en esquinas, en los portales de bloques de pisos, en parques e incluso debajo de un puente, donde el eco de sus trinos ganaba potencia. Allí ponían en práctica la habilidad vocal adquirida en el coro de la iglesia, aunque el mensaje de sus canciones era otro: más acorde con sus anhelos amorosos, sus ansias de libertad y su deseo de ser aceptados y respetados por la sociedad de la época. Eran, ya entonces, muchachos que buscaban su identidad con la música.

Desde entonces, la calle ha sido el espacio donde han surgido las expresiones musicales más innovadoras. Muchas, cómo no, regadas en alcohol. Podríamos hablar de la cultura jamaicana del sound system que se articuló alrededor de tiendas de licor cuyos dueños se encargaban de que la mejor fiesta se montase ante su local. El productor Duke Reid tenía el negocio completo: licorería, bar, sound system y estudio de grabación. Los jóvenes, animados, aprovechaban esos saraos callejeros para coger el micro e improvisar unos versos.

Esa misma práctica, transportada a Nueva York, daría origen al hip-hop. Primero, en los patios de los bloques de pisos donde, enchufando el tocadiscos a la corriente de la farola, el ritmo oxigenaba la asfixiante vida en barrios superpoblados. Poco a poco, esas block parties se mudaron a parques y descampados porque si el siglo XX es el de la eclosión de la juventud, también es el siglo de la expulsión de esa juventud a lugares donde no estorbasen al vecindario adulto. La expansión internacional del hip-hop hará que veamos chicos buscando espacios en los que organizar batallas de gallos y exhibiciones de breakdance.

Trincheras

Con el tiempo, la juventud se ha visto obligada a atrincherarse en zonas aún más alejadas de la población como descampados y polígonos industriales. Ese será el escenario de las primeras exhibiciones de techno en Detroit, una ciudad devastada tras la crisis del negocio automovilístico y en la que sus habitantes descubren a finales de los 80 una música electrónica que evoca un futuro por imaginar. La calle, en definitiva, es el escenario natural de incontables géneros: de la salsa neoyorquina cocinada por migrantes puertorriqueños a la champeta que amenizaba los picós colombianos, de la samba del carnaval brasileño al jungle británico que eclosionó en el carnaval de Notting Hill.

Control

Podríamos decir que desde el jazz de Nueva Orleans hasta las reuniones de jóvenes traperos en el parque, todo se integra bajo una misma narrativa: la batalla de la juventud por preservar su derecho a latir en el espacio público. Y es una guerra que ha contado con una oposición frontal por parte de los gobiernos porque, como apunta Mansilla, “lo que pasa en la calle siempre es motivo de preocupación para el Estado, que quiere controlarlo”.